Acababa de morir Mamá Milagros y allí estaba, triste huérfana y abandonada, su hijita Soledad. Lloraba desconsoladamente Soledad porque ahora ¿quién la iba a seguir llenando de ilusiones su pequeña aventura diaria de soñar con soles en días llenos de luz y de color y con lunas en noches llenas de encanto y de poesía?. Pasó entonces, por el sendero, la tía Esperanza y recogiendo a Soledad la arrulló entre sus brazos y la consoló haciéndole saber que la amaba y que jamás quedaría abandonada, que limpiara sus ojos de llanto para contemplarla a ella, a la Esperanza, que venía a llenarla de nuevas ilusiones. Y así Soledad olvidó el llanto y supo que Esperanza era el milagro diario que seguiría originando dentro de su alma millones de sueños bajo el sol y la luna.