En lo alto de una colina,
tocando casi el azul cielo,
en comunión con el mar,
se encuentra el cementerio,
Siempre he trabajado en él,
empecé con catorce años,
todavía sigo a mis sesenta,
lo tengo en mis entrañas,
desde niño lo he disfrutado.
Recuerdo cuando empecé,
cavaba alguna vez al año,
la gente se marchaba poco,
quizás eran más jóvenes.
El cementerio es pequeño,
para dar servicio al pueblo,
que tendrá unos mil paisanos,
por lo cual se lleva tranquilo.
Mi función es dar sepultura,
cavar los hoyos y cerrarlos,
abrir los nichos y taparlos,
velar en fin por el descanso,
eterno de los parroquianos.
Cuido también los jardines,
igualmente abro y cierro,
la cancela del camposanto,
también los fines de semana,
y los días que alguien lo pide.
Ahora que van siendo mayores,
cada día aumenta el trabajo,
tengo las manos encallecidas,
por tantos años excavando,
removiendo la negra tierra.
Me los conozco a todos ellos,
por su nombre y por su rostro,
cuando llego por la mañana,
me esperan ya en la puerta,
me miran con rostro sereno.
No hablan sólo miran y me siguen,
me acompañan por los jardines,
se asoman al elevado acantilado,
y miran pensativos al mar cercano.
Son mis amigos mi única familia,
en este mundo en el que vivo,
en el que siempre he estado sólo,
silenciosos y alegres me esperan.
Se sienten felices de que esté aquí,
velando siempre su descanso eterno,
son agradecidos y me acompañan,
mientras trabajo dichoso entre ellos.
Pero hoy Anselmo el de la Antonia,
me ha mirado compungido a los ojos,
y me lo ha dicho en voz baja al oído,
mañana estaré para siempre aquí,
me quedaré eternamente con ellos,
mi corazón de trabajar está débil,
lo saben todos y me esperan mañana.
A todos nos llega nuestro momento, ese enterrador se encontrará con todos los que ha ido despidiendo.
Al final nos encontraremos todos en el mismo lugar. Ricos, pobres, creyentes y ezcepticos, nadie se salva.
Un abrazo de osa, se te extrañaba en este lugar.