“…tantas cosas me dió que no me daban, tantas caricias casi de verdad. Que a mi se me olvidó que trabajaba y ella que se olvidó de trabajar”
Joaquín Sabina “Viridiana”
No puedo recordar en que momento comencé a pensar en ella. Solo sé que la rockola dejaba oír un blues muy triste. Creo que Little Walker era el intérprete. Blue midnight era el nombre de la canción y sonaba a vísceras derramadas. Por causa del blues y el tango se derraman anualmente más de doscientos metros cúbicos de lágrimas en el mundo. La mía rodó justo en el momento en que Little Walker acariciaba, besaba y ensalivaba su armónica, de la cual se escapaba toda la tristeza que metieron en sus mochilas los negros cuando los sacaron del Africa.
En ese preciso instante, se presentó ella, superdigitalizada en mi memoria RAM. Juro por Dios y mi Santa Madre que en tres años jamás se había aparecido ni en sueños. Pero hoy, estaba allí, radiante con su hermosa cara de puta a medianoche. Esto puede parecer una redundancia, ya que a esa específica hora de la noche, con media botella de ron entre pecho y espalda todas las putas son bellas. Pero el amor es así. Desdibuja y reacomoda todo.
El burdel era más bien modestico, por no decir que una cagada, pero su oscura complicidad nos atraía, con una especie de fototropismo positivo. Éramos bichos nocturnos y teníamos veinte años.
En esa época, ese negro no sonaría en ese lugar. Era más bien unos boleritos que mataban sucedáneamente Olimpo Cárdenas, Julio Jaramillo, Carmen Delia Depiní, Daniel Santos y Toña La Negra y que, a golpe de las tres de la madrugada, coreábamos con las cinco putas y Antonio el marico que servía en la barra (En aquel entonces, no existía el eufemismo gay que inventaron los gringos, a los maricos los llamamos maricos y punto). Esa era toda la nómina del lugar, más una viejita que limpiaba en las mañanas y que tenía la costumbre de persignarse y rezar antes de iniciar su faena. Para que no se me pegue la putería, decía. Esto constituía un desperdicio inútil de oraciones, ya que la doña tenía sus años y todos sabemos que en este oficio (como en la natación) los retiros son a menudo a temprana edad.
Antonio marcaba B-5 en la rockola a petición de Vicki, una de las anfitrionas del lugar. Las notas del bolero inundaban el burdel, mientras Vicki rompía una botella de cerveza y alzando el pico roto de la misma gritaba sin ver a nadie en particular voy a matar al coño de madre ese cuándo lo vea. Cosa de putas.
Mejor hubiera sido para mí, no haberte conocido…… gemía Julio su dolor, mientras el roncito se iba poniendo más sabroso a medida que aumentaba la dosis. En eso la vi.
Tenia algo más de treinta años, lo que la hacía más apetitosa a mis ojos y a otras parte de mi cuerpo, ya que como decía Miguel, mi hermano del alma y de otras cosas, yo tenía un imán para las viejas.
Tenía movimientos felinos naturales. De hecho, los ojos verdes la ayudaban aún más a semejarse a un gato. El vestido rojo no le cubría gran cosa y sólo estaba allí por vanidad de su dueña, no como prenda de vestir. La punta de la pantaleta se veía sin hacer mucho esfuerzo y cuando dio la espalda, pudimos observar los pliegues de unas nalgas que se me antojaron redondas y duras en la oscuridad. Las piernas eran interminables y se apoyaban en unas plataformas de dos pisos que había puesto de moda Chelo Rodríguez. Por último, vi su rostro y sus tetas cuyos pezones eran lo único que ocultaba el vestido rojo. En ese momento, cuando trataba de adivinarlos y sentía una especie de corrientazo en la ingle imaginando el oscuro borde y la dureza de los susodichos, nuestras miradas se cruzaron y les juro que me asusté, me choreé, me cagué. No por miedo a la hembra, sino por un remalazo de presentimiento de esos que te vienen una o dos veces máximo en la vida y que te dicen inútilmente no te metas por allí y que inexorablemente mandas a la mierda. Me sentía culebra de fakir con esos ojos taladrándome el cráneo. Muévete. Habla. Ríete. Pásate la mano por la cabeza. Párate en la mesa. Estrújame. Pégame. Átame. Cógeme. Tócame las tetas. Bésame los pies. Todas esas órdenes las hubiese cumplido en ese instante con un solo gesto de sus ojos de culebra. Pero ella no me paró ni media bola. Por lo contrario, pasó como si yo no existiera, dirigiéndose hasta donde estaba un gordo, grosera y ostentosamente billetudo, quien la saludó con un nombre con olor a cuna de carajito, a cuento de libro primario, a novia de bachillerato, a primera lluvia de mayo, que en nada cuadraba con esta cubil.
