De un retrato de anciano con cabello canoso y largas barbas blancas surgió una voz: “La emoción callada, honda y contenida, dará sustancia al alma que inicialmente vacila para luego tomar fuerza en el dominio del aire que la abrirá a la vida”. La mirada del anciano retratado parecía dirigirse al infinito…
Se acercó al supersónico ascensor y apretó el teclado del piso bajo. A los pocos segundos llegó el ascensor y se abrieron las puertas. Había un nítido cristal en el fondo. Se miró en él. Se dio cuenta de que tenía un fantástico parecido facial a Walter Scott en su etapa juvenil. Rubio. Los iris de sus ojos de color miel. Nariz recta y bien formada y pómulos llenos.
Pensó en “El canto del último trovador” y después de teclear el piso décimo, el último piso de la Biblioteca Memphis, rememoró que su lectura le había producido, unos años antes, el encanto del rancio sabor de las nuevas aventuras. El ascensor se detuvo en el tercer piso y entró una joven pareja besándose ávidamente. Se introudjo aún más en sí mismo prefiriendo el sentimiento a la razón, la naturaleza salvaje a la civilización ciudadana, el bárbaro primitivo e ingenuo al hombre calculador y materialista de la posmodernidad. La pareja salió del ascensor en el séptimo piso y él siguió subiendo… subiendo.. hasta llegar a su destino…
En el décimo piso había un póster pegado en la pared del pasillo, junto a la puerta de entrada a la Gran Sala Azul. Un póster de Hermann Melville en medio de un puente, con una frase célebre del escritor neoyorkino: “El mundo es tan joven hoy como en el instante en que fue creado. La trillonésima parte de cuanto hay que vivir y decir no ha sido vivido ni dicho todavía”…