GABOR

Juan de Dios López llegó al pueblito en mitad de un Enero inusualmente frío. No era normal que en pleno verano estuvieran disfrutando de unas temperaturas tan bajas.Tanto, que más de uno tuvo que echar mano de rebecas, frazadas y mantas desempolvadas para mejor pasar el rigor de las noches. Tiempo después, muchos achacaron aquella extravagancia climatológica, a la inesperada aparición de Juan de Dios.

Las gentes que estaban sentadas en los bancos de la plaza, vieron a Juan de Dios arrastrando un carro en el que llevaba un par de maletas y algunos enseres, pocos, como todo equipaje. Saludó sacándose el sombrero y nadie le respondió, desacostumbrados como estaban a la presencia de forasteros.

Varios pares de ojos le siguieron hasta el final de la calle, la que desembocaba en la vieja tienda de alimentación que permanecía abandonada desde que Melquiades, su inquilino durante tantos años, marchó el verano del Año de la Revolución a conocer el mar, y nunca más volvió. Esos pares de ojos y algunos más, alertados por el silencio que se hizo en la calle, vieron como Juan de Dios desclavaba de la puerta el letrero de Se Vende y de un puntapié hacía gemir los goznes acalambrados del portón.

Se instaló de un modo natural, como llegan las desgracias, como el río anegaba año tras año los campos de labor del pueblo, callada e inexorablemente, la vista en el cielo y las rodillas en el empedrado.Juan de Dios vivía en la parte trasera de la tienda, apenas salía del local, acaso para ir a comprar unos pocos productos de limpieza, para pasear a la caída de la tarde por las cercanas afueras del pueblo. Le aceptaron a la espera de ver qué es lo que andaba tramando, tranquilizados por su porte elegante y la buena educación que demostraba, y ya correspondían, cuando por algún motivo se cruzaban en su camino.

Pintó la fachada de verde, de un verde inclasificable en la escala cromática, que olía a albahaca y musgo, que parecía brillar y palidecer a la vez. Restañó los huecos de la mampostería y retejó la zona echada a perder por el pedrisco de pasados Julios. El día que cogió una escalera y pidió ayuda para colocar el letrero encima del dintel, le sobraron brazos para realizar la tarea. Había ganado la primera batalla con su discrección y ya podía decirse que era uno más entre los lugareños.

BOQUETERIA es lo que pudieron leer los que contemplaban la escena. Se miraron unos a otros y antes de que pudieran articular palabra, Juan de Dios se secó el sudor con la manga de la camisa y con una limpia y satisfecha sonrisa, cerró la puerta de su local tras de sí. Al otro lado se quedaron perplejos y confundidos, interrogaciones en la pupilas y las preguntas colgadas del aire. Mira que ir a poner un negocio de bocadillos en aquel lugar perdido. Se les antojaba una idea descabellada y más aún, se les hacía incomprensible que aquel tipo tan pulcro y sin duda con estudios, hubiera escrito mal el título de su negocio. Bocatería. Eso era lo que debía haber querido poner en las restallantes letras rojas del letrero. No se atrevieron a llamar a la puerta, ya habría tiempo de hacer caer en la cuenta de su error, al pobre Juan de Dios.

A la mañana siguente, mucho antes de que el invisible árbitro del encuentro diera el pitido inicial, Juan de Dios ya había abierto las puertas de su establecimiento y esperaba detrás de su escueto mostrador al primer cliente. Serafín Hormaechea, hijo de vascos, nieto de vascos y todas las ramas generacionales que pudieras decir de vascos, llegados años atrás en una de las cada vez más infrecuentes oleadas de inmigrantes, fue el primero en asomar su cabeza por el negocio. Dio los buenos días, arrugó la boina entre sus manazas y absolutamente confundido se plantó delante de Juan de Dios. Por más que miraba, no veía por allí ninguno de los muebles y utensilios que se supone deben servir para poner en marcha un negocio de bocadillos. Pese a todo, achacando le desorietación de su cerebro a sus escasas luces y al poco mundo que conocía, decidido a gastarse unas monedas siendo el primero en degustar la mercancía, pidió tímidamente uno de anchoas, alegando que iba a hacer corto con lo que su mujer le había colocado en el zurrón. Juan de Dios le dijo que no tenía. Y con sus asombrados enormes ojos grises invitó a Serafín a abandonar el comercio. Este, profundamente avergonzado, le deseó un buen día y cabizbajo abandonó el lugar. No sería el último, ni mucho menos.