– ¡Inocencia! Te estás pudriendo de buena, mamita, dijo el gordo billetudo y metió mano hasta donde pudo y besuqueó lo que pudo y trató de agarrar hasta lo que no pudo. Ella sonreía y le dio un largo beso al gordo, sentándose en sus piernas.
En ese momento empezó a no cuadrarme lo que pasaba. Estoy en el Lambedero, reflexioné. Perdón, no les había dicho el nombre del burdel. Más bien era el que le habíamos puesto. El sitio se llamaba realmente The Smoken Fish, pero resultaba tan impronunciable que todo el mundo terminó por llamarlo el Lambedero. He venido acá durante más de dos años, casi religiosamente, al menos una vez a la semana. Se me puede llamar un habitué del lugar. Me llaman por mi nombre. Pertenezco a esta fauna.
Las putas se dejan manosear, besar, sobar y otro poco de vainas más, siempre y cuando pagues lo convenido, pensaba. Esa es la ley y tú la conoces. Entonces ¿por qué te arrechas? Algo estaba pasando y no me gustaba. La cabeza me daba vueltas y no era por el ron.
Comencé a ir más seguido a Lambedero. Empecé a preguntar por Inocencia. Unos me decían que era gocha, para otros que era colombiana, caleña para más señas. Otros aseguraban que venía de Guanare, donde su papá era un ganadero con mucho real, pero que la había botado de la casa cuando se enteró de que el único que no se la había tirado en el liceo era el profesor de Educación Física y eso porque jugaba para el otro equipo. Sin embargo, por lo buena que estaba Inocencia, de casualidad no le hace ahorcar los hábitos y que si no es por el novio del profesor, un vendedor de raspados que se da cuenta de la movida y se puso celosísimo y que le formó un soberano peo a Inocencia, aquél se hubiese redimido. Todos estos cuentos no hacía más que ponerme celoso y más interesado. Ella seguía sin verme siquiera.
Llevaba dos semanas con ese karma, cuando un día Miguel me trae un librito que consiguió en un viejo baúl de un tío suyo que se había muerto el año anterior y que tenía fama de putañero. Se llamaba De meretrices, proxenetas, chulos y otros seres de la noche. Su autor era un argentino de nombre Honorio Bustos Domecq y creó que no se ganó ningún premio con este libro. ¿Para qué me iba a servir esto? Las experiencias ajenas nunca ayudan a nadie y mucho menos si están impresas y tienen un título así. Sin embargo, más que como una deferencia hacia Miguel, que estaba preocupado por mi actitud francamente extraña, comencé a leerlo y resultó que el libraco en cuestión era un verdadero manual en el arte de la seducción de putas. Algo así como el Arte de la Guerra, pero de putas. Y su lectura me ayudó a comprender y a amar más a aquellas mujeres.
El primer capítulo denominado De la meretríz, contenía tres subtítulos: Descripción, Clasificación y Abordaje. Los otros capítulos eran similares en cuanto a la construcción, pero no me interesaban ni los maricos ni los cabrones. Por eso, únicamente leí lo referente a las niñas.
De la meretríz: Es una mujer que por desgracia de la vida y del infortunio, se ve obligada por las circunstancias a vender su cuerpo para lograr su subsistencia, aunque algunas lo hacen por haber nacido con esa estrella o por simple placer.
