EL LOBO DORMIDO

Manuel; consultor e informático de una multinacional italiana, tiene una espina clavada desde muy joven; no haber vivido la experiencia de hacer el servicio militar. Le negaron la incorporación a filas, en su momento, cuando le detectaron una anomalía en la visión. Su falta no era tan grabe ya que no tenía más de dos dioptrías en cada ojo, pero suficiente para que lo declararan “inútil” para el glorioso deber de servir a su patria. La palabra “inútil” la lleva clavada muy dentro desde entonces.
Al principio no cabía en sí de gozo por haberse librado de aquella molesta obligación, la cual le hubiera robado un año de su vida, pero más tarde, cuando pudo comprobar que en las reuniones con sus amigos quedaba siempre marginado, la cosa no era tan agradable para él. Nunca podía intervenir en conversaciones sobre el cansino y reiterativo tema de “la mili”, que era casi siempre el que salía a relucir. Lo primero que le decían era: “¡Tú que sabrás, si tú no has hecho la mil!”, y eso le fastidiaba porque era la pura realidad. Esa situación le obligaba siempre, en dichas reuniones de amigos, a cambiarse de bando uniéndose al de las mujeres. Conforme pasaba el tiempo, intervenía cada vez más en los asuntos femeninos, alejados totalmente de temas de acción y gestas heroicas de machitos.

Manuel fue, sin darse cuenta, sensibilizándose por las inquietudes y desazones del género femenino, atinando cada vez más en sus conclusiones sobre lo que ellas exponían, así como en sus consejos. Las mujeres de sus amigos empezaron a ver en él al perfecto oyente-que es lo que toda mujer busca en un hombre-, al amigo de verdad que escucha y se solidariza con sus inquietudes y reivindicaciones…adquirió un grado tal de confianza entre el grupo de mujeres que en cuestión de pocos meses había pasado por la cama de todas ellas.
Sus amigos seguían con la letanía: “¡Tú que sabrás, si tú no has hecho la mili!”, él callaba y luego hacía. Le tomó gusto a la cosa de la imposición de cuernos-no era para menos-y sentía un doble placer con aquel juego puesto que se vengaba de ellos por marginarlo y de paso se pegaba unos revolcones monumentales.
Sus cuatro amigos empezaron a sospechar, con el paso del tiempo, que Manuel era demasiado “amigo” de sus mujeres. Pero no iba la cosa por asunto de celos, no, si no que estaban cayendo en la cuenta de que Manuel, el único sin pareja del grupo, era gay. Estaba claro; no había hecho la mili, no tenía pareja y se entendía demasiado bien con todas ellas. Era gay, no había duda. A partir de esa conclusión y una vez extendido el rumor entre las mujeres, las cosas se le pusieron aún mejor. Como no representaba un peligro, según ellos, Manuel podía visitarlas en su domicilio con total libertad aunque ellos no estuvieran en casa. Eran visitas entre amigos o iguales para contarse sus cosas, ningún peligro.
Manuel no daba abasto, tenía que satisfacer a las cuatro mientras ellos veían el fútbol en un bar y trasegaban cervezas como cosacos, o mientras estaban con sus machadas en la bolera, o cuando se juntaban en el gimnasio y decían burradas a la vez que aumentaban el volumen de sus músculos. Él, mientras tanto, no les fallaba; siempre estaba entre sus piernas para que se sintieran realizadas, consoladas…y no tuvieran traumas. ” ¡Que buen amigo!”-pensaban ellas, sobre todo entre orgasmo y orgasmo.
Así las cosas, fue pasando el tiempo; años y años de burlas, comentarios graciosos de esos que van humillando poco a poco hasta que se llena el vaso y termina por rebosar. No solía faltar casi nunca lo de “inútil”, aunque cariñosamente adjudicado. Al fin y al cavo eran todos ellos muy amigos.

