En paralelo II

ENTRENOCHES

La noche prometía grandes acontecimientos.
La música, bien alta, suena en los bares abarrotados por las personas que esperan a tener una oportunidad para hablar en los cerrados grupos y, con ánimo, crean el ambiente de ocio preferido en la ciudad.
Aquel antro bien podría haberse llamado “El Culebra” o tal vez “ Miss Tropical”.
Era el típico lugar que es difícil de encontrar, con precios asequibles a cambio de garrafón, el humo nublando las miradas de la gente y un señor de abundante barriga y pelo escaso que con una sonrisa en los labios te llena el vaso.

Era la misma ciudad que siempre, pero para Mirto acababa de abrirse al público.
Todo nuevo a punto de caramelo, empezando por el acento, las sonrisas, el metro… Aquella metrópoli se abría como una baraja, en un abanico de posibilidades ante la mirada del joven argentino. Solo debería de jugar bien las cartas que le habían tocado.
Mirto era porteño. Ya en Buenos Aires había aprendido a desconfiar lo justo de las palabras de la gente y a hablar con segundas para que la gente desconfiara lo justo de él.
Es un juego divertido el Cincuenta Cincuenta, nunca sabes que parte es la cierta, pero las maneras son encantadoras, por lo que no puedes por menos que dejarte llevar en el siseo de la intriga y seguir la partida.
Aún así, al igual que en otros lugares, hay que ser ciertamente recatado, confiar sin pasarse y mantener las distancias sin alejarte demasiado. Se prueba la empatía para conectar, se busca la confianza hablando con pies de plomo y, si todo va bien, se tira de la cuerda lo justo para entrar en terreno común donde todo fluye con sensualidad y buen humor.
A veces, cuando Mirto no era un centro de atención, avanzaba un paso atrás, escondía la mirada y con cierta magia conseguía pasar desapercibido, también lo justo, para que no se olvidaran de él. Eso permitía que los demás se desinhibieran mientras eran fríamente analizados para, más tarde, ser abordados con elegancia por el joven.
Su especialidad eran los grupos reducidos, no más de cuatro o cinco personas. Así podía tejer la red en la que poco a poco irían cayendo las compañías.
Si el grupo era abundante en carácter y con personalidades fuertes, era algo más complicado. Sabía que no podía romper las dinámicas de esos grupos, al menos en ese momento, pero si modelarlas con tacto en las noches de borrachera.

Aquella chica era ciertamente encantadora, con la inocencia de los ideales y el candor de la rabia contenida había interesado a Mirto desde la primera vez que la vio, en una charla sobre los movimientos sociales de Latino-América. Habló poco con ella, lo justo para que se supiera que algo sabía, el joven, sobre los piquetes y la crisis económica. Con alguna mirada se insinuó que existía una confianza diferente, especial.
Un chico, Jorge, se encargó de hacer de celestino. Interesándose por la situación de Argentina había propuesto ir a tomar unas cervezas al término de la asamblea sobre las Jornadas, a lo que Ceci se apunto entusiasta y Mirto secundó con gran ánimo, entonces en grupo de a tres fueron dando un paseo en busca de un bar abierto.
Durante el camino que les separaba de las cervezas, charlaron distendidamente fijando desde un principio el código de conducta acordado.
Un letrero de neón llamó su atención, tres o cuatro personas hablaban en la calle con un mini de kalimotxo en la mano y el rock se dejaba escuchar a través de la puerta del bar.
La poca luz de aquel bar fue suficiente para que se decidieran a entrar.
Hablaron sobre la música que escuchaban, sobre drogas, sobre la dictadura, dejando que el volumen de las conversaciones ajenas y el sonido de Extremoduro entrecortara lo que hablaban lo justo para que les pareciese interesante. Mientras, las miradas se sucedían atravesando la densa cortina de humo que se formaba al salir de las bocas de las decenas de tertulianos que allí se encontraban.
Una voz cortó la disertación de Jorge para pedir fuego, inmediatamente éste sacó el mechero y se lo ofreció al tipo, que con expresión de buena gente aguardaba de pie junto a la barra. El personaje que se encendía el cigarro era de esas personas que parecen más viejas de lo que son, en las que se adivina una vida repleta de excesos y pocos méritos vitales.
El grupo ya había retomado la conversación cuando, al devolver el mechero, aquel tipo comenzó a hablar aludiendo a la conversación, que por casualidad había estado escuchando. Peguntó si eran estudiantes. A la respuesta de Jorge, que estudiaba periodismo, el tipo cogió confianza y continuó su explicación, mientras el grupo permanecía casi en silencio.
A Mirto esta situación le parecía cómica, en silencio observaba a Ceci, pensando en el motivo de su interés por la conversación del tipo. Con una señal casi inexistente le indicó a jorge que fueran a otra parte del bar, donde esperarían la reacción de la joven para proseguir con la charla aplazada. Hablaron obviamente sobre Ceci, pues a Mirto le interesaba saber más cosas sobre ella y la mejor manera de obtener información sobre alguien es preguntándolas a otra persona, pues si se pregunta directamente es muy probable que no se sepa lo que se quiere saber.
Cuando se volvieron a reunir en grupo de a tres comentaron, ya en la calle, lo simpático de la situación y leyeron un folio que le había entregado el tipo, Nuez se llamaba, a la chica, donde se leía un título al menos interesante, “La Magia de la Realidad”. El contenido de aquel folio era bastante bucólico aunque disparatado, con alguna falta de ortografía y un tono algo infantil por lo ingenuo.
A Mirto le pareció curioso el escrito y preguntó a Ceci si se lo regalaba, sería un recuerdo de aquella noche. Comento, con seguridad, que al despertar ese tipo ya no se acordaría de nada o, entre la resaca, pensaría si la conversación habría sido un éxito o no, pues aquel tío era uno de esos inseguros borrachos que se preguntaba cada día si lo que recordaba había sucedido en realidad.
Propuso a Ceci volver otro día para proseguir, ya en pareja, la conversación y se guardó el botín en la mochila.

La noche continuó tranquila. Ya en otro bar encontraron a la manada de jóvenes que hablaban, reían y bebían con efusividad.
Mirto ya estaba integrado. Hablando sobre drogas, música y dictaduras pasaron las horas.
Estaban preparando Las Jornadas, matizando responsabilidades, estrechando lazos y confianzas, dando besos a diestro y siniestro, pero sobre todo, pasándoselo bien, comentando toda la mierda que había en la sociedad, las guerras, las cárceles, los racismos, y olvidando por un momento, entre esos mismos comentarios, de que estaban hablando. Cumpliendo con el código de conducta que estaba tan claro.

La pareja tuvo tiempo para hablar tranquilamente e intimar con decisión, creando la confianza suficiente para actuar con la mayor naturalidad posible.
Con el cierre de los garitos y las calorías del alcohol ingerido se dejaron llevar hasta la casa del joven argentino para continuar, en la mañana, la noche que tan bien les había hecho sentir.

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