La discoteca estaba abarrotada de juventud. El mesero, con la bandeja repleta de botellas y vasos, vasos y botellas, sorteaba y sorteaba -!uno-dos!… ¡uno-dos!… parejas y grupos, grupos y parejas. Los pequeños reflectores que colgaban del techo, repartían sus luces por aquí y por allá: luces anaranjadas, verdecidas, azuladas, enrojecidas… y la música trepidante de los discos sonaba desde el centro de la pista hacia los rincones y desde los rincones hacia el centro de la pista.
Emilio tomó de la mano a su pareja, bebió el penúltimo trago de su decepción convertida en “cubalibre” (de mucha ginebra y poca cola) y, despidiéndose de los demás amigos de la coyuntura innatural, se encaminó hacia la salida; la mano bien sujeta a la cadera de Marisol.
Caminaban por la oscura noche (juntos como autómatas de latón); por calles que conocían de sobra porque eran los mismos caminos de la desorientación de todos los días. Caminos silenciosos para no hablar de las innecesarias cosas…
Al llegar al portal de la casa donde vivía la multimillonaria, Emilio le dio un beso postrero de despedida; tan nocturnamente gélido como las manos y palabras de ambos “enamorados”.
No se pudo discernir bien si aquel penúltimo beso se perdió o no se perdió en la cortina invisible de todo aquello que debería haber sido inseparable…
Pero Emilio caminó (las manos en los bolsillos del blue-jean) por las calles cercanas. Por allí donde, cuatro “cuadras” más allá, estaba Anabel esperándole (impaciente y nerviosa) con otros amigos tan distintos a los anteriores y, sin embargo, tan iguales a los otros que lo recibieron de la misma manera y con las mismas palabras…
Ávidas sonrisas de Anabel. Cansadas sonrisas de Emilio. Y cuando acabò todo (siendo las tres de la madrugada), él se encontró, de nuevo, en la calle y con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón.
El viento azotaba la curtida piel de la cara de Emilio. Era un viento frío y potente(de noche invernal) que traía a su mente una larga serie de ideas sin sentido, de imágenes sin carisma, de recuerdos sin pasión… Todo mezclado en un caótico concierto de grillos y ladridos de canes.
Emilio dio un paso adelante, y otro, y otro más y… ¡ya está!… un nuevo personaje de la noche sin candil se había perdido en los confines de la gran ciudad. Intentó volver de nuevo, dar vuelta sobre sus zapatos para encontrar, nuevamente, el camino exacto… pero las luces de neón habían desaparecido de su campo visual y algo muy dentro de él, muy dentro de su sensación de “handsome man” (hermoso hombre), le golpeaba furiosamente en las sienes. Y corrió. Asustado. Desesperadamente. Buscando su propia búsqueda. Hasta quedar totalmente agotado. Ni tan siquiera sabía el porqué de aquella enloquecida manera de correr.
Al final de la galopada casi no había ya ciudad. Solamente allá, a lo lejos, unas pocas luces de la nocturnidad denotaban que existía “the town of the herd” (la ciudad de la manada). La ciudad de la manada o la ciudad de su errática elienación impersonal.
Pero en la calle donde ahora se encontraba no había ninguna barriada por él conocida. Era extraño. Muy extraño. Emilio conocía todas las calles y todos los barrios de la amplia ciudad, mas aquellas afueras no era ninguna conocida por él. Y quedó absolutamente desconcertado.
Guiado por un extraño instinto de supervivencia elemental cerró los ojos e imaginó que sí, que aquella era la calle de la discoteca de Marisol o la calle de la discoteca de Anabel… Que estaba llena de altos edificios con todos los reflejos del neón alambiqueados en su propio rostro. Que de las entrañas de los suntuosos locales de la diversióni salían miles de rostros conocidos por él. Pero no. Abrió los ojos y se vio caminando por un extraño barrio de calles lúgubres y estrechas sin ningún habitante carnal.
Y de nuevo corrió. Corrió. Corrió. Corrió.
Emilio corría esta vez hacia atrás. Desesperadamente ligero pero hacia atrás. Corrió hasta que los sudores le empaparon la garganta y su cuerpo flotó sobre los asfaltos.
Cuando terminó por perder todas las vistas de aquellas lúgubres calles (e incluso las lejanas luces de la cosmopolita ciudad)… cuando ya no existía el viento azotando su inseguridad porque no existía viento alguno… paró en seco y se volvió lenta, lentamente, como buscando algo que él situaba a sus espaldas.
Y se encontró ante una vieja amiga conocida por él: La Calle. No era igual a ninguna otra. Era larga, muy larga, enormemente larga. Y era estrecha, muy estrecha, angustiosamente estrecha. Y estaba inundada por una intensa luz, hirientemente blanca, que no salía de ningún lugar reconocible pero que parecía salir de todos los lugares…
Además, una espesa niebla salía desde arriba y llegaba hasta el suelo, haciendo confusa la visión de las viviendas, como algo difuso que se difuminaba entre las espesas nubes de la niebla sin final…
Entonces Emilio se atrevió. Dio un paso hacia adelante y, de repente, surgió ante él la estampa de un enorme enano que apareció bajo un halo luminoso completamente limpio y de intensa nitidez.
