En 1958 todas las aulas de los colegios estatales eran iguales para un total de unos 50 chavales: una sala grande que tenía, al fondo, una tarima con una mesa para el maestro, un pizarrón y un mapa de España para sacar fotos cuando venía el retratista. Los chicos estábamos en colegios diferentes a las chicas quizás para castigarnos por haber nacido chicos. Íbamos subiendo de grado cada año salvo algún que otro empollón que se pasaba de listo y saltaba dos grados en una sola temporada. Las mesas eran pupitres de madera, para dos chicos sentados el uno al lado del otro. El asiento se levantaba y se bajaba manualmente y teníamos la costumbre de hacer de aviadores haciendo elevar el pupitre como si tuvieran pedales ya que el tablero estaba un poco inclinado hacia ti y arriba había una repisa con agujeros para colocar los tinteros que solían derramarse de vez en cuando poniéndote la chaquetilla perdida por culpa de la tinta. Los dedos también terminaban por llenarse de manchas que no salían ni con asperón. De vez en cuando venían unas señoritas para mirarnos el pelo y descubrir a los que tenían piojos, a los cuales les sacaban del aula y se los llevaban a desparasitarse.
El maestro nos mandaba llevar dos cuadernos (uno de sucio y otro de limpio) pero como en mi casa no había para tanto nosotros sólo llevábamos el cuaderno de sucio y, para disimular, le decíamos al maestro que el de limpio se nos había perdido. En la pizarra se escribía siempre con tiza de color blanco que se borraba con el borrador. Cuando alguien arañaba la pizarra con sus uñas nos entraba dentera. No llevábamos mochilas sino carteras bastas y de color marrón que siempre iban repletas de materiales escolares como los lapiceros, las pinturas de Alpino, las gomas de borrar de Milán y el bocadillo que nos ponía mamá cuando, en alguna ocasión, había bocadillo. Para no pasar hambre nos daban, en el descanso, leche en polvo y queso amarillo (ambas cosas procedentes de los Estados Unidos de Norteamérica) y a los que se portaban mal el maestro los sacaba al frente, les daba con una regla un feroz golpe en la mano y les ponía de rodillas mirando a la pared. A veces con los brazos extendidos y, en algún caso que otro, con libros en ambas manos. El truco para que no te doliese era frotarte las manos con ajo antes de recibir el palmetazo. Cuando el maestro se cansaba de tanto castigo nos enviaba a la Siberia; una sala vacía que hacía la labor de trastero y que tenía otra pizarra donde pintábamos dianas y lanzábamos tizas para saber cuál era nuestra puntería. Era cuando estaban de moda los tirachinas.
Recuerdo que, antes de los libros de Bachillerato, habíamos tenido que saber leer la cartilla (primer curso de EGB) y unos libros titulados “Comienzos” (segundo curso de EGB que tenía una portada con rombos rojos y amarillos y dibujos dentro de cada rombo y que eran de la Editorial Dalmáu) y “Fundamentos” (tercer curso de EGB con la portada similar a “Comienzos”). Pero en el 58 comencé a estudiar libros de Ingreso de Bachillerato y ya era otra cosa porque empezaba la titánica labor de aprender para jugárselo a todo o nada en los exámenes en el Instituto Ramiro de Maeztu que era donde iban los niños pijos de Madrid que nos veían llegar y se asustaban de lo mal vestidos que íbamos pero limpios del todo. Siempre con pantalones cortos pero más listos que los ratones colorados.
En el aula había una estufa que se prendía gracias a un poco de leña y a papeles que metía el profesor para que prendiera antes. La tapadera de la estufa había que abrirla con un gancho curvado para no quemarse las manos. Sólo calentaba al profesor y, como mucho, a las dos primeras filas donde se sentaban siempre los empollones. Las ventanas eran grandes pero como se cerraban muy mal entraba el aire por las rendijas y pasábamos más frío que un perro sanbernardo en los Alpes suizos. Los suizos estaban también de moda para los niños pijos; pero nosotros teníamos que conformarnos con mojar pan en los vasos de leche que, después, fueron sustituidos por el colacao. Con el colacao teníamos fuerzas suficientes para aguantar carros y carretas. El momento más peligroso era cuando el profesor te sacaba al frente para hacerte preguntas. Algunos se ponían nerviosos y empezaban a llorar porque no se sabían las respuestas. Lo mejor de todo, para mí, era cuando tocaba hacer Redacciones y entonces daba suelta a mi pluma estilográfica (regalo del tío Gregorio de Torremolinos) y me pasaba chupi lerendi cachondeándome de lo lindo de todo lo habido y por haber dentro del aula. Todo ello ante el jolgorio general y la sonrisa del maestro que veía en mí a todo un Víctor Hugo pero en español. Y es que en aquellas redacciones yo solía sacar todo el realismo trágico de los colegios estatales pero en forma de parodias y chistes que dejaban a todos asombrados. Más asombrada se quedaba mi madre cuando leía mis poemas subidos de tono para dar a entender que estaba ya preparado para estudiar con chicas como compañeras; cosa que no sucedió hasta que llegué a la Academia Cima.
