La carta del escultor

Eva sintió la necesidad urgente de tumbarse en la cama en posición fetal, errante en el vacío perpetuo e incontestable de sus ilusiones; despojada de toda clase de revestimiento mental. Las lágrimas hicieron acto de presencia en el tiempo de desconsuelo en que había penetrado su conciencia. Se apoderó de ella una frágil y finita sensación de existencia esperando que la incertidumbre atravesara el imperceptible y quebrantado ánimo de su voz…

– Eva… deseo poseerte…

Notó una especie de caricia en torno a su cabello.

– ¿Quién eres tú y por qué deseas algo tan profundo?.
– Yo soy ese que tanto esperas…
– Yo no espero a nadie.

Unos dedos invisibles repasaban su rostro mientras labios etéreos quemaban la piel de su garganta.

– No. No sé quién eres y no estoy dispuesta…
– Espera, Eva. Te voy a decir quien soy.

En el ambiente hervía una sensación de anhelos.

– Soy tu Sueño, Eva. Soy ese placer de tus ojos dormidos que despiertan con toda mi presencia.

Las invisibles manos fueron abriéndola poco a poco hasta terminar desnuda y sin más resistencia que el indómito anhelo de salir hacia algún lugar determinado. Las invisibles manos fueron acariciándola suavemente…

– Espera, Sueño. Si de verdad eres lo que deseo conviértete en Realidad.

Sonó inmediatamente el timbre de la puerta. Eva se lanzó catapultada por el impulso de su urgente impaciencia.

– ¿Usted?.

Era el anciano octogenario del piso de abajo.

– Perdone, señorita, yo…

Ella estaba totalmente desnuda, totalmente avirginada en el marco de la puerta.

– No entiendo… pero pase… quiero saber por qué me desea.

El anciano octogenario no dijo nada. Pasó y se sentó, aturdido, en el sofá del saloncito donde ella tenía sembrada una mata de geranios en una maceta bermeja. Ante él Eva totalmente desnuda…

– Sé que me llamo Eva, pero no sé cómo se llama usted.
– No tengo memoria suficiente…
– Entonces ¿cómo puedo conocerle?.
– En realidad no es necesario. Sólo puedo decirle que nunca he tenido la oportunidad de conocer a una mujer. Me lo prohibieron siempre. Mis padres. Los franquistas. Los curas. El maestro. Siempre fuí pasando la vida esperando mi liberación. Nunca la logré. Jamás pude estar con una hembra y jamás pude alcanzar a ninguna de ellas. Sólo me quedó el triste consuelo de ser escultor y plasmarlas en el frío mármol.
– ¿Entonces?.
– Entonces sólo me queda poder contemplarla y admirar su belleza.

Eva fue contemplada con toda intensidad y después el anciano octogenario se levantó y se dirigió hacia la puerta. Se detuvo a medio camino.

– Espere, Eva. Sólo vine para entregarle esta carta que, por equivocación, había aparecido en mi casillero.

Cuando el anciano se perdió por la escalera abajo, Eva quedó con la carta entre sus manos. La abrió.

“Amada Eva: todos estos años en que desaparecí de tu vida me han servido para aprender que eres tú lo único que necesito. No quiero que la existencia me deje inhabilitado para siempre. No quiero tener que contentarme con ser sólo un artista del sueño inalcanzado. Te necesito en materia viva y no en naturaleza muerta. Te amo”. Javier.

Eva volvió a tumbarse en la cama en posición fetal. Dejó la carta sobre el velador y se decidió a esperar a que Javier no se contentase únicamente en convertirla en fría estatua de mármol.

2 comentarios sobre “La carta del escultor”

  1. Es muy bueno tu cuento, Diesel. Esa forma de plantear el tema y hacerlo llegar a un desarrollo inesperado me llama mucho la atención. Me ha interesado leerlo desde el principio hasta el final y eso siempre es un dato muy significativo de que has acertado con el tratamiento. Excelente.

  2. Agradezco tu comentario, Carolina. Y hago una observación a todos los lectores. Como os habréis dado cuenta no es un texto de Reflexiones sino un Relato. Si los que dirigís la página podéis cambiarlo de la Sección Reflexiones a la Sección Relatos os lo agradecería. Ha sido un pequeño lapsus mío.

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