Hasta aquí nada nuevo. Pero en la clasificación, que era el capítulo dos, encontré algo interesante. El autor clasificaba a las niñas en categorías a.- Putas por simple necesidad y b.- Putas por simple gusto. Y a esta clasificación, pertenecía -sin duda alguna- Inocencia María Arveláez Navarro. Así lo entendería posteriormente.
Cierta noche, con más tragos que de costumbre, no sé por qué causa, estaba más triste que un entierro de pobre (como decíamos coloquialmente) y había estado toda la noche conteniendo las lágrimas. Eran las tres de la madrugada y el burdel se había quedado prácticamente solo. Nos encontrábamos allí, además de las muchachas y Antonio, Miguel y yo, un borrachito que no habían podido despertar. Miguel me estaba contando una historia del pueblo, sobre un muchacho que a los diez años había encontrado, por pura casualidad, a su padre que no conocía. Éste lo había reconocido como tal y se lo había llevado a vivir con él y sus otros hijos. Y al cabo de un tiempo, cuando cumplió dieciocho años para ser exactos, se había ahogado en una playa de Macuto. Coño, esa era la orden que mis lacrimales estaban esperando para inundar al Lambedero. Comencé a llorar como a las tres y media. Al principio, suavemente y tratando de disimular. Pero a los diez minutos, todos en el sitio se enteraron de lo que me estaba pasando. Una a una todas se fueron acercando y preguntando a Miguel que qué me pasaba. Pero éste no sabía qué responder porque tampoco sabía nada. Y para colmo, empezó a sonar en la rockola, una vaina donde un hermano pelabola, le forma un peo a un hermano con real, por un bendito retrato de la vieja que no está en la sala. En la distancia, la cursilería te salpica. Pero esa noche, ¡coño, esa noche!
Eran ya como las cuatro y cuarto cuando dejé de llorar y comencé a relacionar todo lo que estaba pasando a mi alrededor. Miguel se había quedado dormido en un sofá de terciopelo rojo y roncaba como el carajo y todas las niñas se habían ido a dormir, excepto Antonio y, sorpresa, Inocencia se encontraba a mi lado y sostenía mi cabeza entre sus piernas. Por un momento pensé estar soñando, ya que a ratos la confundía con mi mamá. ¿Qué te pasa, carajito?, Decía mientras mesaba mis cabellos y me extendía un pañuelito bordado con sus iniciales IMAN dentro de un corazoncito azul.
-Ya pasó todo, me decía. ¿De donde eres? ¿Es la primera vez que vienes? ¿Dónde vives? ¿Cómo te llamas?
Me lanzó todas esas preguntas sin esperar respuesta. En ese momento pude darme cuenta de que, en verdad, ella no había notado mi existencia.
-José, me llamo, José Marcano y vivo en Coche.
Tantos días esperando hablar y solo atinaba a decir estas pendejadas.
Me vino a la memoria un día en la prehistoria, cuando una noche nos llevaron a tres de mis hermanos y a dos primos, presos, por estar jugando al escondido después de las nueve de la noche, en la patrol, una camioneta verde que tenía la policía del pueblo y luego cuando Martín (el policía) interrogó a Manuel (el más pequeño de nosotros), a éste se le olvidó toda vaina y solo respondió yo solo sé que soy Marcano, y rompió a llorar.
-¿Por qué llorabas? Volvió a preguntar Inocencia. A estas alturas ya me había calmado bastante y solo unos suspiros profundos y largo delataban mi tragedia anterior.
-Estoy triste.
Ella seguía sin moverse y continuaba sobando mi cabeza y entonces comenzó a hablarme suavecito y muy despacio, arrastrando las palabras sílaba a sílaba.
-Mira, no hay razón alguna en este mundo para avergonzarse por estar triste. Por el contrario, es un privilegio humano el hecho de sentir ese sentimiento que te rompe el alma, que te quiebra en dos y que te hace fluir ríos y cataratas, lagos y embalses de lágrimas y éstas deben ser botadas sin vergüenza. Eso sí, preferiblemente en brazos de alguien a quien se ame, aunque sea por una noche (si esto lo hubiese escrito Miguel Otero Silva, hubiese concluido diciendo, era una puta poeta).