En los días calurosos, el aula parecía un hervidero de granujas dispuestos a hacer novillos en cualquier ocasión. Alguna vez hice novillos para ir al Parque del Retiro y ver chicas de la clase social alta patinando por el Paseo de Coches. Otras veces jugábamos al fútbol al lado de las verjas del Zoológico hasta que aparecía el guri de turno y, antes de que nos quitase las pelotas, corríamos como diablos hasta desaparecer por la Puerta de Granada. Pero lo mejores partidos eran los que hacíamos en el patio del colegio cuando el profesor se creía que íbamos camino de nuestras casas pero estábamos escondidos en el garaje de la bruja, la cual nos perseguía con su escoba hasta que saltábamos la puerta de hierro escalando comos serpas tibetanos y comenzaban los interminables partidos. A veces el profe se escondía también y nos pillaba y nos echaba broncas y nos quitaba las pelotas. Al día siguiente todo estaba ya olvidado y comenzaba de nuevo la fiesta.
En los cajones de los pupitres escondíamos los restos de chicles y de paloluz, con lo cual dejábamos los cajones hechos un asco; pero lo más importante era estar al loro y no dejar que ningún otro compañero te mojase las orejas y si había que repartir un par de tortas las repartíamos y a otra cosa que no eran tiempos de ir a casa llorando sino partiéndonos de risa. En cuanto a los curas ni se acercaban por nuestro cole puesto que sabían que nosotros no estábamos por la labor de ser monaguillos, hasta que a Gamarra lo agarraron del cuello y se lo llevaron a un colegio de jesuítas y ya nunca más supe de él. En cuanto a Flórez le dio la extraña locura de ir diciendo, en voz alta, que era Pedro Botero pero su locura sólo nos hacía partirnos de risa. A las chavalas del colegio de monjas más cercano al nuestro, las de Narváez, ni se les ocurría aparecer por nuestro alrededor de lo puro nerviosas que se ponían pues alguna monja les habían dicho que nosotros éramos sacamantecas o cosas peores.
Cuando te entraban ganas de hacer pis tenías que levantar la mano para pedir permiso al profesor y mientras te lo daba o no te lo daba nos entraba el baile de San Vito y algunos hasta se hacían pis con tal de no levantar la mano. Y cuando llegaban visitas de personas, todos nos levantábamos de nuestros asientos y se armaba más ruido que en la Guerra de Troya y entonces el maestro se ponía rojo de vergüenza y, una vez que la visita -hombre o mujer- se marchaba, nos echaba tales broncas que aquello parecía la batalla de Lepanto y entre que si me levanto o que si no me levanto todo era un desbarajuste total; hasta que el profesor daba con la regla encima de le mesa y todos guardábamos silencio sepulcral. Lo que más me entusiasmaba, dicho sea de paso, era el Atlas que me compró mamá y que, aunque no era tan completo como el empollón de Vicente, pues me lo pasaba chachi mirándolo una y otra vez hasta aprenderme tal cantidad de ciudades, pueblos y naciones que era todo un hacha en Geografía y algo de Historia.
Para combatir el tedio de los mediodías comenzaba a imaginarme aventuras que iban más allá de lo confesable y después el cura de los Sacramentinos me hacía saber que yo era un pecador por tener malos pensamientos pero yo no sé a qué se estaba refiriendo así que dejé de ir a confesarme para vivir más de acuerdo con mi naturaleza y que no me entrase crisis de identidad y terminar como monje cartujano; así que decidí seguir soñando. Y es que yo ya desde entonces soñaba con mi Princesa aunque estuviese obligado a tener que soportar las lecturas del catecismo y todas esas cosas de religión que nos traía a todos por la calle de la amargura. Lo último que recuerdo de aquella aula era que un día el profesor, llorando a lágrima viva, nos dijo que ya no nos soportaba más, que estaba cansado de tanto luchar con nosotros y que nos fuéramos del colegio echando leches. Y nos fuimos.
Aquel cuya sonrisa le embellece es bueno. Aquel cuya sonrisa le desfigura es malo. (Proverbio Húngaro).