A Aquilino le daban miedo los hombres que iban al patíbulo. Él recurría al vacío para aplacar aquel miedo indecible, miedo de pobre diablo, miedo de adormidera ante el cual sólo podía cerrar los ojos y fundir la cabeza junto con las tripas en un sopor más cercano a la mística que al raciocinio. Virtudes le había traído una botella de aguardiente para vencer al aturdimiento en caso de necesidad pero él prefería mantener la cabeza clara por si alguna idea salvadora pudiese surgir del fondo de las imposibilidades. Mas la pena de muerte, la ladrona de la vida, ya le había sido computada. Y Aquilino seguía sin saber por qué. Él era inocente de todos los cargos en su contra.
Pero los dominicos querían sangre. Las gentes estaban alteradas en el pueblo y a los dominicos no les importaba absolutamente nada saber si el acusado era incapaz de matar a un mosquito. Estaban los dominicos ávidos de sangre humana, de sangre caliente para saciar su venganza.
A Aquilino ya se lo habían dicho desde niño: “Con la iglesia no topes nunca, Aquilino”. Pero desde la adolescencia se le había despertado inquina contra aquellos sangrientos dominicos y ahora esa misma inquina reaparecía, una vez más, en la hora del trance final. Temerario Aquilino. Temeroso ahora en medio de la noche tenebrosa; agazapado en el espesor de su propia incapacidad aún sabiéndose inocente de todas las falsas acusaciones vertidas contra él. ¿Brujo?. No. No era un brujo. ¿Hereje?. No. No había cometido herejía. ¿Idólatra?. Jamás. ¿Blasfemo contra Dios?. Menos aún. Lo que sucedía es que los dominicos estaban deseando verter sangre humana y no les importaba si era Aquilino, o Gervasio, o Nicanor…
El guardián acomodó sus ojos tras el enrejado para observar al preso. Éste colocó su espalda como pared y así el curioso guardián no pudo entrar en el laberinto de sus pensamientos.
Al percibir de nuevo su realidad, sintió Aquilino rechazo hacia la última cena, hacia esos recuerdos finales, hacia cuanto no se relacionara con el hecho de la muerte ya inevitable. Se echó en el camastro pareciéndole que todo aquello le ocurría a otra persona ajena a él; que él solamente estaba soñando. Pero la realidad estaba ahí y le llamaba. Se incorporó con pesadez de estómago y lanzó al aire varios y recios juramentos esperando todavía un brote de esperanza.
“Si tuviera una oportunidad de hacerles ver que se equivocan… yo soy inocente de los cargos de brujería, herejía, idolatría, blasfemia…”. La única salida posible es que se apiadasen de él y le concediesen la gracia de la salvación pero, indudablemente, ahora Aquilino veía con desesperación que los dominicos deseaban sangre aunque fuese de un inocente y supo que aquel era su último día. El hombre intentaba encontrar sosiego, pero la impaciencia había crecido y se movía de un lado para otro en su interior mental.
Pensar en la noche pasada, en la muerte de los otros, le hizo sentir que la proximidad de su muerte propia era algo bien distinto a la idea de que pudiese o no pudiese ocurrir un milagro. Tenía razón. Pronto la proximidad de la muerte pululaba en un tiempo horrorizado con el transcurrir de cada instante; era el abandono total de los recuerdos que tanto le habían ayudado a pasar las últimas horas.
Cesaron las pisadas en las galerías interiores. Un silencio espeso hacía que los espacios fueran cada vez más lejanos. Le pareció oír ruidos y aguzó la atención. Por un momento creyó que un niño se le acercaba. Era falso. La niñez ya le había abandonado hacía muchos días. Su corazón palpitó con fuerza. Se sentía mal. Él, que era inocente de todos los cargos en su contra, comenzó a temblar. De repente, sus ojos se iluminaron al ver la botella de aguardiente. Fue a cogerla y cayó en el vacío de los espacios. Durante horas, la quietud reinó en el siniestro lugar. Aquilino había muerto de ataque cardíaco antes que los dominicos de la Santa Inquisición, lo quemaran en la hoguera. Quedó desmadejado en el sueño, con la única novedad de que había que su inocencia era insalvable. El entorno tomó aspecto fúnebre cuando el guardián se acercó al cuerpo yaciente de Aquilino con la buena noticia de que había sido absuelto por los jueces y quedaba libre. La botella de aguardiente, en el suelo, junto a la cama, constituía la única novedad del vocero. Aquilino, el inocente, había muerto sin haber probado ni una sola gota de alcohol.
Virtudes supo la noticia: un paro cardíaco había acabado con la vida del declarado inocente Aquilino. Ni siquiera pudo lamentarse. En sus labios se perdían palabras de acusación contra aquellos dominicos sangrientos. La mujer lloraba por dentro de sí misma, como tantas otras más mujeres del pueblo habían hecho otras veces.
Y pensar que seguramente hubo escenas similares en los tiempos en que la Santa Inquisición hacía peligrar la vida humana. Estoy segura de que tu relato es más que una simple ficción protohistórica. La imagen final de la mujer llorando por dentro de sí misma me sobrecoge como me ha sobrecogido la muerte de Aquilino cuando era totalmente inocente. Estoy segura de que en la realidad muchas veces se ha podido morir así por culpa de una persecución solo justificada por el mero hecho mde que los dominicos estaban ansiosos de sangre humana. Para que luego digan que lo humano también vale para los monjes.