-¿Quieres quedarte conmigo? La pregunta me dejó sin habla, pero creo que con el lenguaje corporal le dije todo, porque se paró y, agarrándome por un brazo, me condujo por un pasillo que ya había transitado muchas veces, aunque nunca en su compañía.
Antonio se había quedado ante el último momento sin proferir palabras hasta que, rumbo a la habitación y al momento de pasar a su lado, le escuché decir muy quedo, cuidado carajito, te pueden romper el corazón. Al momento pensé que eran vainas de marico trasnochado. Pero algunas veces, cuando rememoro y trato de recoger y armar los pedazos, pienso en la advertencia de Antonio de aquella noche de mocos y lágrimas.
Pasamos a la habitación, que como es de suponer no era como las del Hilton, ni siquiera como las del Gran Hotel Italia de Camatagua. Había una cama matrimonial con mil batallas de verija en su haber, como dirían en mi pueblo, una mesa de noche con una desteñida foto de un grupo de personas que en el momento asumí se trataba de su familia, un escaparate con un gran espejo en una de sus puertas y en la pared un afiche gigante del Ché Guevara y un cuadrito más pequeño con un Corazón de Jesús. Que vaina más extraña, pensé. Más por el Ché que por Jesús, que ya es sabido que las putas son muy religiosas y que están más cerca de Dios que cualquiera de nosotros, por aquello de la Magdalena. Pero, ¿revolucionarias? Aunque en ese tiempo, el que no tenía un afiche del Ché, era mierda de perro. Así que eso no era muy extraño, a fin de cuentas.
Inocencia comenzó a quitarse el pequeño vestido, que para los efectos daba igual, ya que era como el slogan del periodista ese de televisión,, no ocultaba nada. Yo me quedé sentado en el borde de la cama esperando una orden suya para ejecutarla. Como presintiéndolo, me dijo:
-¿No se va a quitar la ropa, mi niño?
Aquel tratamiento me incomodó un poco y le respondí bruscamente con un recogimiento de hombros, ya que todavía no atinaba a articular palabra alguna. Pero obediente, fui despojándome de mi ropa rápidamente, quedándome eso sí, en interiores y sin atreverme aún a meterme en la cama. El colchón me sorprendió por su suavidad y por tener todos los resortes en su sitio. Después me confesaría, para arrechera mía, que había sido un regalo del gordo billetudo, después de una noche en que se quedó atorado en el antiguo colchón.
Fue una extraña noche aquella. Yo, sintiéndome después de la lloradera como todo un macho man y ella empeñada en acurrucarme como si de una criatura se tratase.
El Oráculo Putérico, como había comenzado a llamar al libraco aquel, aconsejaba para estos momentos asumir una actitud complaciente, porque afirmaba que detrás de cada puta lo que hay es una profunda vocación maternal y que ven en cada hombre a un hijo. Así que, si mi Inocencia quería que yo fuese su niño esa noche, lo sería y si quería que fuese su perrito, su tigre, su caballo, que carajo, lo sería.
Ella apagó la amarillenta luz de la habitación y se metió conmigo en la cama.
Nuestros cuerpos, al rozarse producían un calor sofocante que, sin embargo, era muy agradable. Al principio, yo no quería tomar la iniciativa en los escarceos amorosos pero mi compañero -que no sabía de vergüenza- estaba adelantando los acontecimientos.
Al sentir mi pene junto a su cuerpo, dijo parece que no eres tan carajito como creía. Y comenzó a acariciarme con movimientos suaves de su mano y atrayéndome hacia sí, me pegaba las tetas en mi pecho y con sus piernas me rodeaba cubriéndome todo, a la vez que me repetía a cada rato mi carajito, mi carajito. Luego guió mis manos hasta su sexo que para entonces ya estaba completamente húmedo y me guió con mano experta por todos los recovecos y secretos de sus labios menores mayores intermedios. En fin, por todos lados, hasta que no aguantando más, busqué su abertura que ya estaba dispuesta para mí. Hicimos el amor cinco veces en esa madrugada, ella tratándome siempre de su niño y yo, besándola toda sin proferir palabras.
