Junto al acantilado

Miró al horizonte. El mar se extendía a sus pies. Una suave brisa emanaba de él, meciendo sus largos cabellos de manera casi armónica. También hacía volar sus lágrimas.

Su leve vestido blanco no le servía de abrigo aquél amanecer. Le daba igual, pues ni aunque se hubiera cubierto con la más gruesa piel habría dejado de sentir aquél frío. Ya que no era la brisa ni el rocío lo que congelaba su alma, sino su corazón, que había muerto.

Él había marchado en un barco años atrás. Prometió volver, como tantos y tantos maridos hicieron a su vez. Ella le despidió desde la rada, aquella en la que, cuando eran niños, se escondían del mundo para encontrarse ellos mismos. Pero ahora ella se quedaba sola, anclada a un mundo claustrofóbico del que jamás hubiera podido salir.

Él le dijo que jamás hubiera deseado tener que abandonarla, pero que la leva vendría y tendría que marchar a la guerra. Por ello le dejó huir, pensando que algún día volvería a recogerla. Marchó en aquél barco mercante, él, un simple pescador que nada sabía del mundo que se escondía al otro lado de las olas.

Pasaron los años, a ella por encima. La angustia y la soledad consumían su alma inocente. Su cuerpo se agostó mientras la luz de sus ojos se iba apagando lentamente. Ahora eran grises, como su alma. Como la niebla que le ocultaba la montaña a sus espaldas. Pero le daba igual. Ahora todo era nada y nada era algo.

Pues anoche él regresó.

Le había visto desembarcar, era un hombre rico y sonriente. Sus ojos buscaban otros ojos, jóvenes como los suyos, azules como el mar. Pero encontró una mirada gris, en cara de una mujer vieja. Tenían la misma edad, pero el tiempo no pasó igual para los dos.

La estuvo observando unos segundos con la boca abierta en señal de su incredulidad. No podía ser la misma que dejó a sus espaladas. Pero él estaba igual, así que la mujer corrió a encontrarle, abrazándole y llorando de alegría. Él no se movió, parecía hipnotizado por algo. Ella se apartó lentamente, buscando en su cara la razón de tal indiferencia. Y lo que vio reflejado en el rostro de aquél a quien tanto esperó la dejó helada. Era una mezcla de estupor, confusión… y asco. Pudo leer el desprecio en sus ojos.

La mujer se miró las manos. Estaban sucias y arrugadas, el trabajo diario las había dejado así. Miró su cuerpo, arrugado y consumido por la espera. Le miró a él, joven, alto y rico. Las cosas le debían haber ido bien.

El hombre intentó decir algo, pero de su boca sólo brotaron sonidos ininteligibles. Poco a poco se fue echando hacia atrás, zafándose de aquella mirada que poco a poco iba comprendiendo lo que pasaba. Ella perdió la vida, desde ese momento ya estaba muerta.
Cayó al suelo, desvanecida. Nadie paró a recoger a aquella a la que consideraban una loca. Así, según se hubo desmayado apareció al despertar. El puerto estaba vacío, sólo algún pescador madrugador preparaba su barca para la jornada. Todavía era de noche.

Se levantó, ausente de sentimientos. Caminó ciega y sorda sin rumbo aparente. Pero en el fondo de su mente sabía a donde tenía que ir. Como un fantasma vagó por las calles mudas del pueblo, mientras los pocos paseantes la miraban con miedo. Finalmente llegó al acantilado, allí donde todo los días iba a ver si algún barco le traía noticias de su amado. Sabía que eran los últimos momentos de su vida.

Pasó todo el día allí, encarando al mar, desafiando su poder. En silencio, sujeta sobre sus pies por unas fuerzas que ella desconocía y repudiaba. LLegó la tarde. Con sus ojos glaucos vacíos de vida miraba sus manos arrugadas, buscando algún resto de su juventud. Vio el anillo que él le dio el día de su boda. Fue lo primero en caer a las frías aguas. Se quitó las vestiduras e hizo lo mismo de ellas. Las veía descender mecidas por el aire, grácilmente, hasta no ser más que una blanca mancha anónima entre la espuma del oleaje. Sonrió por última vez, conmovida por la dulzura de ese descenso. Dicen que en todas partes hay belleza, y no parecía ser este momento la excepción. Recordaba cuando, siendo una niña, quería volar justo como ahora lo había hecho su vestido. Se borró la sonrisa de su rostro ceniciento, pues la melancolía había conseguido abrumar lo poco que su corazón ya podía albergar.

Cayó sobre sus rodillas, perdidas ya aquellas fuerzas que la habían manenido en pie todo el día. Y, poco a poco, como se desliza un barco sobre el agua hasta perderse en el horizonte, así fue ella aproximándose al borde del acantilado. Hasta que con un último impulso de sus piernas cansadas la tierra dejó de ser tierra para convertirse en viento.

Un comentario sobre “Junto al acantilado”

  1. Es un cuento bello por lo que tiene de doliente. Me gusta el sentido de las palabras expresadas en su interior. Es una buena manera de narrar sobre una angustia en la que la belleza queda traumada por el egoísmo de la manipulación sensorial. La siempre paradoja del sacrificio pagado con la indiferencia de la vanidad triunfante. Para ella convertirse en viento era lo mejor. Para él las vestiduras de su hipocresía serán al final su condena.

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