La Esmeralda Encontrada

Hacía muchos años, habían transitado sus caminos junto a una preciada joya.
No la habían encontrado, no se las habían regalado, nadie la había perdido y nadie la había reclamado. Simplemente la tuvieron a su lado.

Hasta que un día ya no la tuvieron más.

Aquella joya tenía una esmeralda muy particular, si es que puede ser particular una esmeralda, ya de por sí particularísima piedra preciosa.

La esmeralda es una variedad del berilo mezclado con cromo y vanadio. Esta mezcla le da su característico color verde y su fina dureza.

Pero lo más significativo y lo que más apreciaba al tenerla en frente era lo cristalino y transparente de la piedra. Podía ver a través de ella.

Ambos se jactaban de defender una exclusiva aristocracia: la de la inteligencia y el coraje.

Se medían con un cruce de palabras sueltas a las que, uno por vez, daban un valor propio.

– Un libro… Cien años de soledad
– Un paseo… Caminar de ida y vuelta
– Una película… El ciudadano
– Una frase… ¡Se puede!
– Otra frase… Lo hagamos

La mesa del bar La Academia produce un efecto extraño y sobrecogedor. Tiene un temblor de a ratos que, al menos, hace pensar.
¿Vibraciones acordes?
¿Recuerdos con figura de fantasma?
¿Advertencia?

Ha pasado mucho tiempo, muchos años, desde la última charla, desde el último saludo, desde el anterior encuentro (¿desencuentro?). Pero no todo parece haber cambiado tanto como se ve desde afuera.

Es una noche de invierno del 2000, ya superado el efecto Y2K sin que el mundo se detuviera ni la hecatombe informática se produjera. Todo sigue igual hasta ese momento. O hasta unas horas antes de ese momento, cuando sonó el teléfono.

No conocía el número de quien le llamaba por lo que atendió como se hace en esos casos… pensando en quién sería. Parado frente a la ventana que daba a la avenida, atascada de autos volviendo a casa a la hora pico, oprimió la tecla verde del celular con la escasa premura que da atender un llamado desconocido cuando no esperamos ni siquiera el de un conocido.

Una voz preguntó si era quien pensaba… ¡¡Entonces no es un llamado de un desconocido!!
Esas milésimas de segundo que permiten pensar tantas posibilidades le llevaron a hacer un tour por las voces conocidas tratando en vano de descubrir a quien pertenecía. Definitivamente, no sabía quién era y se sentía al desnudo con la pregunta escuchada.

– Soy yo, ¿quién habla?

Mientras avanzaba el cruce de palabras y confesiones, la mesa de la Academia volvió a vibrar/temblar/advertir…

– Pensemos racionalmente, dejemos de lado lo esotérico y tratemos de descubrir qué es lo que pasa con la mesa.

Es una mesa de madera, de 90×90, con patas rectas, con la tapa gastada y mil veces frotada con la rejilla de los mozos en los últimos 70 años. Entrando al bar, a la derecha, contra la pared con espejos tan viejos como todo allí, la tercera mesa es la que vibra. Más hacia el fondo está la baranda/mampara que separa el sector de las mesas con el sector de los billares y juegos de mesa. El ruido de las bolas se mezcla con el de las fichas y los dados del backgammon, dejando adivinar el silencio de los dos pensantes jugadores de ajedrez, totalmente abstraídos, necesariamente, del resto del mundo.

– Esto seguramente tiene que ver con la actividad en los sótanos del local. Estos negocios fabrican sus propios productos, como las medialunas y las facturas. Tal vez haya máquinas de panaderos funcionando y éstas provocan las vibraciones que sentimos.

Con la excusa de buscar un servilletero, se apoya en una mesa vecina buscando el mismo temblor. No hay temblor en esa mesa. Como no lo hay en otras varias, contra la pared, en el centro del salón, contra otra de las paredes… definitivamente, la única mesa en la que se siente esto es en la tercera, contra la pared de la derecha mirando desde la entrada.

