Cuando los tiempos eran de aquellos en que el verano resultaba caluroso y ardiente, en la aldea del despótico oligarca don Benito la bodega de Salvador se llenaba de parroquianos que pasaban el día jugando al tute arrastrado durante horas que se hacían interminables. Siempre estaba allí, presente de cuerpo entero, el despótico Benito discutiendo por un azucarillo de más o un azucarillo de menos.
– ¡Que os tengo dicho a todos que por cada café, en mi bodega donde sólo mando yo, únicamente corresponde un azucarillo por café!… ¿entendido chusma que sólo sois chusma?…
Y se iba a su espléndido domicilio a tumbarse, con su voluminosa barriga, en su cómoda cama.
Entonces era cuando se armaba la tremolina entre aquellos campesinos que trabajaban las tierras del terrateniente todopoderoso Benito y se dejaba, momentáneamente, de jugar al tute arrastrado, puesto que todavía tenían suficiente dignidad, para pasar al tema de la avaricia del potentado Benito, dueño único de la aldea y sus campos; cuyas órdenes su lugarteniente Salvador imponía despóticamente a todas aquellas sencillas gentes.
– ¡Y el que no esté de acuerdo ya sabe lo que tiene que hacer!. ¡Carretera y manta!. ¿Os habéis enterado so arrastrados que sois solo unos arrastrados!.
– ¡Muy pronto se os va a acabar al Benito y a ti tanta chulería contra nosotros! –le advirtió, levantando su bastón de madera de avellano endurecida, el anciano Josué.
– ¡Oiga usted, viejo destartalado –le respondió el tirillas Salvador- mucho cuidado con lo que dice no vaya a ser que acabe sus últimos días más sólo y abandonado que el gato de la Nemesia!.
La Nemesia había muerto exactamente hacía un par de años y había sido el amor imposible del oligarca, terrateniente y despótico Benito, quien jamás pudo tener ninguna relación íntima con ella a pesar de todos los dineros del avariento déspota.
– No tengo ninguna duda… -dijo, para sus adentros, Florencio.
– ¡Y tú que estás mascullando por lo bajo, Florencio!. ¡Como se entere don Benito te vas a tener que buscar trabajo de maestro en Australia por lo menos!.
– Salvador… yo no quiero nada… yo sólo quiero vivir en paz con mi Onésima.
– ¡Entonces ten la boca bien callada y dedícate sólo a dar clases en la escuela, que para lo que valen tus enseñanzas da lo mismo que en esta aldehuela exista maestro o no exista!. ¿Has entendido el mensaje?.
Florencio guardó silencio.
La bodega era el centro neurálgico de los humildes habitantes de aquella pequeña aldea donde todos odiaban, sin excepción alguna, al despótico don Benito y a su lacayo Salvador.
– Algún día se va a acabar tanta esclavitud –dijo alguien.
– ¿Quién ha sido ése?.
Todos, como si de la Fuenteovejuna de Lope de Vega se tratara, guardaron silencio.
– ¿Es que no tenéis lo que tienen que tener los hombres para decirme quien ha sido el atrevido que ha dicho eso?.
– – ¡De eso nos sobra a todos menos a ti! –gritó nuevamente el anciano Josué.
– ¡Josué… Josué…!. ¡Que termina como el gato de la Nemesia le vuelvo a repetir!.
– Pues si termino como el gato de la Nemesia al menos termino con dignidad y no como tú.
En aquellos momentos entró de nuevo don Benito en la bodega y se hizo el silencio más absoluto.
– ¡¡Qué pasa aquí!! –bramó el déspota terrateniente -¿por qué nadie habla?.
– Así son de valientes… -le azuzó el lacayo Salvador.
Parecía casi imposible liberarse de aquella pesadilla que todos los parroquianos sufrían en medio de la ira, el descontento y la impotencia por hacer algo para superarla.
– ¡En esta bodega hay que hablar bien claro!. ¿Entendido el asunto?.¿Alguien tiene algo que decir bien claro? –volvió a bramar el despótico Benito.
– Solo estamos ocupado en lo nuestro… -se atrevió a decir el vasco Emeterio que había llegado a aquellas tierras leonesas en busca de novia ya que en su pequeño pueblo nativo no había mujeres de su edad.
– ¡¡Y se puede saber qué es lo vuestro!! –se engalló Benito.
– Lo nuestro es lo nuestro –contestó el gallego Nestoriano que había acudido a aquellas tierras leonesas por el mismo motivo que el vasco Emeterio.
Don Benito quedó momentáneamente callado porque cuando Nestoriano hablaba no se sabía, como buen gallego que era, si subía o bajaba, si iba o venía o si estaba diciendo que sí o estaba diciendo que no.
– No se amilane, mi señor, no se amilane ante toda esta chusma –le azuzó, de nuevo, el lacayo y lisonjero Salvador.
– ¡Aquí la única chusma que existe eres tú! –volvió a decir el desconocido pero ahora en voz bien alta y clara.
– ¿Es que no va a decir nadie quién es ese que se atreve a decir bravuconadas? –se enrojeció de ira el despótico Benito.
El silencio volvió a apoderarse de toda la bodega.
– ¡Ya veo que no tenéis ninguna clase de hombría suficiente para decirme quien ha sido!. ¡Pero os juro que, por ello, os elevaré a todos el arriendo de las tierras en un treinta por ciento más… pues habéis de saber que todas son mías y me pertenecen sólo a mi, desgraciados muertos de hambre!.
