Al fin lo he encontrado. No creo equivocarme si digo que, después de años de investigación en Internet (no exhaustiva, claro, pero sí frecuente a rachas) he dado con el personaje al que perteneció un antiguo diccionario (Webster) que tengo desde mi adolescencia, edición de 1941, que yo obtuve casi veinte años después. Fue el primer diccionario serio que adquirí, aunque lógicamente no lo pagué yo, en una librería de viejo. Me llamaba mucho la atención, desde siempre, ver que aparece en las tres primeras páginas, a modo de ex libris, el nombre del primitivo propietario, con letra bastante historiada y a tampón. Incluso dos de las páginas tienen una dedicatoria a una señora que por el nombre me parece de algún país nórdico.

Pues bien, hoy he debido estar muy inspirada porque, después de haberme leído desde hace siglos páginas de Internet que nada debían de tener que ver con el personaje en cuestión, eliminando aquellos que por los años no se correspondían, finalmente he dado con un escritor (ya me recelaba yo que tenía que serlo) y editor estadounidense que tuvo que ver con los tiempos del cuplé de los radioaficionados. Afición que “casualmente” he compartido en su momento durante los ocios veraniegos.

¿Por qué extraños caminos habrá llegado este diccionario a mis manos, qué trayectos habrá realizado, qué habrá “vivido”, en suma? Como homenaje a su primer poseedor, he impreso un texto escrito por él, que tiene su copyright y todo, y lo he introducido en mi viejo diccionario. Ahora lo siento completo y satisfecho, como yo misma.

Quería decíroslo, amigos de Vorem, para que compartáis mi satisfacción. Creo que hubiera debido dedicarme a detective privado. Me dais una pista, algo de tiempo, una conexión a Internet, y ¡zás! lo consigo.

Ejem, esto me recuerda que debo ser cuidadosa con la autocomplacencia. La última vez que caí en ella, me dieron un aviso que me llegó… ya lo creo que me llegó. Hubiera podido matarme en el baño de mi casa. ¿Casualidad? No creo en ella.