La noche era oscura, sin Luna. Las nubes más negras que el cielo amenazaban lluvia, quizás tormenta. El Seminario dormía en el callado silencio. Un siniestro batir de ventanas abiertas al viento, comenzaban a azotar con fuerza invisible. Las ramas de los árboles seguían un extraño rito enfervorizado bailando enloquecidas. Miquel se sentía afectado ante tan tenebroso espectáculo bajo los designios de estampida de esta cruel Naturaleza. Buscaba a Nando, hacía muchos días que no le veía, además estando a su lado no temería el hechizado aspecto que prometía la noche, su desazón sería menor. La sola compañía de su amigo, cambiaría toda aquella visión de espanto, por un bello crepúsculo.
Se acercó hasta la esquina del patio preferido, trepó por la alambrada, saltó una tapia y escaló otra, luego descendió por la escalera de ramas del gran abeto. En “su rincón”, no encontró a Nando. Se sentó en la roca y buscó en el bolsillo del abrigo,
¡Allí estaba!, asomó entre canicas de barro, hierro y de cristal, una pequeña caja de latón. Se quitó los encartonados guantes para abrirla. El tesoro que guardaba en su interior consistía en unas cuantas hebras de tabaco y dos o tres láminas de papel de arroz. Cogió una y la dobló con los fríos dedos, aguantándola con la mano izquierda. Echó con la derecha el tabaco enrollado y comenzó a rodar con paciencia, como lo hacía l’avi Gepet. Sentado en su silla de madera de castaño.
En el verano cuando hacía buen tiempo y el Sol dejaba de abrasar arrastraba su “sosiego”-llamaba así a su silla. Decían que la había construido él mismo después de haber visto crecer el árbol, toda su vida en el huerto de la casa paterna y su mayor y última ilusión, era morir sentado en ella, y así, sentado junto al portal, pasaba las tardes con la petaca en el regazo liando cigarrillos y saludando a los amigos.
Miquel sonreía con este recuerdo, cuando un rayo y una lluvia a bocajarro, cayeron en la tierra, hundidos en la realidad igual que con el sobresalto cayó el cigarro al barro. Se levantó de súbito como si algo le quemara y en décimas de segundo pensó que aquello no era lo mismo sin Nando, así que volvió a guardar la cajita en el bolsillo repleto de misteriosos objetos, y a grandes zancadas dejó aquel rincón que ahora le parecía embrujado.
El aire vestido de huracán, le impedía avanzar con la rapidez deseada. Los patios se envolvieron de niebla, se convirtieron en desiertos inmensos. El miedo le creció hasta que llegó por fin a las puertas del Monasterio. Como vio luz en la cocina, se dirigió hacia allí contento. Necesitaba ver a alguien, el tiempo pasado le parecía muy largo. Pero ahora respiraba tranquilo, seguramente se le había pasado la hora y con el escándalo de la tormenta, no habría oído la campana. Claro, eso era, estarían todos cenando. Casi agradecería la reprimenda con que le abordaría el Hermano Gabriel. Todos se mirarían, y él, con una sonrisa de burla, se sentaría en la silla vacía, junto a Nando. Asimismo, con las ropas empapadas. Y todos le observarían, intrigados, intentando escuchar su conversación. Los chismorreos correrían de mesa en mesa, pero él no diría nada, sólo hablaría de ello con su buen amigo, cuando pudieran hacerlo a solas.
Sus pensamientos se cerraron al abrir la puerta de vaivén de la cocina y descubrir la soledad de sus paredes, los comedores vacíos, los olores acribillados. Subió la escalera hasta la segunda planta, miró por las ventanillas de cristal, sin traspasar las puertas de las aulas, ¡no había nadie! En su clase volaban las hojas de papel, pequeños fantasmas blancos. Entró y cerró con gran esfuerzo las ventanas. Le perturbó el silbido del viento, ¡qué desolado estaba aquello, que muerto!
Otra vez fluía en su mente la catástrofe, una vez cerradas las ventanas, recordó la calma, los breves minutos de silencio a la espera, tras la caída de las bombas, la angustia de unos rostros sentenciados.
Para acrecentar el misterio, las luces se apagaron de pronto. Salió, guiándose con el tacto de las manos, y subió más escaleras.
Creyó oír unos pasos detrás de él, ¿o eran los crecientes latidos de su corazón?
-¿Eres tú, Nando?
No hubo respuesta, alguien andaba siguiéndole, no cabía duda.
Se precipitó en las habitaciones. Allí no encontró indicios de vida, el polvo cubría los armarios y las sillas.
Por algún motivo que él desconocía, estaba todo abandonado, y por el aspecto, parecía que hacía mucho tiempo que se encontraba así.
Las telarañas, colgaban en los techos, y bajaban, tejiendo las paredes, como presagiosos candelabros de una época para él, desconocida.
No eran los mismos muros, no se oían voces, ni gritos, ni las risas y peleas de siempre, sólo el quejido del silencio y el ruido extraño del sueño desvariando.
Los pasos sonaban, eran el eco de los suyos.
Dio la vuelta al claustro, para bajar por otra escalera.
El taconeo, iba a por él, amenazador, cada vez más deprisa.
Miquel echó a correr en la oscuridad sin más tiento que el del terror.
-¿Dónde estaban todos, si habían marchado, por qué no le avisaron? Sin embargo, no estaba solo, ese sonido ya obsesivo grabado en su mente, cada instante se acercaba más, pegándose a su sombra.
Tenía que huir, pero de quién? Escapar era lo único que podía hacer, decidió sin saberlo, salir de allí y una vez fuera también sin saberlo, tomó el sendero del bosque, acelerando su carrera. Se topó con la “casa del árbol” y contempló, mudo de excitación, cómo las maderas que él y su amigo habían clavado, con tanta ilusión, volaban arrastradas por una mano poderosa, sobrenatural y maligna. Se apoyó en el tronco herido. Extasiado, con la mirada alta, sus ojos extraviados, habituados a la pobreza de la luz, bajaron hasta sus manos pegajosas, untadas de resina, las miró con tiempo, sin reconocer lo que vio, cuando aquél relámpago las iluminó, se desgarró el cielo y un brillo rojo deslumbró el borde de la locura.
¿La resina era roja? No, no, el resplandor no le dejó ver la resina: aquello era…aquello era…Los nervios agarrotaron sus tendones, empezó a sollozar. Incapaz de moverse, se sentó a esperar que acabara la pesadilla, o que ésta acabara con él.
-Pero, por favor, que sea pronto.
Segundos antes de desvanecerse, pudo oír muy de cerca la respiración jadeante de su perseguidor, que saltaba sobre él como una fiera salvaje y hambrienta.
Debió pasar algún tiempo, no sabía cuanto. Reconoció de inmediato dónde se encontraba, incluso antes de mirar a su alrededor. Aquella figura en pie le observaba y aun estando a contraluz, supo de quién se trataba.
El fogón encendido desprendía un calor agradable, sin embargo el humo que llenaba la casa no era corriente. A Miquel le pareció una densa nube, una niebla muy espesa que acariciaba.