Al día siguiente debíamos de estar a más de doscientos cincuenta kilómetros de distancia para asistir al entierro.
Como estas cosas son así de imprevisibles, pues nos avisaron ese mismo día sobre las 5 de la tarde, unas tres horas después de que el finado dejara de respirar.
A las 10 de la noche y en pleno invierno, arrancaba mi hermana el coche con la intención de llegar sobre la 1 de la madrugada, dormir allí , y asistir al evento a las 12 del mediodía.
Las tres ibamos calladas. Era tarde, estabamos cansadas y no habíamos cenado.
Además no podíamos hablar porque mi madre tenía cara de entierro. Si a mi hermana y a mí
nos daba por hablar… y reírnos, nos la cargábamos.
Mi madre es así. No es que se sientiera abatida por que el muerto había muerto, a ella eso le daba casi igual; “es ley de vida” decía ella.
Lo que no le daba igual era la familia del interfecto, a la que ella quería demostrar que lo sentia mucho, muchísimo, vamos, que estaba rota de dolor, por el muerto y por ellos, a los que tanto apreciaba.
Durante el viaje, mi madre, ya iba metida en el papel, que no de plañidera, no… eso no, sino en el papel de protagonista absoluta. Ella, que llegaba de fuera, que había viajado hasta allí, que les apreciaba a todos de todo corazón, no iba a consentir que ningun familiar o amigo por mucho que lo sintiera y llorara eclipsara a la verdadera y única estrella del sarao.
Ni que decir tiene que nosotras, hijas suyas, sin hacer un triste comentario sabíamos de sobra
que el viaje iba a ser, como poco… delicado.
Fue ella la que nos preguntó que si teníamos hambre y que podíamos parar en el primer
meson o cafetería que encontraramos de camino. Además, dijo que estaba destemplada y necesitaba tomar un café o algo caliente.
No tardamos mucho en encontrar un mesón de carretera donde paramos. Era ya noche cerrada, pero cerrada cerrada, de niebla, de frío, de oscura, de triste…
Entramos en el local, como siempre, mi madre encabezaba la comitiva. Cuando entré tras mi hermana en el mesón… me invadió una sensación extraña; había muy pocas personas, seguramente lugareños, y conocidos entre ellos,
que frenaron en seco sus conversaciones al ver entrar a tres mujeres a desconidas y esas horas.
Recorrimos en fila india el mesón, que era un rato largo, hasta llegar al final de la barra donde nos colocamos con la intención de comer algo y tomar un café.
Si al entar en aquel rancio lugar se apoderó de mí una emoción insólita… lo que me pasó cuando se acercó el camarero, no sé cómo explicarlo sin dar la impresión de que estoy pirada.
El camarero llevaba uniforme de camisa roja y chaleco negro, su cara, … su cara era lo más estratosférico que he visto en mi vida. El caso es que no puedo decir nada especial de aquella cara, ni de él. Ni que fuese feo, ni guapo, ni raro,ni nada de nada!
Se acercó a nosotras y a la primera que se dirigió fue a mí:
La estratosférica sensación de un café dormido en la plenitud de la existencia se convierte en inexplicable sensación de que estamos viviendo un relato con final congruente con la naturaleza de nuestro ser viviente. ¿Pensamos en la Vida?. ¿Pensamos en la Muerte?. Pensamos en el silencio ante la oferta de qué queremos tomar. Mientrasw tanto, la madre sigue cumpliendo su faceta de labor cotidiana… y ellas se explican a través del porqué de sus silencios que atormentan a un mesonero aplicado a la labor de enlace generacional. Bueno, dakota, mjuy bueno. Se puede sumergir un terrón de azúcar en el café no tomado para hacerlo iceberg de lo invisible. Explicaciones: todos somos algo más que una comedia humana. Un fuerte besazo, amiga voremia.
Ya puedes escribir lo que te dijo el camareroooo. Siento de manera muy especial a mi madre al leer tus dos relatos. Cuidala mucho. Un beso muy fuerte. Alaia