“Se hace presente el alba, trasladando sus fulgores a las estancias sombrías y envuelven al nuevo césar cual funeral mosaico anticipado. Pronto su cuerpo, herido pos las piedras del vulgo, flotará sobre un Tíber elegíaco, mortuorio, mientras su alma entre sombras de mirtos buscará perdurable reposo” (de David Pujante en su libro “La propia vida”).
La propia vida de cada uno de nosotros y nosotras abre una espita de fuego dejando sus huellas entre los caminos que quedan recogidos como ecos consumados de nuestro continuo pasar. Pasar. !Esa es la entrega digna hasta la muerte!.
Al igual que las rosas, nuestros gestos florecen pausados hacia el destino. Los días son un solo momento; una brevedad que zozobra entre las sombras que nos abrazan las esperanzas. En todo caminar hay un poder adquirido que es necesario disfrutarlo matando al tiempo; para poder liberarnos de las horas que se mecen en el seno de los silencios.
En cada camino humano hay huellas de pies atropelladas al final de la noche.
No merece la pena vivir el sinsentido de las horas vanas sino vivir un tiempo sin relojes. Acaso, únicamente, sean válidos los relojes de arena… porque éstos nos igualan a lo terrenal de nuestras existencias.
La propia vida consiste en rodearnos de vigilias perpetuas, libres de angustias e ignorancias, y sabiendo saciar la dicha hacia el centro de nuestro mundo que se encuentra ubicado en las olas acariciantes de las búsquedas infinitas.