Estamos en el mes de Abril de 2005. Manuel recibió hace un par de de días en su apartamento de soltero una invitación para el Sábado 15, día de su cuarenta cumpleaños. La carta es escueta e intrigante:
“Sábado, 15 de abril de 2005 a las 7 AM en el garaje de tu domicilio. Asunto importante de máximo interés para ti”.
Tus amigos: (Firmado por todos ellos)

Manuel sabe que se trata de una sorpresa de cumpleaños y como conoce lo burros que son, al principio tiene un amago de pánico, pero se recupera y comienza a reconsiderar el asunto.
Tiene una oportunidad para que sus amigos le respeten de una vez por todas y sea lo que sea lo que le tengan preparado lo superará con coraje y dignidad. Puede que le hagan saltar desde un puente; lo hará, puede que lo arrojen desde un avión en paracaídas; lo hará y quedarán con la boca abierta pues no dará un paso atrás. Necesita demostrarles que tiene valor y ganarse el respeto. Los aprecia en el fondo y sabe que es correspondido, pero no puede evitar llevar dentro de su pecho ese viejo rencor hacia ellos que necesita exorcizar de una vez por todas. Ya no se siente culpable como antaño por haber tenido relación con sus mujeres, eso quedó ya en el olvido pues desde hace mucho tiempo ellas tienen otros amantes.
Llega el momento indicado y allí está, puntual a la cita, en el garaje del subsuelo de su inmueble, junto a su vehículo. Los cuatro amigos aparecen, por la puerta de acceso a la escalera, sonrientes y bromistas como siempre.
Apenas tiene tiempo de saludarles, cuando todos ellos se abalanzan sobre él y en un tiempo record le amordazan, le colocan una capucha en la cabeza y lo maniatan, para a continuación introducirlo en su propio vehículo todo terreno y ponerse en marcha.
Manuel sabe que no hay peligro, que todo forma parte de la broma que le han preparado y no forcejea demasiado, solo lo imprescindible para estar a la altura

El vehículo sale en pocos minutos de la ciudad y enfila hacia la montaña accediendo por un camino rural hasta alcanzar una pista forestal con bastante pendiente de ascenso que se adentra en un bosque. El viaje dura más de media hora y Manuel está un poco mosqueado por el traqueteo y por no saber a donde va, pero confía en sus amigos. No obstante, le asalta una duda: “¿Se habrán enterado de mis líos con sus mujeres y me tendrán preparada alguna trastada con mala leche? ¡No, imposible!, me hubieran partido la cara directamente en el garaje y asunto concluido”.
Va dando vueltas a ese pensamiento, cuando el vehículo se detiene y nota como le llevan en volandas hacia el exterior. Lo dejan en pie, sin quitarle las ligaduras ni la capucha de la cabeza, luego se alejan unos pasos y queda solo. No se atreve a dar un paso por temor a caer en algún agujero o precipicio. Sabe que está en la montaña por el fuerte olor a resina de pino que le llega a través del olfato, así como por el excitado canto de innumerables pájaros que saludan al nuevo sol de la mañana.
Otro olor, no menos familiar, le llega desde su espalda; el del motor caliente de su vehículo que delata su posición. Manuel retrocede unos pasos y comprueba que está muy cerca de él al chocar contra una de sus puertas con el trasero. Como está atado de manos por detrás, acciona la manecilla de la puerta y esta se abre. Luego se introduce en el auto arrodillándose en el asiento del acompañante del conductor y presiona hasta que se abre la guantera. Palpa y descubre aliviado que lo que busca está en su sitio: una navaja albaceteña de cachas broncíneas y hoja de diez centímetros. Se hace con ella y tras varias manipulaciones y algún que otro pinchazo en las muñecas, consigue con paciencia cortar la cuerda que lo maniata. Piensa que, con toda seguridad, le estarán observando sus amigos, pero también que no le impedirán soltarse, pues tal vez eso es la primera prueba de algún retorcido juego que le tienen preparado.