Entonces fue cuando, alguien sin determinar, descargó su escopeta de caza sobre el voluminoso cuerpo del despótico Benito que cayó, instantáneamente, de bruces sobre el suelo.
Salvador comenzó a sudar por todos los poros de su renegrida piel.
– Ya te avisé, Salvador, que muy pronto se os iba a acabar tanta chulería al Benito y a ti. ¡Y ahora coge tú, como tanto dices, carretera y manta… que no te queremos ver más por estas tierras leonesas no sea que seas tú quien acabes no como el gato de la Nemesia sino como esta piltrafa de hombre –le avisó el anciano Josué mientras señalaba el cuerpo yaciente del gordo don Benito con su bastón de madera de avellano endurecida.
Salvador, más “corrido” que un mono, salió a toda prisa de la bodega, montó en su burra y salió de la aldea juramentando en voz alta que el juez de la capital se enteraría de lo allí sucedido… mientras Benito agonizaba en el suelo.
– Como me llamo Benito que pagaréis por esto… -y dando un último suspiro gritó tres veces ¡Nemesia!, ¡Nemesia!, ¡Nemesia! y expiró con todas las miradas, de los allí presentes, puestas en él.
– ¡Es necio hasta para morir! –sentenció el maestro de escuela Florencio.
Cuando un mes más tarde apareció en la aldea el juez de la capital montado en un brioso corcel, dirigido por el lamebotas Salvador montado en otro no menos brioso y una tropa de feroces jinetes de caballería; hizo reunir a todos los habitantes de la aldea en la bodega que ahora era propiedad del joven Eustaquio, el popular “Taqui” como le conocían todos.
– ¡He venido hasta aquí para hacer justicia y no he de irme de aquí sin haberlo hecho! Sentenció el juez cuando todos se habían tranquilizado después de unos mintuos de alboroto y desconcierto.
– ¡Pues ha de saber usted, señor juez, señoría, o como mejor desee que le llamemos que la justicia ya se ha cumplido. Ahora las tierras han sido repartidas equitativamente y según las necesidades de cada familia… así que ya puede usted volver por donde ha venido porque aquí ya no tiene usted nada que decidir. El pueblo ha decidido. Y la voz del pueblo es más fuerte que su voz!. –le soltó de carrerilla, como si lo hubiese estado ensayando miles de veces, el anciano Josué.
– Está bien… pero decidme quién fue el que mató a don Benito porque tengo que ajusticiarle según mandan las ordenanzas reales.
Josué siguió hablando en el nombre de todos.
– ¡Escuche bien señor juez, señoría o como diantres quiera que le llamemos. Las ordenanzas reales están muy bien para ser hechas prácticas en la Capital del Reino, pero en esta aldea las única ordenanzas son las de las verdades del pueblo. ¡Vuélvase usted por dónde ha venido y dígale al Rey cuanto de mi boca usted ha escuchado1. ¡Y por favor llévese con usted a ese bastardo que hemos juramentado, entre todos, que si se queda entre nosotros termina en el camposanto junto a su querido Benito que en paz descanse! –terminó Josué su discurso, en medio de un silencio sepulcral, y señalando al lacayo Salvador.
El juez quedó pensativo durante unos largos minutos.
– ¿Entonces no va nadie a decirme quién mató a don Benito?.
– ¡Hágase usted la idea que Benito, y dejemos ya de llamarle don porque nunca se mereció tal título ya que bachillerato no tenía ni mucho menos señor porque para ser señor hay que ser, primero, caballero… se mató a sí mismo!. ¿Entendido señor juez, señoría o como diantres querráis que os llamemos?.
El juez entendió que aquellas gentes llevaban razón.
– ¡Vámonos ya! –se dirigió al pelotón de caballería -¡Vámonos ya que esto me recuerda a Lope de Vega y su Fuenteovejuna y en verdad que estos humildes aldeanos levan toda la razóo
– Pero… señor juez… -balbuceó el lacayo Salvador.
– Escuche usted bien. Si quieres vivir muchos años aléjese lo más que pueda de toda esta comarca leonesa o váyase si desea a un país extranjero… porque yo por usted no tengo más que misericordia porque Jesucristo así me dicta y desprecio como me dice mi simple naturaleza humana. ¡Y haga el favor de no hacerme perder más el tiempo que cuestiones más serias me esperan en mi despacho!. ¡Vamos!. ¡Volvemos todos a la ciudad!.
Y mientras Salvador huyó rápidamente hacia tierras lo más lejanas posibles, aquella Australia donde había antes amenazado con enviar a Florencio, toda la aldea comenzó una nueva vida de prosperidad, paz y alegría sabiendo, todos y todas, que había sido el Tío Cruz quien había disparado su escopeta de caza sobre el despótico y ya inexistente terrateniente y oligarca Benito, que don no merecía llevar pues no tenía estudios de bachillerato.
El Tío Cruz, que ahora pastoreaba pacíficamente sus ovejas, fue quien había hecho posible aquel bello futuro para todos los parroquianos de la bodega. Por eso jamás persona ajena, ni aunque fuese el juez o el mismísimo Rey de España, supo quien había hizo justicia para toda la aldea.