Pronto comenzó profundamente a soñar. Se vio a sí mismo caminando por un sendero a plena luz del sol. El sendero finalizaba ante un pequeño templo primitivo encumbrado en un cerro. Había sido construido en el lejano año de 1275. Siglo XIII. Estaba rodeado de eucaliptus. Vio una fila de 12 peregrinos encapuchados. No podía ver sus rostros pero, por su manera de caminar, parecían 12 ancianos. Sonaron las campanas del pequeño templo. Miró su antiguo reloj de oro. Eran las 12 del mediodía. De pronto los ancianos comenzaron a cantar una lengua extraña, como si fueran cánticos oscuros salidos de gargantas lúgubres. Le echó valor y entró, sigilosamente, tras aquellos extraños personajes. La puerta se cerró bruscamente emitiendo un ruido profundo que retumbó en todo el cerro.
A la entrada del templo, en una especie de vestíbulo, había, colocadas en las paredes, 12 calaveras (6 en la derecha y 6 en la izquierda), cada una de ellas alumbrada por una antorcha encendida. Ya en el interior del pequeño templo, la oscuridad era absoluta. Otras 12 antorchas encendidas, 6 a cada lado, daban una tenue luz mezclada con las sombras. Los 12 ancianos se colocaron sentados ante 12 mesas. En el altar, dándoles la espalda, una especie de viejo gurú oficiaba una extraña ceremonia mientras bebía de un tazón lleno de un líquido rojo que á él le parecía sangre. De pronto, los 12 extraños y ancianos peregrinos encapuchados comenzaron a dar gritos mientras se levantaban de sus bancas y se arrodillaban ante el altar. Una vez callados todos y en medio de un sepulcral silencio, el nauseabundo gurú fue dando de beber, de aquel tazón, a sus 12 seguidores mientras pronunciaba la siguiente frase: “!Esta es la sangre joven que nos dará la vida eterna!”. !Sí!. !Era sangre humana!. Rápidamente, y oculto como estaba en la sombra, dedujo: “esto debe ser una misa negra de carácter diabólico”. Al menos eso le parecía a él Y no se equivocaba…
De repente, una vez vacío el tazón, el asqueroso gurú dejó a éste sobre el altar y se dirigió hacia una pequeña puerta que había tras al fondo. Los 12 extraños ancianos se levantaron pesadamente y salieron también por la misma puerta. !La ceremonia había terminado!. Volvió a sonar la campana del pequeño templo. El joven Paúl se acercó a las bancas donde se habían sentado los ancianos y descubrió que !eran lápidas de tumbas de algún cementerio sujetadas al suelo por cuatro secas patas de elefante cada una de ellas!. Lápidas sin nombre alguno pero con una palabra impresa en todas ellas. Esa palabra era “Tesauro”.
La única ventana que tenia el pequeño recinto estaba situada en el techo pero se encontraba cerrada a cal y canto. Miró hacia ella y de pronto recordó a la Biblioteca Memphis. Repentinamente despertó. En el Hotel The King’s Cottage el silencio era absoluto. Sintió el silencio. Notó el silencio. Palpó el silencio. A la memoria le vino ahora una frase de Miguel de Cervantes y Saavedra: “Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades”.
Meditó sobre esta frase durante un buen rato mientras se duchaba. El agua estaba fría, muy fría, y sintió un estremecimiento recorriendo todo su ser; algo así como si una mano invisible estuviera a punto de atraparle por el cuello. Respondió dando un ligero salto que le hizo salir de inmediato de la ducha. Pronto se dio cuenta de que nadie estaba detrás de él. Sin embargo juraría que una sombra había salido corriendo hacia la puerta de salida que se encontraba, curiosamente, abierta. ¿La había dejado abierta él sin darse cuenta o la había abierto alguien ajeno a él?. Se puso una toalla cubriendo sus partes pudientes y se dirigió hacia la puerta. Miró hacia el fondo del pasillo. En aquellos instantes la sombra se perdió tras la esquina derecha del pasillo. Efectivamente. Estaba convencido (si el sueño no le había hecho ver imaginaciones) de que alguien había estado allí. Acudió de inmediato a la habitación y buscó sus documentos de identidad. Estaban todos allí, sobre el pequeño velador de madera de caoba. Al incógnito personaje (si es que había sido verdad) no le dio tiempo de llevarse nada. En realidad, todo estaba en orden. Miró su pasaporte y su carnet de Socio del Club Mirasierra. Desde la ventana se veía la sierra. Entraba por la ventana abierta (no sabía con total seguridad si la había abierto él) un aire fresco, así que la cerró rápidamente. Se vistió todo lo más deprisa que pudo y se sentó cómodamente en el butacón para seguir leyendo el libro de Juan Goytisolo titulado “Señas de identidad” a esperar que llegase el amanecer.