Una vez se ha deshecho de las ligaduras, capucha y cinta que le amordaza, se restriega los ojos con fuerza para aclarar su visión y comprueba que los cuatro bromistas están frente a él a una distancia de cincuenta metros. Algo llama su atención de inmediato; van uniformados con trajes miméticos de campaña, llevan la cara pintada a franjas con maquillaje de camuflaje y portan armas. Armas de esas que se utilizan en los juegos de adultos que tratan de imitar a los soldados en campaña militar, armas que disparan pintura de colores.
Lo primero que hace Manuel al ver esa estampa es soltar una carcajada, la escena le parece ridícula y divertida a la vez. Luego, cuando observa la severidad en los rostros de sus amigos comprende que aquello va más en serio de lo que imaginaba. — “¡Coño!—suelta dando un respingo— ¡Estos cabrones están de caza y yo soy la presa!” Se introduce de un salto en su vehículo y busca con la mano la llave del contacto, pero no está allí. Cuando mira hacia el grupo, Rafa, el más alto y dominante del comando, muestra el objeto en su mano, brazo en alto, en una clara invitación de ir hasta él si quiere recuperarlo.
Manuel sale corriendo a toda velocidad atravesando unos treinta metros de claro para internarse en el bosque. Sus perseguidores, movidos por el instinto de la caza, saltan hacia él aullando como perros locos y disparándole a discreción.
Consigue perderse en la espesura, no sin antes recibir algún impacto de bala-pintura, por lo que su imagen adopta un aspecto patético y ridículo. Uno de los impactos lo recibe por detrás; en la cabeza y la pintura roja le chorrea la espalda, frente y mejillas. Otros dos; verde y azul, le manchan el trasero y un brazo. Está hecho un cromo. De esa guisa se introduce frenéticamente en unos espesos y altos matorrales quedándose inmóvil, casi sin respirar; a la espera de que pase de largo la jauría.
Así es, sus “amigos” siguen un rastro en dirección equivocada.
“¡Que cabrones! quieren divertirse un rato a mi costa, me quieren usar de pieza de caza y ridiculizarme para luego chulear en el bar y delante de sus mujeres en las reuniones. ¡Cabrones de mierda, hijos de la gran puta! ¡Os vais a enterar, mercenarios de pacotilla!”
Manuel se retiene en su escondite por no decir todo eso en voz alta, se muerde la lengua para reprimir toda la retahíla de improperios e insultos que pugnan por salir de su boca con rabia insólita en él, indignado en extremo.
En esa situación de acoso, escondido en el bosque, perseguido y humillado, Manuel experimenta una sensación desconocida e incontrolable; todo a su alrededor se oscurece durante unos segundos, miles de minúsculas partículas coloreadas le dificultan la visión y un hormigueo le recorre la columna vertebral desde la base del cráneo hasta el cóccix. Esa descarga eléctrica le produce un espasmo que convulsiona todo su cuerpo con un estremecimiento casi doloroso, al tiempo que el tórax se expande en toda su extensión buscando mayor cavidad para la cantidad de oxígeno que sus pulmones necesitan repartir a cada músculo del cuerpo. El corazón comienza a bombear con más fuerza y el esófago emite un ronquido gutural que sale amenazador por las fosas nasales.
Manuel se pone erguido, su cabeza sobresale por encima de la maleza. Comprueba que aquel extraño fenómeno de transformación afecta también a la vista; ve como nunca, percibe cualquier detalle de su entorno con total nitidez. Sin pensarlo dos veces se desprende las lentillas de los ojos. El resultado es fantástico; aún ve mejor sin ellas. Nota una decena, al menos, de olores que le llegan de todas direcciones. Es capaz de distinguir todos y cada uno de ellos por separado, pero sobre todo uno le interesa sobremanera: el corporal, el nauseabundo olor corporal de sudor salado y amargo que desprende el grupo de cazadores dejando un rastro inequívoco. ¡Ese es su objetivo! Con agilidad felina se mueve hasta salir a la senda por donde ha de perseguirlos hasta darles alcance.
