La noche del Tesauro (1): Novela

No tenía equipaje y ningún punto geográfico al que dirigirse. Y estaba en plena ciudad, en plena niebla, rodeado de mútiples “caminos” en forma de semáforos y ojos de viandantes que parecían decirle !a dónde vas!… Tenía que empezar a aprender a leer una nueva dimensión de la vida en las parábolas del aire…

La Biblioteca Memphis era un verdadero palacio de cristal de diez pisos de altura en cuya cúpula lucía una gigantesca esfera con los cuatro puntos cardinales enmarcados en un pináculo que se elevaba hacia el cielo. Al llegar a la puerta de bronce, dirigió su vista al letrero de la entrada: “Bienvenido a Memphis. Apriete el botón de la derecha y en veinte segundos podrá usted entrar. Desactive su móvil, por favor”. Apretó el botón indicado.

No llevaba ningún móvil. Un letrero luminoso se encendió y surgió una frase: “Dulces favores, dulces desdenes, dulces aplacamientos, dulce mal, dulces penas, dulce errar, dulces palabras dulcemente comprendidas, dulce furor seguido de dulces llamas (Francesco Petrarca)”. Entró con el corazón agitado a la Sala de Recepción y se dirigió lentamente hacia el panel donde estaban consignadas las diversas secciones. En el suelo, de mármol pulido, estaba dibujada una gigantesca araña lenticular. Y entonces, cuando comenzaba a escudriñar aquel panel multicolor, se dio cuenta de que alguien le observaba. Giró la cabeza cuarenta y cinco grados hacia su derecha. Allí estaba. Era una joven belleza enigmática. Con ojos ambarinos y el cabello refulgentemente cobrizo.

– Hola, ¿te puedo ayudar en algo?…

No supo que contestar en un principio. Las horas del reloj anunciaron las seis de la tarde. En el exterior, la niebla se había difuminado y dejaba paso a una tenue luz que entraba a través de los cristales y hacía brillar a la enorme araña del suelo que parecía querer caminar. Caminar. Esa era la circunstancia que le había hecho llegar hasta allí. Caminar. Y se quedó mirando a la desconocida…

– ¿Te puedo ayudar en algo? -volvió a preguntar ella.

Entonces se dio cuenta de que aquella voz metálica no pertenecía a un ser humano. Era una robot. Una bellísisma humanoide con inteligencia propia. Se atrevió a contestar.

– Busco referencias de camino… pero de camino humano…
– ¿Con qué persona, animal o cosa te identificas?.
– Sólo con el aire, porque no importa la meta, la llegada, la estación… sino solamente el camino.
– Sube entonces al décimo piso.

Y la bella humanoide se marchó dándole la espalda

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