Aquel enano era pequeño, muy pequeño… pero parecía enorme. Parecía tan enorme como la más grande torre de su ciudad. Sin embargo, era diminutamente pequeño.
– ¡Buenas noches! -inquirió el extraño enano.
– ¿Quién eres tú? -contestó valientemente Emilio.
– No sé cómo me llamo. Quizás como tú o quizás como muchos otros, pero… ¿qué importa?… ¿Y tú hacia dónde vas?.
– Quisiera poder caminar por esa Calle.
– ¿No tienes miedo de entrar ahí?.
– Estoy un poco extrañado mas no tengo miedo alguno… ¿por qué estás tú parado en la entrada y no pasas hacia el interior?.
– Porque soy tu miedo y el miedo de muchos como tú.
– ¿Cómo has dicho?.
– Que tu miedo soy yo… tan pequeño pero enorme a un mismo tiempo. Soy enorme porque soy el miedo de millones y millones de personas como tú. Por ti soy pequeño, pero todos juntos me hacéis enorme.
– ¿Y nunca has entrado haica el interior de la Calle?.
– No me hace falta. Lo veo todo desde aquí. Mis ojos son los ojos que muchos no empleáis. Por eso veo tanto y hasta tan lejos.
– ¿Qué hay ahí dentro?. ¿Puedo pasar?. Si cuesta algún dinero yo te puedo pagar lo que quieras.
– Me gustaría que me dieses una cosa. Tu comprensión. Pero ya veo que no es así. No ha habido jamás ni una sola persona que haya hablado conmigo y me pudiera entender. Todos los que son como tú ocultáis vuestros miedos.
– No entiendo nada…
– ¡Pasa!. ¡Pasa!. Sólo me conformo con que al querer salir de la Calle lo hagas por el mismo extremo por el que entras y que no te acuerdes, para nada, de ti… sino simplemente de mí…
Emilio dio un paso hacia adelante y, de repente, se encontró en el centro exacto de la larguísima Calle. Desde allí no se veía ni la entrada ni la salida. Con un solo paso había andado una enormidad de metros. Fue el paso más largo jamás dado por un humano. Más largo que todos los demás que él dio en sus andares diarios.
La niebla era muy espesa y apretaba, en las sienes, los siete “puñales” del Apocalipsis personal. De las viviendas sólo se entreveían sus borrosas siluetas. Sin luz ni tinieblas. La Calle no parecía terrenal. Todo aquello era distinto a lo habitual. Una ligera y fina lluvia caía en esos momentos desde arriba; pero hacia arriba tampoco se distinguìa nada como para poderlo afirmar. Sólo era palpable que caía una ligera y fina lluvia y que el ambiente se cuajaba de humedad.
Y en esos momentos, como surgida por el impulso de un mágico resorte, apareció una figura humana de tamaño normal. Una figura borrosa, confusa, que hacía acto de presencia sin que apenas se notase (perfil de nebulosa personalidad) sus miembros y su rostro. Casi había que adivinar que allí hubiese una persona ante él. Pero estaba allí, frente a Emilio…
– ¿Quién eres? -preguntó la extraña figura.
– Me llamo Emilio y estoy paseando.
– Veo que eres valiente. ¿Dejaste el miedo al entrar en La Calle?.
– En casa. Siempre que salgo me dejo el miedo en casa.
– Haces bien. Para hablar conmigo no debes de sentir miedo. Es la única forma de verme.
– Pero yo no te estoy viendo; apenas distingo un bulto que creo que eres tú.
– No me ves porque no has abierto, todavía, los ojos de tu conciencia. Mas yo sí te veo a ti. Estoy en el interior de La Calle que es lo mismo que estar en tu interior.
– ¿Cómo te llamas, extraño loco de las filosofías existenciales?.
– Yo me llamo como tú y como muchos más. Al igual que el enano que encontraste en la entrada de La Calle. Pero él no lo sabe a ciencia cierta porque está fuera de aquí; fuera de esta tiniebla. Él sólo mira desde afuera porque es El Miedo. Yo veo desde adentro y por eso estoy seguro de mi verdadero nombre.
– Pero, ¿quién eres en realidad?.
– ¿A qué llamas realidad?.
– No sé. A lo concreto. A lo que se puede ver y palpar. A lo que no tiene equívocos.
– Entonces yo soy realidad.
– Por favor, dejémonos de jueguecitos. ¿Quién eres?.
– Soy ese que todos buscan pero muy pocos consiguen encontrar.
– ¿Qué haces aquí dentro, disparatado dios de la locura?.
– Esperar.
– ¿No te aburres?.
– No. Porque mi espera no tiene tiempo ni tiene espacio.
– Si vives sólo como pareces dar a entender… ¡no debes saber nada de lo que ocurre en el mundo exterior a La Calle!.
– Sé lo que muchos no supieron jamás…
– ¿Por qué lo dices de esa manera tan triste?.