Las tornas se han cambiado, ahora Manuel es el cazador, un perseguidor rabioso que va tras su presa con instinto homicida. Una vez atravesado el bosque, desemboca en el comienzo de una pendiente que baja con marcada inclinación hacia una estrecha garganta por la que discurre un río de aguas torrenciales que corta el paso. Desde su atalaya puede ver sin dificultad a todos y cada uno de ellos, se han separado expresamente para tener más posibilidades de darle alcance.
“¡Ignorantes!—piensa—no tienen ni idea de lo que es un rastreo, les daré caza uno a uno, ya que me han facilitado el trabajo separándose.”
Antes de bajar la pendiente, arranca una rama seca de pino, saca su navaja y pule toda ella hasta dejarla manejable. Se lanza hacia abajo con porte simiesco, tratando de que su cabeza no rebase la altura de la maleza para no ser visto. No tarda en llegar a la parte más baja de la pendiente. Sigue oculto y busca con su escrutadora mirada de lince a las victimas. El más cercano, Rafa, busca detrás de cada piedra del río con la esperanza de que esté allí agazapado. Los otros tres merodean por los alrededores internados en la espesura haciendo un verdadero escándalo de ramas rotas a cada paso que dan, delatando su posición.
Rafa no tiene tiempo de apercibirse de la llegada de su atacante. Sin de reaccionar ante la sorpresa, cae desplomado hacia atrás en una charca cenagosa quedando boca arriba, semi enterrado en el barro. Su dura cabeza no sangra, aún habiendo recibido el tremendo estacazo, pero la conmoción le hace perder el conocimiento. El depredador se apresura a arrastrar un tronco seco de árbol de considerable peso y lo coloca sobre el pecho de la victima a la altura del plexo solar para inmovilizarlo en caso de que despierte. Luego se quita la camiseta y la hace jirones, tomando el más largo de ellos y maniatando las dos manos del caído sobre el estómago. Todo ello lo lleva a cavo con agilidad y prudencia admirables, sin ruido alguno y casi arrastrándose para no llamar la atención del resto del grupo. Recoge barro sucio de la charca y embadurna a su pieza el rostro y las ropas para camuflar su presencia.
El resto del barro que tiene en las manos lo refriega por su propio rostro adquiriendo un aspecto más salvaje aún del que ya tiene. Observa un instante y mueve la nariz, abriendo y cerrando las fosas nasales varias veces, para a continuación encaminarse, bordeando el río, hacia su siguiente presa. Es Joaquín, que desde una pequeña loma en pleno bosque otea el entorno tratando de localizarlo. Manuel trepa a un árbol y espera con la seguridad de que bajará por aquel mismo lugar.
Así es, Joaquín, arma en mano y decepcionado por no hallar rastro alguno que delate la presencia de su presa, desanda sus pasos para probar por otra parte. Como una pantera, Manuel cae encima de su amigo al tiempo que le propina un golpe seco y certero en pleno cráneo con la estaca que porta. No pierde ni un segundo; desabrocha el cinturón de cuero de Joaquín para quitarle los pantalones, con una de las perneras le ata fuertemente los dos tobillos, ata la otra con el cinturón y lo hace pasar por una rama gruesa del árbol más próximo. Luego iza el cuerpo, haciendo alarde de una fuerza descomunal, hasta que Joaquín queda casi por entero suspendido en el aire con la cabeza doblada por las cervicales y tocando ligeramente el suelo. Anuda la correa y se aleja después de tapar el cuerpo con varias ramas.
