El Reflejo de los sueños en lunas rotas(Perdido en la eterna oportunidad) 3

Andy se incorporó… ¿incorporarse de dónde?… vaya, vaya, ¡sorpresa!, pero si estaba en la cama. Eso significaba que… ¡claro!. Una alegría irrefrenada e histérica que le era imposible aplacar y mucho menos expresar, conquistó lo inconquistable en lo más hondo de su ser. El ánimo se tatuó en el cuerpo, sintiéndose poseído, ¿necesitaría un exorcista? Ja, ja, ja… una pesadilla alucinógena producida por los vapores del alcohol etílico, tóxico y venenoso caramelo.
Escasas eran las ocasiones que tenía de sentirse satisfecho, hilarante sería más correcto de imprimir su estado presente. Para celebrarlo, pilló una cerveza bien fresca y bebió un largo trago. Sonriendo, brindó por la monotonía. Era la primera vez que la realidad le abrazaba y se revelaba cómplice de fantasía.
En la radio, los Sex Pistols gritaban: Dios salve a la Reina.

Recordó la tarde noche. Festejaba con unos amigos, el término de su novela “Entre piedras y arena, hojas y mariposas”, tomando unas copas en el pub “Pescado congelado”. Al pensar en aquel whisky barato… aaaggg, ¡qué resacón!, daban ganas de vomitar.
Apoyado en la nevera con la Estrella en la mano, percibió algo extraño.
¡Jazz!, ¿te has vuelto loco o qué?. Calla que vas a despertar a todo el vecindario. Lo sujetó por el morro, acariciando el brillante pelaje.
Jazz era un pastor lobo majísimo y un amigo y compañero de piso inteligente y fiel.
Andy López había olvidado que llamaban a la puerta.
Jazz levantó la cabeza y gimió, luego ladró agresivamente, enseñando los colmillos. Su hocico resbalaba, aspirando el suelo, fue a trote hasta la entrada y rascó insistente con las patas, gruñendo, nervioso.
Cálmate, debes de haber tenido el mismo sueño que yo. No ves que sólo son las miró el reloj de pared , sólo son las …c.u.a.t.r.o… de la madrugada… ¡Esa maldita hora otra vez!
No lo pensó demasiado, la mirada se dirigió a la puerta, sus pasos se apresuraron, al mismo tiempo que las manos la abrían.
Cerró los ojos con una esperanza, acongojado los fue abriendo poco a poco. Nunca más creería en la esperanza: allí estaba el cadáver burlándose de él. Esta vez rió forzado, ¿todavía estaba soñando, verdad? Por la noche bebió la hostia, era una ocasión especial, no todos los días escribía un libro. ¿No era una causa más que justificada?
Es una broma pesada del subconsciente ¿no? ¿Porqué me juegas esta mala pasada? se preguntaba, acosado y sentenciado al cruento azar. Jazz carecía de poesía, olfateaba la sangre y lamía, lamía retozando, sumamente excitado. Andy se percató de lo que hacía y se largó escalera abajo. Su perrito estaba mordisqueando las entrañas que brotaban del cuerpo de aquel pobre infeliz, mientras resoplaba y meneaba el rabo. Por lo menos él había sacado el máximo provecho y no es que estuviera mal alimentado, pero ¿qué perro que se preciara le hacía ascos a un buen retortijón de carne fresca? Estarás de acuerdo conmigo ¿no?, bien, después que purgue con unos hierbajos sus pecados.
En los bajos, dos chicos se pinchaban una dosis de ausentismo destructivo. Vomitó sobre ellos.
¡Eeeeh gilipollas!, ¿qué haces? le gritaron, pero no dijeron más, tenían suficiente con lo que se habían metido en las venas.
Al salir a la calle, respiró profundamente la contaminación. El tiempo que permaneció allí estático, recapacitó, hizo una regresión de horas. Aunque no tuviera nada que ver con lo sucedido, le castigaba la duda, el miedo que se guarda secretamente, una obertura de culpa.
Sentimientos enloquecidos, friccionaban por la enredada y vasta imaginación que la cabeza, como un ovillo, iba liando y construyendo una trampa peligrosa, trenzando una red tenebrosa, de la cual no podía alterar su progreso evolutivo, tropezando con los remordimientos acumulados, una música por descubrir, el vértigo, la indecisión, sufrimiento, preocupación. Salpicaba la sangre derramada como si de la suya se tratara y no se había inventado disolvente capaz de borrar ese tinte escabroso que imprimía fatalidad.
Relájate, se autoimponía. Tranquilidad era la palabra clave, la flecha que debía seguir, pero en aquel instante, la señal se hallaba tan distante como inalcanzable. Intentó ejercicios de respiración… inspirar profundamente, espirar sacando todo el aire negativo. Ooommmm… regenerar fuerzas de energía. Nada, cuanto más se exigía, menos lo lograba. Los nervios garabateaban un complicado dibujo, difícil de interpretar. Buscó en el bolsillo la cajetilla de tabaco y extrajo uno, llevándoselo a los labios con gesto maquinalmente estudiado. El cigarro cayó al suelo, instigado por el temblor del fumador y la fuerza de la gravedad.
Pañuelos de eucalipto, encendedores, bisutería, relojes digitales, sumergibles. Americano… tabaco americano… todo muy barato pregonaba el Moro Jeremías, enseñando el tenderete que colgaba de los forros de su larga chaqueta de astracán.
Dame uno, amigo… un paquete de este señaló con el dedo . No, mejor dos. Bueno espera, no sea que no me llegue… rebuscaba con dificultad en los diminutos bolsillos de aquí y de allá.
¡Ajá!, aquí está, ya lo tengo suspiró. Vale, te cojo otro ¿eh?, venga, hasta la próxima… que te vaya bien acabó diciendo al tiempo que depositaba el importe justo en la mano extendida del vendedor ambulante. Encendió el cigarrillo con ansia. Sin llegar a ser un calmante, al menos la sugestión, mantenía la mano ocupada y se entretenía sacando el humo entrecortadamente, formando aros que apenas cobrar aspecto, se disipaban. Le había costado, desinteresadamente, años de práctica el fabricar, sí, como un alfarero, anillos cenicientos. ¿Te ríes?, de acuerdo, quizá no sea demasiado artístico. Las comparaciones son verdaderamente asquerosas. Pero también extraía el humo por los ojos… joder, que incrédulo. ¿Quieres verlo?, ven, acércate… así…
Masticó un chicle de hierbabuena para perfumar una putrefacta noche de vigilia. Repugnante sabor desleal de luto hacia sí mismo.
Deambuló por el pasaje de “los siete baretos”. Un ácido amargor le perforaba el estómago, sin duda por los vómitos y el desencadenamiento de siniestros esquemas. Necesitaba alimento, sentía debilidad y algo de apetito, mas en sus circunstancias no podía tragar nada sólido, ni siquiera se le ocurriría probarlo. El estómago y la mente estaban muy distanciados entre sí. Y todo ello, olisqueando los guisos regionales de aquellos baretos, sencillos, humildes, siempre despiertos, que empalmaban el día, minuto a minuto, turnándose para que funcionase el negocio y llegar a final de mes, libres de impuestos.

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