Se había teñido de color claroscuro,
la simpleza de la mirada aquella que no
paraba de aparecer, resuelta en palabras
que prometían el desafío de una
ilustre encrucijada.
Rota estaba la línea que desnivelaba
mis sentidos,
carcomidos por el destino de la deshora.
Ese destinto que empezaba a parecerse a mí.
Que recorría las paredes y se mudaba en sombras,
que dibujaba figuras inexplicablemente bellas,
esparcidas por todas las cumbres.
Entonces se abría la puerta del callejón, y
conversaban los sueños con una cama de
porcelana; dialogaban con la tristeza de sentir
y no poder dejar de hacerlo.
Ni siquiera la lluvia intentaba menguar, y
pasaba de largo, sin detenerse,
sin probar la saliva que enredaba el idilio
del espacio sin lugar,
del perdón sin motivo,
del relicario de la duda aquella, que dejaba huecos en cada rincón.
De la tristeza que no podía evitar.
Había llegado la hora de no decidir; y
tan sólo entregarse sin aspavientos al clissé de su vigilia,
al cielo que era suyo y rescataba poetas de aquel hervidero
de leopardos.
Y aquel reloj que esperaba sin medir,
volvió a marcar el tiempo sobre una piel fría y rotunda
que siempre escapaba a sus embravecidos mares.
Y perdonó a sus ojos que, abiertos, intentaban dormirse,
sólo para calmar los huesos de una bendita demora.
2 comentarios sobre “La niebla del espejo”
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Descubro en tu reflexión poética esa calma del tiempo que se diluye entre los vahos de las nieblas de un espejo, o sea, en otras palabras, entre las benditas horas del despunte pasajero que se torna pausa para dejarse discurrir. Me despiertas siempre pensamientos, Celeste…
Muy bello de nuevo.
De nuevo esa “musicalidad interrumpida” que ya empiezo a asumir como tuya. Ya no intento “entender” ahora “la siento”.
En fin, siento el poema desvanecerse entre imágenes neblinosas.