A esta altura de la conversación, mezclada de recuerdos y teorías sobre la vibración de la mesa, tomaban el tercer café que no sería el último de esa noche.

– Un lugar… La plaza
– Un día… Todos
– Música… Baile
– Amigos… Como siempre
– Compañía… Sin
– Un desafío… Una mirada

Con la llamada telefónica de la tarde quedó mirando por la ventana que ya no le mostraba los autos de la hora pico sino que le llevó a ver una postal en movimiento de muchos años antes, a otro lugar (muchos lugares), a otra hora (todas las horas), a una sonrisa conocida (una sola sonrisa, ésa sonrisa)… y ya no pensó más.

El camión de la basura se detuvo en la puerta del bar en el momento en que volvieron la atención a la vibración de la mesa.

– Cómo no lo pensamos antes… esto sucede cuando en la calle pasa un camión, o un colectivo, que hace trepidar el pavimento y éste transmite el movimiento….
– No, no es así tampoco.

Ayudados por los semáforos que interrumpen por un minuto el tránsito, comprueban que la mesa sigue temblando aun cuando nadie se mueve ni dentro ni fuera del local.

Cuando no se entiende qué pasa se tiende a explicar los hechos con teorías que varían según el estado de ánimo, el momento que se vive, las otras sensaciones que del momento.

– Mira, no le busquemos más explicación… estamos temblando y creemos que la que tiembla es la mesa.
– No muestres tal ingenuidad… esas cosas no pasan en la realidad.
– Estás trayendo al aquí y ahora las cosas que viviste y crees estar repitiéndolas ahora mismo.
– Sabemos que no somos los mismos y por tanto no podemos vivir lo mismo.
– Entonces lo que pasa con la mesa no está pasando sino que lo estamos imaginando.
– Mozo… ¿la mesa tiembla o nos parece?
– Si les parece que tiembla… pues tiembla. Eso suele pasar cada 20 o 30 años… depende de cosas que no tienen que ver con la mesa.

La sonrisa socarrona del mozo, que parece haber estado en 1930, cuando abrió sus puertas La Academia, los hizo caer en la cuenta del ridículo ante la vista de los demás.

Pero a quien le importa el ridículo si se está en el presente, en presencia del pasado y con la vista puesta en…

No podía seguir pensando, su mente estaba totalmente ocupada por los recuerdos.

Un rápido pero minucioso repaso por aquellos tiempos, lugares y sonrisas le encendió todas las luces de alerta máxima ante lo inesperado.

Rumbo a La Academia iba mirando sin ver a través de la ventanilla del taxi cuando éste se detuvo en un semáforo. Un cartel publicitario atrajo su atención y en una rápida asociación de ideas, nombres, fechas, lugares, sentires…

Retrocedió hasta meses atrás, cuando había recibido un escueto mensaje mudo, en el que no le decía nada. Sólo le hacía notar que estaba ahí.

¿Qué pasaba por su mente cuando recibió ese mensaje?
Se lo había preguntado varias veces en esos meses y tras la asociación de ideas tomó la decisión de buscar la respuesta en la fuente misma.

Esa tarde, al llegar a su casa luego del trabajo, respiró hondo, aclaró la voz e hizo la llamada.

¿Quién habla? ¡¡¡Soy yo!!! ¿Cómo estás??

También vio otro lugar, otra hora y otra sonrisa mientras del otro lado veían la postal en movimiento.

Decían los griegos que su nombre significaba “quien trae la victoria y el triunfo”.
Y los romanos decían que es “quien trae la alegría”.

El brillo en los ojos mostraba la alegría ante la buenaventura del momento que asomaba, que intuía, que quería.

No había disimulo en la conversación. La curiosidad de ida y vuelta estaba presente. Querían saber todo lo que había pasado, todo lo que no había pasado y todo lo que podría haber pasado. En fin, todo es todo, no menos. Y no estaban dispuestos a soslayar nada.

La mesa temblaba cada vez más con más firmeza y por más tiempo. Ya casi no se aquietaba.

Pero eran otros los temblores a los que prestaban atención. Era el momento de atender cada cual a los suyos y eso es lo que estaban haciendo.

