La conciencia es el pensamiento no especulativo ni abstracto, que antes de actuar al margen de la experiencia sensible, lo hace de manera concreta, operando y abstrayendo una pluralidad de significaciones. De alguna manera, diríamos que la estructura temporal de la conciencia radica en poner ordenadamente las cosas que se suceden, sabiendo en dónde están, por qué están, cuándo aparecen y por qué.
La conciencia, como pensar concreto, es una operación práctica sobre los objetos, reuniéndolos, agrupándolos, trabajando sobre ellos y distinguiéndolos. Así, el descubrimiento de que el tiempo es una sucesión única es obra del pensamiento consciente, práctico y material. Percibimos el tiempo viviéndolo y sintiéndolo.
El movimiento mismo de las cosas, las mudanzas, los cambios… crean esta conciencia inmediata del tiempo, de su desarrollo sucesivo. Y de esta manera poseemos la percepción única del tiempo, porque a la vez lo ordenamos especialmente, organizándolo sucesivamente.
Por medio de la conciencia, en definitiva, vemos el suceder del tiempo mismo, operando hacia atrás y hacia adelante; en fin, en este continuo operar se originan los cambios, las mudanzas en las que el ser humano (dentro de un orden racional y espiritual al mismo tiempo) aprende a vivir en unión, concertándose y armonizándose íntimamente dentro del marco trascendental de la temporalidad; que es, en última instancia, la expresión de lo dinámico, lo continuo y lo perpetuo.
Por tanto, nuestra conciencia percibe el tiempo cuando lo sentimos vivir en cada momento, como un proceso del devenir, pero no como un acontecer veloz, sino mediante un ritmo pausado, sosegado, a fin de poder sopesar cada acto humano pero, a la vez, trastocando de los pies a la cabeza al mismo tiempo en que vivimos y en el que descansamos, confrontándolo con nuestra propia esencia humana y con nuestra propia voluntad personal. Y así, la Conciencia, unida a nuestra fe en El Espíritu, permite el milagro de ser tal como éramos.