Corría el año mil setecientos d.c. y a mi me encantaba la poesía. Me enteré que había una plaza donde se reunían todos los días varios poetas, así que decidí ir a echar un vistazo. Llegue a la calle Cervantes y a su derecha estaba el Museo de Santa Cruz, donde varios autores exponían sus obras cuidadosamente pulidas. De frente estaba el Arco de la Sangre, pórtico que conducía a la plaza de Zocodover, donde se reunían las tres culturas para hacer el mercadillo y realizar sus mejores ventas. Vendían gallinas, huevos, cochinillos, alfalfa, mirra, perfumes, etc., etc. Si seguías por la calle de enfrente llegabas a la catedral donde los mas fervientes hacían sus ruegos y daban dadivas a los monjes.
A la izquierda de la calle Cervantes estaba la plaza Santiago de los Caballeros, donde se reunían los poetas. Eran las seis de la tarde y aquello era un bullicio de recitales donde daba gusto estar. A eso de las seis y media llegó un caballero alto, manco y delgado. Todos callaron y el hombre empezó a recitar. Estuvo recitando como dos horas y con cada palabra hipnotizaba mas al asombrado publico.
Luego el hombre se fue entre grandes aplausos y los recitales siguieron al ritmo de una musiquilla de fondo. Fue el mejor día de mi vida en el cual aprendí a escuchar a otras personas y a empaparme de otros versos silenciosos.
Ya eran las diez de la noche y me fui a la plaza de Zocodover con mi saco. Cene un poco de ave y me dispuse a dormir. Aquella noche soñé con aquel hombre alto y delgado y encima manco y me acorde de uno de sus versos:
“Centauros de la noche,
que inundan la madera,
alumbran sin reproche,
la risa de las hienas”