La Cuesta de la Vega (segunda parte)

Y llegó el ansiado mañana y después otro y otro más… y durante el mes y medio que faltaba para completar julio y durante todo el mes de agosto estuvimos haciendo escapadas a la Cuesta de la Vega. Cada mañana pasada allí, junto a mi Dulcinea, era una locura de placer y de sentimientos sin fin. Ya no me interesaba contemplar las travesuras de los cercanos gatos de los Jardines Sabatini, ni hacer sonetos a las laboriosas tareas de las hormigas ni tampoco me entretenía ya inventarme leyendas mitológicas contemplando el claro horizonte de la Casa de Campo desde el barandal. Ya mis poemas no los escribía en hojas sino que los dejaba impresos en los labios de Teresa. En los ojos de Teresa comencé a escribir melodías que rápidamente interpretaba en casa al son de la guitarra. Yo, en la Cuesta de la Vega, sólo era un loco quijote más interesado en besar y acariciar el cuerpo de su dulcinea.

Cada día Dulcinea estaba más hermosa. Se arreglaba mejor. Se pintaba mejor. Se vestía más sexy. Y cada día olía y sabía de formas diferentes. Un día olía y sabía a menta; otro día olía y sabía a limón; a veces olía y sabía a canela y a veces olía y sabía a vainilla. Algún que otro día olía y sabía a yerbabuena, a malvavisco, a jazmín… Aprendí durante aquel mes y medio a oler y saborear múltiples aromas de la Naturaleza de la Tierra.

Y de pronto comenzó a bajar terriblemente mi rendimiento escolar; porque ya para mí los números integrales de las matemáticas dejaron de existir y dos más dos ya no eran cuatro sino un algoritmo infinito que debía interpretar bajo las coloristas camisetas de Teresa. Las piernas de Teresa me impedían distinguir la diferencia existente entre las bases y los radicales de la química orgánica y los vectores físicos no comenzaban en un punto de una línea recta que terminaba en una flecha sino que comenzaban en el primero de los cabellos de Teresa y terminaba en la última de las uñas de sus pies.

Aquello no podía pasar desapercibido para nuestros padres, ni para nuestros maestros ni para absolutamente nadie que tuviese la curiosidad de haberse fijado unos minutos en nosotros dos. Y así fue…

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