Con las manos saliendo finas y largas de los puños de su camisa blanca tocaba las teclas alcanzando revuelos de alusiones a recuerdos abrazados a su corazón… pero nadie se percataba de él y de su ensoñación. Las notas se perdían en el tumulto y en los ojos húmedos del pianista aparecieron unas lágrimas aceradas que fueron resbalando levemente, tan levemente como las notas desgranadas de una angustia reflejada en sus ojos ya totalmente cerrados.
Las parejas reían y se besaban locamente, haciendo himnos a la alegría con el emblema de sus cuerpos enhebrados en la atmósfera del ambiente. El pianista, mientras tanto, seguía cerrados los ojos, con las lágrimas ya sin esconderse corriendo hacia lo blanco de su camisa, tocando las teclas con una enfebrecida excitación de lejanos tiempos vividos.
Hasta que alguien se acercó a él, le golpeó en la espalda y le musitó al oído:
– No se esfuerce más maestro, todo pasará y algún día sus interpretaciones sí serán añoradas…
Entonces abrió los ojos el pianista, enderezó su cuerpo yaciente y comenzó a tocar con un corazón tan tendido al infinito que inmediatamente todos dejaron de besarse, se acabaron las risas y mantuvieron horas enteras de silencio absortos y sobrecogidos. El hombre del piano se había convertido en sinfonía.
Fue algo tan descomunalmente angelical que aún hoy, pasadas ya las décadas, aún es recordado por todos los que estuvieron presentes.
Me transmite hoy ese miedo humano a la pérdida y esa necesidad de reconocimiento, pero también y lo más importante, esa posibilidad de salir del lugar en el que estamos solos para lograr y conseguir lo que deseamos, para sentirnos bien con lo que hacemos…, un abrazo