La Pequeña Caja de Sorpresas (pequeño cuento)

En un rincón muy pequeño de una plaza muy pequeña de un pueblo tan pequeño que no aparecía en ningún mapa… había un mago que trabajaba, siempre, con una pequeña caja de sorpresas. Nadie de allí conocía su verdadero nombre, pero como sólo trabajaba los domingos todos le llamaban Domingo.

Domingo llegaba, colocaba su pequeña mesa de madera de esas de las llamadas de tijera y colocaban su pequeña caja de sorpresas para el deleite de los pocos que acudían a verle actuar. La mayoría estaban siempre ocupados en ver las grandes proezas de los Grandes Magos que acaparaban los lugares más estratégicos y visibles de la pequeña plaza.

Domingo tapaba su pequeña caja de sorpresas con un pequeño mantel de eso que usan las mujeres de los pequeños pueblos para adornar sus pequeñas mesas de comer. Domingo hacía unos pequeños pases mágicos, quitaba el pequeño mantel y abría su pequeña caja de sorpresas y ante la sorpresa de los pocos niños y niñas que se acercaban a observar resulta que nunca salía un conejo, ni una paloma, ni una fila de pañuelos multicolores… ni tan siquiera salía una espléndida mujer contorsionista…

De la pequeña caja de sorpresas de Domingo sólo salía humo. Sí. Pero un humo tan especial que los pocos niños y niñas allí reunidos, junto con sus padres y madres, podían ver cualquier cosa que ellos y ellas desearan. Cualquier cosa. Los niños solían ver trenes que flotaban por las raíles del viento. Las niñas solían ver trenes que flotaban por los raíles del viento. Los padres y las madres de aquellos pocos niños y niñas que acudían a ver la magia de Domingo también solían ver trenes que flotaban por los raíles del viento…

Y todos aquellos pocos niños y niñas, acompañados de sus padres y sus madres, montaban en esos trenes y se iban a dar vueltas por el Universo para jugar con los ositos de la Osa Menor. La Osa mayor quedaba para los Grandes Magos que se situaban en los lugares más visibles de la pequeña plaza de aquel pequeño pueblo.

Los pocos niños y niñas, con sus padres y madres, que jugaban con los ositos de la Osa Menor gozaban de tanta libertad que, al volver a la Tierra, venían llenos de sueños… sueños que soñaban mientras dormían y que al despertar, el lunes por la mañana, se les convertían en realidades. Cada uno de aquellos pocos niños y niñas, con sus padres y sus madres, que tenían la ocasión de contemplar y experimentar la pequeña magia de Domingo eran sueños… sueños vivos que se transformaban en lo que deseaban ser…

Y Domingo, tras haber hecho aparecer el humo por donde circulaban los pequeños trenes entre los raíles del viento, recojía su pequeña mesa de madera de esas llamadas de tijera, la doblaba silenciosamente, doblaba también el pequeño mantel de cocina y con la pequeña caja de madera siempre bajo su brazo izquierdo se iba a un lugar del cercano bosque que nadie sabía dónde era hasta que llegaba el próximo domingo.

Los Grandes Magos recibían grandes aplausos de sus masas enfervorizadas de seguidores porque hacían aparecer de sus grandes cajas conejos, palomas, largas filas de pañuelos multicolores y hasta espléndidas mujeres contorsionistas… pero quienes amaban la pequeña magia del humilde y sencillo Domingo, del cual nadie sabía su verdadero nombre, vivían felices y contentos porque por unas horas, todos los lunes, se convertían en lo que cada uno de ellos deseaba.

Y todavía en aquel pequeño rincón de aquella pequeña plaza de aquel tan pequeño pueblo que nunca venía en los mapas sigue, domingo tras domingo, el humilde y sencillo Domingo haciendo demostraciones de su pequeña magia y haciendo que los pocos niños y niñas que se acercan a verlo, con sus padres y sus madres, siguen acudiendo porque saben que Domingo nunca les va a fallar. Y que los lunes, esos amargos lunes para la gran masa de seguidores de los Grandes Magos que quedaban totalmente dsilusionados; ellos y ellas pueden vivir sus sueños, cualesquiera que sean éstos, y convertirse y vivir durante las mañanas de cada lunes lo que desean en el fondo de su corazón.

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