HISTORIA DE “THALER” (Novela) – Capítulo 2.
17 de abril de 1908. Restaurante “The Corner of Boxing” de Los Ángeles de California, Estados Unidos.
– ¡Buenos días, Kasper Todd! ¡Sírveme de inmediaro dos huevos fritos!
Kasper Todd tendió la mano al recién llegado y este se la estrechó en señal de buena amistad.
– ¡Hola, Peter Duncan! ¿Desde cuando desayunas tú solamente un par de huevos?
– ¡Sólo quiero un par de huevos nada más, Kasper! ¡Pero que estén brien fritos!
– Y el resto del desayuno…
– Hoy sólo quiero un par de huevos nada más.
– Está bien. Si tú lo dices. Pero te advierto que a estas horas ya nadie desayuna en Los Ángeles.
– La hora es lo de menos. Lo más importante no es pasar una hora entera comiendo. Como ya está cerca el almuerzo prefiero desayunarme sólo dos huevos.
En esos momentos comenzó la bronca…
– ¡Eres un mamarracho, Cassius!
– ¡Y tú un perro sarnoso, Floyd!
– Ya empiezan como siempre, Peter.
– Ya lo veo. Ya están otra vez esos dos viejos ex boxeadores Floyd Pattison y Cassius Clayton con su eterna manía de pelearse en público. ¿Ahora por qué discuten?
– Por lo de siempre. Como ya no tienen que ganarse la vida boxeando ahora se dedican a pelearse por culpa los políticos.
– ¡Te repito una y mil veces, Floyd, que Theodore Roosevelt nos va a llevar a la ruina a todos! ¡No tiene ni idea de lo que es gobernar un país como el nuestro! ¡Vosotros los republicanos siempre sois un desastre!
– ¡Qué sabe un negro conservador como tú, Cassius, de lo que es gobernar a los Estados Unidos! ¡Theodore Roosevelt nos lleva al progresismo con su “Square Deal”!
– Ja, ja y ja…. ¡mira como me entra la risa cuando oigo todo eso del Trato Equitativo! ¿Cómo nos encontramos todavía los negros? ¡Parece mentira que tú seas un perro sarnoso, más negro que el café que te tomas todos los días!
– ¡¡Estoy harto de que me llames perro sarnoso, mamarracho conservador!!
Ambos ex boxeadores se levantaron de sus silla y Floyd Pattison lanzó un crochet al mentón de Cassius Clayton que cayó al suelo pero, poniéndose en pie rápidamente, conectó un jab en el hígado que dejó doblado a Floyd. Cassius aprovechó para darle un rodillazo en la cabeza y Floyd cayó de espaldas al suelo pero cuando Cassius se lanzó con intención de agarrarle de cuello para asfixiarle, Floyd giró su cuerpo y hundió su puño izquierdo en las costillas derechas de Cassius que rugió como un león herido.
– ¿Es que nadie va a separarlos, Kasper?
– Nadie está tan loco como para intentarlo. Si son capaces de matarse el uno al otro… ¡imagínate lo que harían con alguien que se les cruzase en medio de la pelea!
Otra vez los dos ex boxeadroes de piel negra se miraron fijamente a los ojos con el odio reconcentrado en sus pupilas.
– ¡Eres solamente un ignorante, Cassius, y no me extraña nada que hayas nacido en una pocilga!
La respuesta de Cassius Clayton fue agarrar una silla de madera con sus dos férreas manos e intentar aplastar la cabeza de Floyd Pattison con ella; pero éste, ágil de reflejos a pesar de su ya gran avanzada edad, puso su brazo derecho en la trayectoria para cubrirse la cabeza y la silla voló por los aires partida en dos trozos.
– ¡Ya empezamos otra vez! ¡No gano lo suficiente para que el negocio sea rentable por culpa de toda esta gentuza que viene a parar aquí y me rompen todo lo que encuentran a su paso, Peter!
– ¡De verdad que más que personas parecen dos burros atizándose coces de lo brutos que son!
– Baja la voz, Peter, que no te oigan llamarles lo que de verdad son o eres hombre muerto y sales de aquí arrastrado por los de la ambulancia del Socorro Humanitario pero con los pies por delante.
Los dos ex boxeadores de avanzada edad siguieron con su pelea sin importarle la presencia de los demás, incluidas las señoras, señoritas y seres infantiles que, en aquellas horas, ya estaban tomando sus vermuts como aperitivos para almorzar tempranamente.
