El anciano permanece ausente y con los ojos cerrados. Los latidos desacompasados de su corazón cansado dan la impresión de querer rendirse ante el futuro. Los distintos monitores a los que esta conectado transmiten la situación en directo: la saturación de oxígeno, presión arterial y frecuencia cardiaca, son los indicadores de su estado actual.
Ella entró en la habitación de forma sigilosa, le colocó bien la almohada y sus delicadas manos acariciaron sus cabellos. Se sentó a sus pies y recordó la primera vez que lo vio, no quería que sufriera como entonces, merecía irse en paz.
Un número tatuado en la muñeca del anciano permanece intacto en su piel a pesar de los años, es la huella indeleble del horror vivido. En aquel tiempo, el pequeño aprendió a pesar de su corta edad, que la guerra no sólo existía en el campo de batalla y que la crueldad era capaz de esperarlo en cualquier esquina, mientras la luna y el sol seguían cumpliendo sus ciclos ajenos a la locura humana.
Ella no entendía porque la humanidad tenía miedo al verla, pues era sólo una simple mensajera de otro ciclo más de la vida, injustamente obligada en multitud de ocasiones a llevarse a la gente antes de tiempo, debido a la barbarie humana. Había visto con demasiada frecuencia ese tatuaje, y hasta vislumbró en los ojos de algunos de sus portadores, alivio al encontrarse cara a cara con ella, agradecidos de que viniera por fin a por ellos.
Ahora, ya eran muy pocos los que quedaban, pero al reencontrarse con todos ellos, sentía como esos fríos números se le quedaban tatuados en el alma.