A medida que pasaban las horas, más y más vecinos del pueblo fueron acercándose a la bocatería, unos a probar qué cosas hacía el recién llegado, otros a advertir de su error al dueño. Uno detrás de otro fueron saliendo de allí, las manos en los bolsillos y la sensación de que algo no andaba bien. Amablemente, Juan de Dios fue denegando las peticiones de toda su clientela, con sus escasas palabras y su acento inclasificable por más que algunos dijeran que parecía de los Urales y otros que del interior de la región o de la colonia alemana instalada alrededor del lago. Los ojos de Juan de Dios se iban apagando al mismo tiempo que respondía que no. De gris a marrón y de marrón a negro. Una nube se instaló encima del pueblo y un aire extraño amenzaba con levantar las faldas de las mujeres. Hasta que llegó Mariela.

La niña Mariela entró en la tienda, miró hacia arriba desde su escasa estatura y clavando azul en negro, le dijo a Juan de Dios: Quiero un boquete. Y cómo lo quieres, respondió éste. Uno por el que se pueda ver el mar. Dicho y hecho. Juan de Dios se acercó a la parte de atrás y en un momento regresó con un pequeño boquete que dejó dulcemente en la manitas de Mariela. Ahí lo tienes,bonita. Que lo disfrutes. La niña le pagó con una gran sonrisa y dando saltos salió a la abarrotada calle, gritando:¡Se ve el mar, se ve el mar!. Su madre quiso acabar con aquel disparate pero al acercarse a su hija, una espuma salada le salpicó en los ojos. El tiempo se paró por un instante y pareció que el cielo se abría cuando todos comprendieron por fin. Los más rápidos ya corrían hacia el interior.

Juan de Dios no tenía manos para todos. Multiplicó los viajes a la trastienda, volviendo con los boquetes más insospechados: Grandes, pequeños, regulares, apaisados, dulces o salados, de color o en blanco y negro, suaves o peludos, nativos, ausentes y pasados. Boquetes hinchados o desinflados. De verdad y de mentira, sus ojos cada vez más grises, las miradas incrédulas a su alrededor. Resbaladizos, peligrosos o caseros. Para la mujer y para los no nacidos. Boquetes para llorar, para esconderse o para saborear en las habitaciones oscuras. Boquetes en Navidad o en la Francia aguillotinada. Musicados y esparcidos, múltiples o sencillos, encadenados como el amor de un adolescente o boquetes definitivos donde pasar el resto de una vida. Públicos, privados, revolucionarios o consentidos. Amalgamas de boquetes de sabores en los que poder ver la cara de la madre muerta. Una mariposa en un boquete, prestidigitadores entre bambalinas, vaporosos y sudados, boquetes con olor o anestesiados. Un boquete para hoy. Un boquete para siempre que se pudiera llevar encima, guardarlo en el bolsillo o clavarlo en una fotografía desteñida. Boquetes para coleccionistas o depravados. El ojo de Dios y la baba del diablo.

Pronto la noticia corrió por toda la región. Los boqueteados se contaban por cientos, por miles, y era tal su felicidad que todos querían uno. Llegaron de incontables sitios, en caballos o en autos, a pie o en ferrocarril, como si de una peregrinación se tratara, invocando que aquel milagro no se terminara. Juan de Dios no desfallecía y para todos tenía el boquete deseado. Las mujeres comenzaban a mirarle de otro modo, preguntándose cómo no se había casado. Las más osadas le decían frases acaloradas al oído, le prometían noches de placer a cambio de un boquete eterno y compartido, del secreto de aquel prodigio. Juan de Dios fue probando, conociendo hembras del más diverso pelaje, que se le entregaban en secreto o con estrépito aullado en noches interminables. Nunca nadie las había tratado así. Contaban que las remontaba hasta el techo y que ellas se veían entre las sábanas, desde afuera, desde otro lugar, con envidia del gozo que notaban allá abajo. Ninguna consiguió pasar dos noches seguidas con él y nadie supo jamás de su misterio.

Dicen que le vieron hacer un boquete con sus manos, la mentirosa luna menguante presenciando la escena, y que se metió dentro de la boquetería dejando en la noche un hiriente olor a melocotón. Fue la última vez que lo vieron. Al día siguiente nadie abrió la puerta de buena mañana y nadie respondió a los insistente golpes en la madera ni mucho menos se encaró con los que derribaron a empujones lo que había debajo del letrero desaparecido en el viejo almacén de un verde lloroso. Nadie dijo nada, no sabiendo qué decir, hasta que la niña Mariela, con un acento extraño que bien pudiera ser de los Urales o de los lagos del interior, murmuró en voz baja: Habrá que hacer una iglesia.

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