Aún quedan dos: Jorge y Luís. Hay que darse prisa antes de que vuelvan a estar juntos. Es mejor cazarlos uno a uno. Hasta su fino oído llega un sonido delator; Jorge. Alterado por las circunstancias y deseoso por disparar contra todo lo que se le ponga delante, éste hace una ráfaga al percibir movimiento tras unos arbustos. Una pobre perdiz pintada de azul sale despavorida e ilesa de su escondite. Ya está localizado. Se encuentra al otro lado, a unos cincuenta metros río abajo.
Manuel se desliza por la hierba con sumo cuidado hasta alcanzar la orilla del río e introducirse en el agua arrastrándose sobre el vientre, como un cocodrilo. Se deja llevar por el fuerte torrente y nadando bajo la superficie va ganando terreno diagonalmente hasta alcanzar la otra orilla. Para ir más ligero se desprende de la gruesa estaca que lleva en una mano. En el bolsillo del pantalón guarda aún su navaja.
Sale del agua sin ser visto por Jorge, que anda con precaución atisbando detrás de cada árbol o roca que encuentra. Se pone de nuevo a cubierto y saca la navaja para cortar unos finos juncos. Se hace con varios y los trenza entre sí formando una rudimentaria cuerda para ser usada a modo de honda.
Jorge está a punto de pisar la primera piedra por donde cruzara antes el río, cuando el impacto de un canto del tamaño de una pelota de tenis cubierta de barro da en su espalda con enorme fuerza. El golpe le hace perder el equilibrio, lo que provoca su caída al río dejando el arma en la orilla. La corriente le pilla desprevenido y lo arrastra como un tronco, incontrolado.
Manuel recoge el arma y se la cuelga al hombro. “Solo queda Luís”—piensa mientras ve cómo el cuerpo de Jorge se pierde río abajo.
Retrocede y se acurruca detrás de un cañaveral. No respira, no mueve un músculo. Sus ojos recorren el paisaje y sus oídos reciben todos los sonidos en espera de captar el que le interesa. No tarda mucho en llegar hasta él un eco familiar; Luís llama a sus amigos, algo intranquilo por no dar éstos señales de vida. Manuel, desde su guarida, agarra una caña y la parte en dos.
— ¡”Aquí, venid todos!”—grita excitado Luís preparando su arma y seguro que el resto le acompañará inmediatamente— ¡”Ya lo tenemos, está al otro lado del río!”—sigue vociferando mientras se dirige a grandes zancadas al camino de rocas que sirve de puente.
Manuel no se mueve de donde está agazapado. Entre la espesa maleza solo se puede ver el cañón del fusil, que expresamente deja a la vista. Cuando aparece Luís y lo ve cree que se trata de uno de sus amigos, por lo que se acerca al cañón casi a dos palmos para ver de cual de ellos se trata.
Recibe un fulminante disparo a quemarropa en pleno rostro que lo ciega. Retrocede aullando de dolor hasta caer sobre el suelo enmarañado de ramas secas y follaje. Por mucho que lo intenta, restregándose los ojos violentamente, no consigue recuperar la visión, la pintura se ha incrustado en exceso en el interior de sus ojos.
Manuel se pone en pie y sale del cañizal pasando junto a él sin el menor ruido. Atraviesa el río y se acerca a la ciénaga donde Rafa aún permanece inerte. Rebusca en los bolsillos de su chaleco y se hace con la llave de su vehículo, luego sube la pendiente hasta llegar donde está estacionado. Una vez sentado en el interior respira hondo, le da al contacto y sin mirar atrás se aleja de allí.
“No hay peligro—se dice en voz alta a sí mismo—, hicieron la “mili” y están preparados para sobrevivir en las situaciones más adversas. Ellos no fueron declarados “inútil”, ahora tienen la oportunidad de demostrarlo”.

Camino de su apartamento comienza a valorar la posibilidad de retomar la antigua relación con sus cuatro amantes: “Creo que las tengo desatendidas desde hace ya demasiado tiempo”—piensa pícaramente.

FIN

Deja una respuesta