Ese día nos levantamos a las tres de la tarde. Yo tenía rato despierto sin poder hablar, solo pensando ¿qué se le dice a una puta después que amanece?
Ella, como adivinando mis pensamientos, vino en mi auxilio rompiendo el hielo, preguntándome ¿quieres comer algo? Le dije que me moría de hambre y bromeó diciendo que había trabajado en exceso y que merecía una buena comida.
Antonio andaba trajinando en el local desde hacía rato y con una actividad frenética lavaba pisos y ventanas, sacudía los coloridos muebles y tenía la música a un volumen estridente mientras coreaba todas las canciones que sonaban.
-¿A. fín? -dijo al verme-. Pensé que se había muerto, mijito. Y seguía dándole a la escoba levantando nubes de polvo, con olor a noche, con olor a sexo mezclado con ron y cerveza y también con olor a lágrimas.
Pude notar cierto tonito irónico en las palabras de Antonio y se me antojaba que era por el hecho de haber pasado la noche en el burdel, probando la mercancía sin pagar nada. Luego sabría que no era por eso. Pero esa es otra historia.
Sigo escuchando blues, y me parece que cada vez suena más acongojado, como si alguien le estuviera estrujando el cerebro a Litlle Walter, recordándole las coñazas que le daban a sus abuelos en las plantaciones de algodón en Louisiana. ¿Quién habrá traído estos discos? Y el recuerdo de Inocencia se gozaba en mi cabeza. Ya el dolor de su ausencia estaba atenuado, hasta que este día en que alguna nota emitida por the electric harmonica genius había rozado quién sabe qué neurona y me la trajo completica a color y en cinemascope, como en algunas películas del teatro Humboldt de mi pueblo.
La relación con una puta es una vaina bien arrecha. Por un lado, te ahorras unos reales que botas aumentando la dosis de aguardiente, mientras esperas que salga del trabajo. Cosa que estaba haciendo cada noche desde que me había convertido en el compañero oficial de Inocencia. Aunque mi papá (que se enteró por culpa de un pajúo) me llamaba de otro modo menos formal. Dependiendo de su humor me decía chulo, cabrón y también padrote, ya que en esos días se había enterado por una novela mexicana de que así nos llamaban en ese país. Por otro lado, tienes que pelear constantemente con el impulso de no entrarle a coñazos a aquel hijo de puta y coño de su madre que le mete mano a tu mujer, aunque sepas que ella solo te ama a ti y solo a ti te llama mi carajito y solo para ti inventó aquella caricia que de tan buena que es, le dijiste que la patentara para que cobrara derechos de autor y que no quiero contarle a Miguel, aunque sea mi hermano.
Lo de la universidad fue otro peo. Ese semestre me rasparon hasta en el examen de orina. Realmente no podría ser de otra forma: todos los días en el Lambedero de nueve a seis de la mañana, no te deja con ánimos para querer saber de Derecho Romano, Sucesiones, Procesal o vainas de esas. Al final, ya ni asistía a clases y pasaba el día entero conversando y haciendo el amor con Inocencia.
Durante dos meses y cuatro días, las cosas estuvieron de miel y azúcar. Parecíamos verdaderamente una pareja convencional y, salvo por el horario, lo éramos. Yo, marido, esperando a mi mujer a la salida del trabajo. Ella, mujer, ganándose el sustento(en este caso de ambos) con el sudor, como todo el mundo, aunque no fuera el de la frente. Pero sudor al fin.
La relación no se fue deteriorando progresivamente como le sucede a otras parejas. No. Hasta el último día, nos amamos frenéticamente. Pero al cuarto día del segundo mes todo se vino abajo.
