El olmo (Cuento) – Segunda Parte

Un día apareció en el pequeño pueblo de Las Tres Cruces un automóvil superlujoso. Una dama de pelo blanco y de edad indefinida se bajó de él, justo frente a la puerta de la humilde casa de la familia Carlos. Era Tía Enriqueta, la supermillonaria Tía Enriqueta que venía sonriente y que dejó estupefactos a todos los lugareños por sus ademanes de alta alcurnia. Dio la orden a su chófer de que esperara un momento y llamó a la puerta de la casa.

– !Tía Enriqueta!. ¿Qué haces aquí? -la recibió desconcertado el humilde y casi analfabeto Carlos.
– !Haz rápidamente la maleta que te vienes de inmediato conmigo!.

– !Adónde voy a ir yo con usted si apenas sé las cuatro reglas elementales y un poco de letras que me enseñó el abuelo Abilio que en paz descanse!.
– A la Gran Ciudad.

Carlos se emocionó. De repente se le presentaba la oportunidad soñada. Pero pronto reaccionó bajando al mundo de la realidad.

– Sabes, tía Enriqueta, que ese es mi Gran Sueño… ¿pero de qué sirvo yo en la Gran Ciudad si sólo sé arrancar unas cuantas patatas a la tierra seca y dura de Las Tres Cruces, pelar unas cuantas cebollas y ordeñar vacas.
– !Te repito y te ordeno que hagas la maleta ya mismo!.
– Pero Tía Enriqueta…
– Nada de peros ni de peras. Te tengo que decir que tu hermano mayor es un mujeriego y bebedor que está arruinando mi fortuna. Menos mal que lo he descubierto a tiempo. Le acabo de expulsar de mi mansión y ahora serás tú el Administrador de mi fortuna.
– Yo no sirvo para eso…
– Ya aprenderás. Ya tienes veinticino años de edad.
– ¿Y mi madre?. ¿Y las tierras? ¿Y la vaca?. ¿Quien se va a ocupar de todo eso?.
– Tus hermanos y hermanas ya tienen edad suficiente para hacerlo por sí mismos. Ahora yo soy la que de verdad te necesito. No se hable más. En cinco minutos quiero que hagas tu maleta. Yo se lo explicaré al resto de la familia.

Cinco minutos después Carlos, sentado en la parte trasera del lujoso automóvil, junto a la millonaria Tía Enriqueta, salía con rumbo a la Gran Ciudad ante el estupor y la sorpresa de todos los lugareños que creían estar viendo alucinaciones. Carlos guardó un profundo silencio durante todo el camino hasta que !por fin! entró en la Gran Ciudad de sus sueños. Ahora sí. Ahora tendría tiempo de encontrar a Teresa.

La vida de la Gran Ciudad deslumbraba a Carlos día tras día mientras iba aprendiendo, dirigido por el Mayordomo Principal, asuntos de economía, de acciones de bolsa, de inversiones… y siempre con tiempo suficiente para conocer todos los lugares de aquel su Gran Sueño.

A Carlos le encantaba pasear por las lujosas calles como un ser anónimo más. No echaba enfalta para nada al pequeño pueblecito de Las Tres Cruces. Pero la angustia seguía presidiendo en el fondo de su corazón. Buscaba, desesperadamente, en los ojos de todas las mujeres los ojos de Teresa. Alguna vez pensó que los había encontrado pero era simplemente vana ilusión. No. No encontró nunca los ojos de Teresa en las miradas de las miles y miles de mujeres que se cruzaban en su camino.

Una de aquellas plácidas noches que se sentaba junto a la gran chimenea del salón mientras Tía Enriqueta le leía novelas de aventuras escritas por los más famosos escritores de la Literatura Universal, Carlos se quedó mucho más pensativo que nunca.

– Carlos… ¿me estás atendiendo?… ¿Qué te ocurre esta noche?. Sé que no estás poniendo atención a mi lectura.

Carlos, que era siempre hombre sincero, le contó la verdad.

– No la encuentro, Tía Enriqueta.
– ¿A quién?. ¿A quién no encuentras?.
– A Teresa. La he buscado por todas las calles y esquinas de la Gran Ciudad, la he buscado en los ojos de todas las mujeres… pero !jamás la he podido encontrar!. Hace ya siete largos años que le escribo y nunca me respondió ni a una sola de mis cartas. No me importa saber si se fue con otro. Sólo deseo verla aunque sea por una sola vez. Sólo eso para poder ser feliz.

A Tía Enriqueta, que cerró el libro de aventuras, se le humedecieron los ojos. ¿Era la ocasión o no era la ocasión de decirle la verdad a su querido sobrino Carlos?. Las dudas le atenazaban su corazón.

– Olvídala, Carlos… olvídala…
– Jamás.

Carlos era hombre de pocas palabras. Aunque había aprendido ahora muchas más, se había prometido a sí mismo no hablar demasiado hasta haberla encontrado.

Ante aquella obstinación rayana en la locura, Tía Enriqueta se armó de valor y se dispuso a contar toda la verdad de Teresa.

– Carlos. !Nunca la vas a encontrar!.
– Y yo digo que sí. Que la encontraré aunque tenga que ir a los más míseros barrios de este lugar.
– No, Carlos. Nunca la podrás encontrar porque Teresa… murió nada más llegar a esta Gran Ciudad. Vivía en mi casa. Al tercer día murió de un accidente de carretera. Un camión de esos que usan diesel para funcionar la aplastó completamente. Es por eso por lo que nunca jamás respondió a ninguna de tus cartas.

Carlos quedó destruido, destrozado, convertido en un solo juguete roto del Destino.

– Espera. Espera un momento.

Tía Enriqueta se dirigió hacia su dormitorio privado y salió con una enorme caja de madera.

– Ten. Son tuyas. Aquí están todas y cada una de las cartas que le escribiste a Teresa en estos siete largos años.

Carlos sólo lloró. No se atrevía a tomar aquella enorme caja de madera.

– Deja de llorar por imposibles. Los hombres nunca lloran por imposibles. Toma la caja y sigue aquí gozando, ya olvidada Teresa. Busca en los ojos de las mujeres otros que te hagan verdaderamente feliz.

Carlos, al fin, tomó la enorme caja de madera entre sus manos. La abrió. !Allí estaban, efectivamente, todas y cada una de las cartas escritas, de su puño y letra, a Teresa!.

Carlos se levantó con la enorme caja entre sus forzudos brazos y se dirigió hacia la puerta de salida.

– ¿A dónde vas ahora?. Te recomiendo que no hagas ninguna locura. Tira esa caja, con todo su contenido, al fuego de la chimenea. El fuego las consumirá mientras te devolverá la paz a tu espíritu.
– No, Tía Enriqueta. Adiós. Me voy.
– Pero ¿a dónde vas a ir a estas altas horas de la noche?. !Vuelve aqui!. !No hagas locuras de niño!.
– No, Tía Enriqueta. Me voy para siempre a mi querido y pequeño pueblo de Las Tres Cruces.

Y Carlos, hombre de pocas palabras y muchos hechos, abrió la puerta y se perdió entre las sombras de la noche de la Gran Ciudad de sus sueños.

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