Se acercó al supersónico ascensor y apretó el teclado del piso bajo. A los pocos segundos llegó el ascensor y se abrieron las puertas. Había un nítido cristal en el fondo. Se miró en él. Se dio cuenta de que tenía un fantástico parecido facial con Walter Scott en su etapa juvenil. Rubio. Los iris de los ojos de color de miel. Nariz recta y bien formada y pómulos llenos. Pensó en El canto del último trovador y después de teclear el piso décimo, el último piso de Memphis, rememoró que su lectura le había producido, años antes, el encanto del rancio sabor de las nuevas aventuras. El ascensor se detuvo en el tercer piso y entró una joven pareja besándose ávidamente. Se introdujo aún más en sí mismo prefieriendo el sentimiento a la razón, la naturaleza salvaje a la civilización ciudadana, el bárbaro primitivo e ingenuo al hombre calculador y materialista de la posmodernidad. La pareja salíó del ascensor en el séptimo piso y él siguió subiendo… subiendo… hasta llegar a su destino…