La noche de ese día, Inocencia enganchó al gordo y estuvo mucho rato jugueteando en su mesa hasta que, al filo de la media noche, se fueron a la habitación. Yo, como el perfecto cabrón, esperé a que saliera, cosa que no sucedió hasta mucho después de salir del sol. Así me lo contaría Antonio. Porque está de más decirles que acabé esa noche con una soberana pea. Ella adujo que eran cosas del trabajo y que debía comprender, pero la notaba cada vez mas distante y el gordo venía cada vez más seguido, gastando real por montones.
De cuando en cuando, Antonio me recordaba con su mirada la advertencia de días anteriores, pero yo juraba que Inocencia me amaba más que a nadie. Si no ¿por qué razón me decía cada noche de amor no me dejes, mi carajito?. Ese recuerdo me consolaba mientras saboreaba mi ron con agua quina. Son vainas de trabajo. Pero las vainas de trabajo se seguían repitiendo cada vez con más frecuencia y solamente Antonio se calaba mi despecho.
Además, hay un código no escrito en estos amores de burdel y es que una vez que formalizas con una de ellas, las otras ni se acercan. Por otro lado, yo no era capaz de traicionar a mi carajita.
Fui perdiendo peso hasta enfermarme y ya Inocencia no quería ni saludarme, hasta ese día en que estaban sacando el colchón y el escaparate de la habitación.
Corrí a su lado y la agarré fuertemente por los hombros.
-¿Para dónde vas? ¿Qué coño está pasando? Le gritaba cada vez más fuerte. Ella detuvo su andar de gata en celo y me dijo:
-Mira carajito, yo nací puta. Cuando tenía diez años ya me picaba la cocoya y quince viejas de mi pueblo habían pronosticado mi futura profesión. Dos hombres, que yo sepa, se han matado por mí. He destruido cinco hogares constituidos y felices. He hecho perder del trabajo a no menos de diez carajos y en algunas noches especiales he tenido más hombres que todas estas putas juntas. ¿Y sabes por qué?
Sus ojos brillaban más que de costumbre con una nota de satisfacción en ellos. Sin esperar que respondiera, prosiguió:
-Porque me gusta, coño. Me gusta ver la cara de loco que ponen todos ustedes cuando están acabando. Esa vaina me mata, me llena, me enloquece y me hace ver que tengo un poder especial y que en ese momento pudiera pedirles hasta la vida y me la darían sin titubeos. Y si algo quisiera ser más que nada en el mundo, en ese instante es una mantis religiosa y cortarles la cabeza y chuparme sus tuétanos en el último suspiro del polvo.
Diciendo esto se abrió paso hasta la puerta y sin volver la vista, gritó al aire.
-Carajito, allí te dejo al Ché y al Corazón de Jesús. Rézales y llévatelos para tu casa porque Inocencia María Arveláez Navarro se va de esta vaina.
Cuando salí del burdel, pude ver el fairlane quinientos del gordo y detrás un camioncito que se alejaban por la carretera.
La tarde llegaba y ya en la rockola comenzaba a sonar Julio Jaramillo, sin duda el favorito de Vicki. Mejor hubiera sido para mí no haberte conocido… El bolero se perdía en la vespertina de burdel.
En ese momento, pensé que su cara, su cuerpo y su sabor se quedarían para siempre y estaría condenado, como aquel personaje de Borges, a recordarla para toda la vida. Pero, gracias a Dios también había leído Tlön, Uqbar, Orbis Tertius y sabía que las cosas, tanto en Tlön como en Lambedero, propenden asimismo a borrarse y a perder los detalles cuando las olvida la gente.
Inocencia se borro durante años hasta que, gracias al Little Walter, había vuelto, pero no como aquella gata que me ponía a temblar. Esta vez era una simple minina.
Se me olvidaba contarles que tuve otras novias, mucho menos interesantes que Inocencia, por supuesto, que han trabajado de nueve a seis y a las que, en vano, he intentado enseñarles aquella caricia que inventó, sólo para mí, Inocencia.
– Antonio, dame otro ron. ¿Quién
coño habrá traído ese disco?