Una nube de helechos tapaba la entrada. La simetría bilateral de la mujer y el hombre se transparentaba detrás de la cortina dispuesta en forma de ingeniosa memoria. Dos velas grandes, en la mesa, hacían su reverencia formal en el descenso de la genuflexión de una mariposa de acero. Se hipnotizaban las miradas de la mujer mientras sentía en sus senos el palpitar de un dragón tragándose al instinto intuitivo. Él tenía sus dedos como dagas que esperan pacientes el incendio de los temblores de ella. Fluía el himno semental de las palabras ducles. Fuera de ellos lo único que importaba era lo invencible de sus ojos leyendo la geografía corporal que se despojaba hueso por hueso. El pez verde alargaba su alma de silencio en el centro de la noche y había, en el campo, una batalla entablada entre las azaleas y las estrellas.