– Pocos son los que llegan hasta aquí… y poquísimos los que saben salir por el lado correcto…
– ¿Estás cansado?.
– Muchos sois los que queréis saber buscar. Queréis conocer aquello que no entendéis; mas buscáis mal.
– ¿Qué eso de que buscamos mal?. ¿Acaso eres tú superior a nosotros?.
– Tú lo has dicho…
– No entiendo nada de nada. ¿Se puede saber qué es eso que estamos buscando mal?.
– Cuando viniste a La Calle lo hiciste, como todos los demás, con los ojos cerrados por las falsas glorias. Y viniste corriendo hacia atrás para no tener que dar la espalda a tu vanidad. Sois tan vanidosos que siempre tenéis que estar delante de vosotros mismos; contemplando vuestra soberbia porque esa es la única dimensión que conocéis de vuestra personalidad.
– Pero…
– Espera. Corréis hacia atrás y con los ojos cerrados para no autoevaluar vuestros errores. Es vuestro Miedo. Es ese enano que encontraste en la entrada de La Calle. Es El Miedo y no deberíais volver atrás para recogerlo si es que deseáis ver quien soy yo.
– ¿Tan importante crees que eres?.
– No vuelvas hacia atrás como hace la inmensa mayoría de los que llegan hasta aquí.
– ¡Sigues sin decir quién eres!.
– Si regresas hacia atrás el enano se apoderará, para siempre, de ti. ¡Da otro paso hacia adelante y podrás ver algo que nunca fuiste capaz de reconocer!.
Emilio no preguntó nada más. Dio un paso hacia adelante, hacia donde se hallaba aquella extraña figura ensombrecida… y se vio corriendo a una increíble velocidad; mientras La Calle se iba llenando, más y más, de luces solares que iban dansdo una claridad cada vez más fulgurante en medio de aquella noche de la que habían huído las estrellas.
La niebla desaparecía con gran rapidez. Emilio corría a una tan explosiva rapidez que hasta él mismo se asustaba de aquella vertiginosa velocidad. Veía cada vez con más claridad. Con los ojos cerrados veía mejor que nunca… y lo más grandioso es que no sólo veía como jamás habia visto antes sino que, además, comprendía. ¡Se estaba comprendiendo a sí mismo!.
Se iban distinguiendo los rasgos físicos de aquella fantasmal figura que seguía estando frente a él. Abrió Emilio los ojos…
Su misma estatura; su mismo peso; su mismo color de piel; su mismo color de ojos… Su misma frente, su misma boca; su misma nariz; sus mismas orejas… ¡Su mismo rostro!. ¡¡Era él mismo!!. ¡¡Emilio Félix García Valiente frente a Emilio Félix García Valiente!!.
Él mismo dio la vuelta y corrió endiabladamente hacia la salida de La Calle.
– ¡No corras!. ¡No corras!. ¡¡Deseo alcanzarte para poder hablar contigo!!.
– ¡¡Sígueme!!. ¡¡No te proecupes por mi velocidad!!. ¡¡Sígueme hacia la verdadera salida de La Calle. No vuelvas para atrás. No te canses de perseguirme. No te rindas. No regreses para ser, de nuevo, presa del repugnante Miedo!!.
Emilio dio otro paso hacia adelante (era ya el tercero que daba aquella noche). Todo había desparecido. Sólo quedaba un infinito espacio, profundamente níveo, que instaba a tomar el “spray” y escribir, en él, todos los verbos aprendidos…
Emilio abrió los ojos (¿En verdad los tuvo siempre cerrados…?).
La discoteca estaba abarrotada de juventud. Un nuevo conjunto rockero, aupado aquel mes al “nomber one” (número uno) de las ventas comerciales, desgarraba su canción…
– Exite La Calle…
Es tan larga que parece que jamás va a terminar.
Solitaria. Nunca hay nadie.
Esa Calle silenciosa siempre está.
Solamente una figura, por las noches,
allí llega a pasear…
y hay quien dice que aparece con la lluvia,
que cansada y triste va…
Hoy yo he visto esa figura.
Juraría que la he oído reclamar.
La he seguido entre las brumas.
La figura en las nubes se ocultó.
Miro al cielo. Ya no llueve.
Suavemente doy la vuelta
y… lentamente…
me dirijo a La Ciudad.
Tomó la mano de Anabel. Olvidó los millones de Marisol. Abrazó el cuerpo de Anabel. Olvidó los besos de Marisol. Y quedo enormemente intrigado cuando, al mirar hacia el escenario, observó que el “batería” de aquellos jóvenes rockeros tenía la misma altura, el mismo peso, el mismo color de piel, el mismo color de ojos… porque era ¡¡el mismo Emilio Félix García Valiente guiñando un ojo a Emilio Félix García Valiente!!.
Entonces supo que dentro de él residían todas sus respuestas…
Con cuanto te alcanzo para el relato, ¿Un Porro fue suficiente?
Perdona, cuando termine de dilucidarlo te hago un comentario más constructivo.