– ¡Parece mentira, cerdo criado en alguna piara de Mississipi, que hayas sido boxeador y no hayas votado a favor de Roosevelt!
– ¡Ese tal Roosevelt era un boxeador de pacotilla, perro sarnoso! ¡No me extrañaría nada que hubiéseis sido los propios republicanos quienes asesináseis al pobre William!
– ¡A Mac Kinley lo asesinásteis vosotros los conservadores!
– ¡A mí no me llamas asesino, gandul!
Cassius acompañó a sus palabras con un derechazo que hizo sangrar la nariz de Floyd. Éste se tocó la herida y, viendo la sangre en el dorso de su mano derecha, arremetió con la cabeza contra el estómago de su eterno y viejo rival. Ambos cayeron rodando por el suelo y derribando todas las sillas y mesas que habían abandonado los asustados comensales. El ruido de los platos de porcelana y los vasos de vidrio, al romperse, le puso la tez pálida a Kasper Todd mientas comenzaron a correr las apuestas.
– ¡Diez dólares a favor de Floyd Pattison, Mathias!
– ¡Diez dólares a favor de Cassius Clayton, Charles!
– Y tú, Louis… ¿a favor de quien apuestas?
– ¡Yo no quiero líos con nadie pero apuesto cinco dólares por Floyd Pattison!
– ¡Bien hecho, Louis!
– ¡Pues yo apuesto cinco dólares por Cassius Clayton!
– ¿Tú que sabes de boxeo, Joe?
– ¡Bastante más que tú, Charles!
– ¡Peter! ¡Haz algo o esto termina en una tragedia!
– Yo sólo he venido a desayunar dos huevos fritos nada más, Kasper…
Efectivamente, el propietario del restaurante llevaba razón porque, de inmediato, mientras Floyd Pattison y Cassius Clayton seguían propinándose puñetazos y patadas desde el suelo, los cuatro apostantes comenzaron a repartirse tortazos los unos contra los otros, sin tener en cuenta a quiénes se los daban y de quiénes los recibían. Todos contra todos. El restaurante se convirtió en un campo de batalla, algo así como una leonera con seis fieros leones en época de celo y solamente una leona. El escándalo era tan monumental que numerosos curiosos y curiosas se agolpaban en la puerta del restaurante cuando, de repente, se escuchó un chirriar de ruedas de automóvil al frenar violentamente y, en cuestión de segundos, aparecieron en el local el sargento Robert Mac Kinley y su ayudante Stanley Smith.
– ¿Qué está pasando aquí, Kasper?
– ¡Lo de siempre, sargento Mac Kinley! Otra vez lo de siempre…
Todos los combatientes se quedaron en pie, como mudos, completamente magullados pero guardando respeto ante la autoridad del sargento Robert Mac Kinley.
– ¿Quién ha comenzado esta batalla?
– ¡Siempre la inician los mismos, sargento! ¡Estos dos viejos locos borrachos de Floyd Pattison y Cassius Clayton!
– ¿Otra vez vosotros dos? ¿Es que no tuvísteis lo suficiente cuando boxeábais por todo el país?
Los dos aludidos guardaron silencio con las manos cerradas y crispados sus rostros.
– ¡Stan! ¡Mete en el furgón a estos dos incorregibles fantoches y llévales a la cárcel! ¡Cuando se les pase la borrachera ya hablaré largamente con ellos! Y prometo, por la Ley que represento, que esta vez seré inflexible porque ya se ha rebosado el vaso de mi paciencia. Vais a pasar una muy larga temporada entre rejas por el bien de los ciudadanos y las ciudadanas de esta hermosa ciudad.
Stanley Smith cumplió con su misión y guió a los dos ex boxeadores hasta introducirlos en el furgón del automóvil y debidamente esposados.
– Escucha, Kasper… reconozco que tú no tienes la culpa de que todos los maleantes, forajidos y gentes de mal vivir hayan elegido tu restaurante como punto de encuentro, pero si las cosas siguen de esta manera tendré que cerrarte definitivamente el negocio.
– Le haría un gran favor, sargento Mac Kinley.
– ¡Hola, hola y hola! ¡Pero si tenemos aquí al famoso Peter Duncan! ¿Cómo van esas obras de teatro?
