La llamada de la muerte (2ª parte)

Con gran esfuerzo consiguió liberarse de los barriles, redes y otros materiales que lo habían sepultado. No sabía cuanto rato había estado inconsciente.

Caminó despacio hacia la escalera. Se quedó unos segundos quieto bajo la trampilla que comunicaba la bodega con la cocina del barco, atento a cualquier ruido. Se extrañó al no oír el habitual jaleo que había a todas horas en aquella sala. Solo se oían los gritos de las ratas que peleaban por algún trozo de comida. Inspiró fuerte, aguantó el aire y abrió la trampilla despacio, escudriñando la superficie del piso en busaca de los pies de algún cocinero. Nada.

Anduvo por todo el barco sorteando toda clase de objetos. Parecía que hubieran dado varias vueltas de campana. Buscó a su amigo, al que aquí llamaremos Castro, sin éxito. Castro era el único que sabía de su presencia en la nave. Lo descubrió agazapado entre unas cajas, pocas horas después de abandonar el puerto de Ciudad del Cabo. Sabía que si lo descubrían lo arrojarían al mar. Castro era en hombre tranquilo y compasivo, con mas días a su espalda que por delante, que había probado la dureza de la vida del polizón. Le indicó al muchacho donde estaba la bodega y le dijo que se escondiera allí, hasta arribar al próximo puerto.

Hans, así llamaremos al polizón, abandonó el barco. Quedó asombrado con lo que vio: un acantilado de roca negra y brillante, alto como no hubiera podido imaginarse nunca, parecía proteger el interior de aquella tierra de lo que pudiera llagar por mar. Una inmensa nube más negra que la roca cubría el cielo, el casco del barco estaba totalmente deformado, como si dos grandes manos lo hubieran levantado del agua y después de arrugarlo, lo hubiera lanzado contra costa.

Unos gritos aterradores lo hicieron volver a la realidad, venían de lo alto del acantilado. Empezó a escalar la pared con dificultad, pues era tan lisa que ofrecía pocos asideros al que osaba trepar por ella. Al llegar arriba vio a decenas de hombres y mujeres altísimos, parecían albinos pero con una particularidad, los globos oculares eran negros, como todo allí.

Entre los horribles alaridos creyó distinguir unos balbuceos conocidos. Sin duda, era Castro. Seis de aquellos lo llevaron aparte del grupo grande, sujetándolo por los brazos y las piernas. Uno de ellos apoyó sus largas uñas sobre el vientre del cocinero y, con un movimiento lento pero firme, hundió la mano hasta la muñeca. Los gritos de Castro eran el sonido más aterrador que se puede oír n este mundo y en el siguiente. Hans se tapó la boca con fuerza.

Los otros cinco seguían sujetando a Castro, cuatro por las extremidades y uno por la cabeza. Los cuatro primeros retorcieron los brazos y las piernas. El crujir de los huesos hizo que Hans apretara su boca aun con más fuerza y le cayeran un par de lágrimas. El quinto tenía a Castro agarrado por la cabeza y, como si alguien hubiera hecho una cuenta atrás, estiraron todos a la vez, separando el miembro que sujetaban del tronco del cocinero, que cayó dando un golpe sordo contra el suelo. Hans nadaba en un mar de lágrimas. Siguió observando la macabra escena, que su llanto deformaba haciéndolo más horrible aun, tras la roca que le escondía de aquellos seres. En pocos minutos habían hecho lo mismo con la mitad de la tripulación

Continuará…

Ariadna Puig

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