La noche de los búhos

En medio de la espesura danzaban los nubiles unicornios alrededor de la fogata, mientras el resto de la tribu, con los cascabeles de las serpientes venenosas enrollados en sus duras tobilleras, convulsionaban de espasmos la noche cerrada bajo la luna llena. Soplaba el viento y se oía el rumor de las hojas ulular como centinelas. Un aullido de fantasmas enloquecía el ambiente.

Nigorán, el robusto y burlón griot de la camada, había predicho, auscultando los amarillentos huesos del podrido elefante, que los dioses mandingas desencadenarían una feroz tormenta para saciar la sed de los rebaños; pero Nigorán se había equivocado ya en demasiadas ocasiones como para ser perdonado esta última vez.

– !Corre, Nigorán!. !Huye al fondo de la selva ahora que todos se encuentran embriagados de somática bebida! – le había avisado el viento.



Y en medio de las antorchas encendidas en los huecos de las calaveras, con la febril enfermedad de la locura orquestada en sus órbitas oculares, Nigorán tomó su arco y sus flechas y corrió hacia el fondo de la selva donde la oscuridad proyectada por las grandiosas arboledas le encubrirían su falsa proporción de magias y encantamientos. Proyectó su cuerpo en forma de intrépida gacela y holló las secas plantas vegetales donde los sapos escondían sus últimas y gorgóreas propuestas. La luna enrojecía el cuerpo de los baobabs mientras el aire se preñaba de humo y de sudor…

– !Nigorán nos ha engañado! – rugió el gordo reyezuelo mientras los ancianos vomitaban espumarajos verdes y los somnolientos guerreros caían al suelo vencidos por los trasgos y el aturdidor estruendo de los tambores.

– !Nigorán nos ha engañado! – gruñía la vieja y escorbútica bruja corcovada intentando despertar a sus jóvenes hetairas.

– !Vamos, ponéos en pie!. !Nigorán nos ha engañado una vez más! – seguía rugiendo el gordo reyezuelo.

Pero la atmósfera era demasiado pesada y los sopores del soma amodorraban todas las conciencias de los guerreros que, bamboleándose de lado a lado, no tenían suficientes arrestos para enderezar sus espíritus.

– !Corre, Nigorán, corre! – le seguía alentando el viento.

Y Nigorán corría tronchando las secas ramas de los arbustos hasta introducirse en la espesura de la virgen selva en donde había conocido las artes adivinatorias que ahora fallaban en el momento más crucial de su existencia.

– !Sangre!. !Sangre! – reclamaba el coro de los envidiosos hechiceros bajo sus pintadas máscaras grotescas – !Que la sangre de Nigorán tiña de rojo las praderas para que vuelva a resurgir el río de los alimentos!.

Media hora más tarde toda la jauría de la tribu por completo comenzaba la locura de la implacable persecución y Nigorán, hundido en la penumbra de la noche, corría como un leopardo en medio del terror enmarcado en su purpúreo rostro.

¿A dónde ir?. ¿Por dónde escapar de aquella pesadilla?.

El estruendoso sonar de los tambores se oía cada vez más cerca del cerebro de Nigorán. Todos los guerreros aullaban en medio de la noche mientras seguían, con pies ligeros y sin pérdida posible, las inequívocas señalesdel rastro de los pies desnudos de Nigorán, que tronchaban los secos arbustos en su precipitada huída.

¿A dónde ir?. ¿or dónde escapar de aquella pesadilla?.

Los rostros sudorosos de los jóvenes guerreros eran más que elocuentes. Demasiadas promesas incumplidas. Demasiados deseos de venganza por tantas jóvenes hermosas arrebatadas por los encantos y encantamientos de Nigorán. Demasiado odio como para salir victorioso de aquella desigual batalla.

¿A dónde ir?. ¿Por dónde escapara de aquella pesadilla?.

Los negros buitres despertarían, a la mañana siguiente, su asaz acechamiento para despojarle de los últimos vestigios de la carne de su esbelto cuerpo cuando la cacería hubiese llegado a su final; y Nigorán, por primera vez en su aventurera existencia, tuvo miedo de ser persona. Quiso ser cocodrilo, se convirtió en cocodrilo e inmerso en la ciénaga pantanosa del horizonte se hundió hasta el infinito.

Los búhos entonaron su canción de despedida.

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