El juego de palabras era recurrente.

Un cada vez más curioso juego de palabras. Curioso por curiosidad, no por rareza.

Cada palabra de uno era una exploración en el otro. Cada palabra pretendía encontrar la clave que saciara le necesidad de saber. Cada palabra quería atribuirse el reencuentro con la joya de antaño, con la esmeralda perdida.

Decididos a terminar con el temblor de la vieja mesa, pagaron la cuenta al mozo socarrón y se marcharon por Callao bajo la llovizna del invierno porteño.

Tres cuadras en silencio, midiendo cada paso, midiendo cada distancia. Cada vez menos distancia entre los dos. Primero un ligero acompañar desde el brazo al cruzar Lavalle. Luego una mano en el hombro para atravesar Córdoba. El cruce de Santa Fe, mirando los setenta balcones aún sin flores fue de la mano. Y así fue en adelante.

El temblor había vuelto y la mesa seguía contra la pared de La Academia.

– Te suelto la mano y desaparece el temblor.

– Es cuando yo suelto la tuya que desaparece.

– Está en el medio justo entre los dos, si no nos tocamos, si no nos une la mesa, no hay temblor.

Decir y escuchar eso fue suficiente para querer que el temblor siga. ¿Quién quiere despertarse cuando pase el temblor? ¿Quién quiere que el temblor pase?

Al llegar a Libertador, doblaron a la derecha, hacia Retiro, caminando bajo las recovas del bajo. Allí no llovía pero se podía ver y sentir la lluvia. La complicidad de las columnas terminó con las tentaciones de ese abrazo. Y en ese abrazo el temblor fue, finalmente, el gran temblor que descubrió todo lo que estaba latente en el interior de ambos.

Nunca llegaron al Patio Bullrich, nunca caminaron esas dos cuadras y media. Los abrazos fueron tan sucesivos que sería difícil contar cuántos fueron. Tal vez fuera un único y gran abrazo.

No fue un solo beso, eso no. Infinita cantidad de besos. Con prudencia, con temor, con cuidado, con los ojos cerrados, con la respiración contenida, con el temblor en los labios, con los ojos cerrados, con el temblor en las bocas.

¿Quién se acuerda de la mesa de La Academia bajo las recovas del bajo? ¿Quién se acuerda del temblor de la mesa con el temblor de los cuerpos en los cuerpos abrazados y el temblor de las bocas en las bocas unidas?

Ya no hay preguntas, ya no hay misterios… Está todo claro ahora. Está todo iluminado como si fuera de día y, al abrir los ojos tras un interminable beso descubren que la luz no es del sol sino de la esmeralda perdida. Que ya no está perdida. Que vuelven a caminar juntos con la joya encontrada.

No resulta fácil tener la joya. No hay bóveda que la guarde, no hay un lugar dónde exponerla, pero tienen la misión de no perderla, tienen las ganas de conservarla.

Probaron el amargo de saberla perdida, no lo quieren probar de nuevo.

Aún así, dan un paso y la dejan sobre el cordón de la vereda. Dan dos pasos y vuelven por ella. Se debaten entre el poder y el querer. Entre el deber y el sentir.

Ha pasado el tiempo, ni la piedra más dura recorre el tiempo sin quedarse con las huellas de ese tiempo. También la esmeralda pasó por eso.

Dan un paso y la reconocen. Dan dos pasos y se dicen que no es la misma. Dan tres pasos y no importa si es o no la misma.

La esmeralda ya no está perdida. Es la esmeralda encontrada.

La encontraron en La Academia… ¡¡¡Qué parecido significado tiene el nombre con el nombre del lugar en donde la encontraron la primera vez!!!

Un comentario sobre “La Esmeralda Encontrada”

  1. Muy bueno. Me pareció estar leyendo quizás un magnífico relato de Cortázar, o de Benedetti o de algún otro de los grandes escritores de cuentos hispanoamericanos con final de nostalgia. A mí me gustó mucho leerlo, despacio, comprendiendo cada mensaje.

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