– Estoy escribiendo ahora mismo una de carácter infantil. Es solamente un entremés pero tengo puesto en ella toda mi alma. Se llama “La niña y el duende”.
– No dejes de avisarme cuando se estrene porque no me pierdo ninguna de tus obras, Peter. Eres el mejor escritor de toda California. Nadie consigue ni llegar a la mitad del interés que despiertas cuando escribes. No te olvides de avisarme cuando llegue el día de su estreno.
– Está bien, sargento. Usted será el primero en enterarse…
– Pues ya lo sabes, Kasper… vas a tener que acogerte a la Ley y aplicar en tu local lo de “Reservado el Derecho de Admisión”. ¡No puedes seguir admitiendo en tu restaurante a toda esta clase de gentuza! Te recomiendo que cambies el nombre de tu negocio y lo reinaugures, por ejemplo, como “Los Ángeles Galaxy”. Es una buena idea que te doy para que vengan aquí solamente personas selectas y mujeres hermosas en lugar de toda esta morralla de gentuza. Que pasen buen día los dos. Voy a darme un gran paseo a pie para calmar mis nervios y ver cómo están las cosas por las calles. Es mi obligación vigilar por la sana convivencia de todos y de todas y no rehuyo jamás mis obligaciones.
Cuando el sargento Robert Mac Kinley salió del restaurante “The Corner of the Boxing”, en 10967 Santa Monica Boulevard, de Los Ángeles de San Franciso, la calma volvió a reinar allí dentro.
– Vamos, Kasper… ¿me fríes o no me fríes los dos huevos?
– Tranquilo, Peter, tranquilo… ya estoy en ello…
Peter Duncan quedó pensando en la frase inicial de su entremés “La niña y el duende”…
– ¿Qué me traes hoy, mi verde esperanza?
Y meditando en dicha frase sacó a “Thaler” de su bolsillo y concentró toda su mente observando la mirada de Abraham Lincoln…
– ¡¡Eh, Peter!! ¡Vuelve ya de la Luna! Hace ya casi dos minutos que estoy con los huevos esperando a que me pongas atención.
– ¿Eh? ¡Ah, perdona, Kasper!
– ¿Qué es lo que te obsesiona tanto, Peter?
– Nada, Kasper, nada que tenga que ver con nosotros…
– Pues a mí me está entrando tan fuerte dolor de cabeza que no sé qué voy a hacer…
Kasper Todd dejó el plato con los dos huevos fritos sobre la mesa ante la que se encontraba sentado Peter Duncan.
– ¿Qué significa esa desmoralización de tu ánimo, Kasper?
– ¡Estoy harto de esta vida que llevo aquí metido!
– Todos estamos metidos en algún problema, Kasper. Siempre. Hasta que llega un día que lo resolvemos y decidimos ser quienes queremos ser y no quienes nos imponen ser.
– Cuando comienzas con esos trabalenguas me duele más la cabeza, Peter Duncan.
– Bueno, bueno. Calma. Ten este dólar por los dos huevos…
– Un dólar es demasiado. Cada huevo cuesta diez centavos de dólar, así que sólo te admito dos monedas de diez centavos de dólar. No tengo ningún deseo de andar ahora haciendo cambios de monedas.
– Pues tendrás que aceptar este dólar porque ya tampoco tengo más monedas que esta en mi poder. Quédatelo tú y no me devuelvas nada.
– Es un poco extraño ese dólar, Peter…
– Pero es legal a todas luces. Ahora bien, no es un dólar cualquiera. Es “Thaler”.
– ¡¡Todos los escritores estais chiflados!! ¡Trae ese tal “Thaler” que verás que pronto soluciono yo mi dolor de cabeza!
Peter Duncan entregó “Thaler” a Kasper Todd quien, inmediatamente, llamó al mozo mesero Brian Lancaster.
– ¡¡Brian!! ¡Toma este dólar y ve rápidamente a la farmacia de en frente! ¡Cómprame una aspirira para el dolor de cabeza!
El mozo mesero Brian Lancaster se acercó, agarrá a “Thaler” y salió a cumplir con el recado.
– Peter… noté algo raro cuando tuve en mis manos a ese dólar.
– Está bien que te lo hayas quitado de en medio. ¡”Thaler” es muy especial!
– ¿Sabes lo que digo, Peter?… ¡que desearía que el fuego consumiese de una vez por todas este restaurante para poder descansar en paz!
– ¡Cuidado con lo que deseas, Kasper!