La vida del correccional (por Olavi Skoda y José Orero)

OLAVI SKODA:

Aquí empezó la reeducación en un centro. No reprocho a la sociedad, comprendo que algo tenían que hacer y dentro de las inadecuadas soluciones el correccional era la menos mala.

Un correccional de los años 60 era muy diferente a los de hoy en dia. La psicología que se aplica actualmente hace a estos centros más humanos, pero esa psicología no se había desarrollado en mis tiempos. Las costumbres eran del tiempo de los zares. Era un paso intermedio entre la cárcel y un Centro de Protección de Menores.

El calabozo se encontraba en el sótano del edificio, justo debajo de la dirección del centro. El castigo corporal estaba permitido. Cuando hacías algo que merecía ser castigado, tú mismo tenías que ir a buscar ramas de sauce de la playa. Luego te llevaban al calabozo, bajaban la cama que estaba contra la pared y también los pantalones. Uno de los vigilantes te sujetaba las piernas, otro las manos y el tercero te azotaba y no te hacían cosquillas. Algunas veces lo hacían enfurecidos. Las marcas se te hinchaban tanto que en varios días no te podías sentar. Después de castigarte se marchaban con el deber cumplido.

Te dejaban en la cama reflexionando sobre lo que habías hecho y los resultados de esa reflexión eran un aumento de rebeldía y rencor.

Pero los azotes no eran el peor castigo. Lo peor de todo era cuando te rapaban la cabeza y te ponían un mono diferente al de los demás y grande, demasiado grande.

Recuerdo cuando cogieron a dos amigos que habían intentado escaparse. Después de esta humillación los exponían de espaldas delante de todos y el director gritaba con la cara enrojecida: “así sucederá a todo aquel que quiera haceerse el gallito”. Nosotros sentíamos admiración por ellos y repulsa hacia el director.

Por las noches nos despertaban y nos ponían de pie en una posición concreta en el pasillo. Decían que algo habíamos hecho y buscaban a un culpable. Nos dejaban un par de horas en esa posición esperando a que el culpable confesara. Alguno caía redondo y se le ponía tumbado en el suelo con las piernas hacia arriba apoyada en la pared. Una vez repuesto, otra vez de pie. Normalmente el culpable aparecía, pero no por estar de pie sino por miedo a la venganza de los demás. Si en el lío había participado el matón del grupo, un chaval más pequeño tenía que entregarse a cambio de que no le pegaran.

El correccional era como un vivero de plantas donde eran traídos todos los esquejes humanos que habían crecido torcidos y allí seguían creciendo más torcidos. El correccional era una finca donde había cultivos, una pocilga, una cuadra, un taller de carpintería, una huerta, etc. Por la mañana estudiábamos y por la tarde trabajábamos. Durante el verano hacíamos jornadas completas.

Os cuento un acontecimiento que ha quedado grabado en mi memoria. Entrábamos a trabajar a las 5 de la mañana. Yo estaba en la cuadra y fui a ver un caballo a su box. Me agaché para cogerle el cubo de avena que había entre sus patas. De repente algo sonó. Medio mareado volé al suelo. La sangre comenzó a fluir por mis ojos. El caballo movió su cabeza y observé en su boca los dientes con los que me había abierto el cuero cabelludo. Me arrasatré hasta el cuarto donde estaban mis compañeros. Improvisaron lo que podía hacerse. A uno de ellos se le ocurrrió ponerme una grasa que se echa en las patas de los caballos. De esta manera el “médico” intentó parar la hemorragia, pero no funcionó. Al otro se le ocurrió echar un poco de nieve porque eso, decía, coagula la salida de la sangre. Así hicimos pero la sangre seguía saliendo a borbotones.

Hasta nos lo pasábamos bien en el correccional. Era una vida protegida y dirigida. Para la mayoría de los que estábamos allí era lo que nos había faltado fuera. Pero si el propósito era transformar unos chicos retorcidos en adolescentes rectos y útiles para la sociedad, no lo consiguieron, fracasaron. La mayoría de los que salían eran aptos para la cárcel.

Algunos de los que pasaron por allí nacieron en un orfanato, crecieron en un correccional y murieron en la cárcel. En libertad sólo estuvieron unas cortas vacaciones.

En el centro existía la norma de que cuando un colega creía que había estado suficiente tiempo sin hacer ninguna fechoría, podía vestir su mejor chándal e ir a pedir su libertad. Recuerdo cuando yo lo hice. Con el corazón palpitando llamé al timbre del jefe que vino a abrirme con su ayudante. Presenté mi solicitud, él me miró de arriba abajo y me dijo: “Oye, Olavi, si nosotros te dejamos salir, allí fuera te están esperando tus colegas con pastillas y botellones. ¿Qué les piensas decir?”. Las palabras se me atragantaban… “Yo… !claro!… pues que no… no las voy a coger”. El jefe estaba en lo cierto, pero me deprimí cuando me dijo:

“!Ya veremos Olavi!”. !Ya veremos!. Pensé, lo que en realidad quiere decirme es que me presente el próximo año. Pero no tardó tanto, antes de que se cumplieran dos años de estar en el correccional, una mañana me dijeron: “Puedes irte, eres libre”.

JOSÉ ORERO:

Llegaron los famosos años 60. Aquel infierno de Banco estaba lleno de “pollos pera”, “caras bonitas” y “gallitos de corral”… y me refiero a los hombres. Salvo unos cuantos que eran humildes y sinceros, la inmensa mayoría de todos ellos se dedicaban a “cacarear” como gallinas pues, a decir verdad, no sabían como de verdad cantan los verdaderos gallos. Los “pollos pera” me miraban de arriba abajo y se creían seres superiores, algo así como diosecillos del interés, la comisión y el corretaje. Los “caras bonitas” me miraban como ovejos enamorados de las liebres (tal era su desconcierto monumental) mientras pensaban que yo era algún tipo “raro” venido de otro planeta. Y los “gallitos de corral” no hacían más que criticarme porque muchas de las gallinas (las más bonitas y guapas de ellas) se acercaban a mí sin temor alguno mientras les daban la espalda a ellos. Eso producía un tal estado de envidia que yo iba, de castigo en castigo, siempre con sonrisa bohemia y el “quemeimportismo” de todo lo que concernía a aquel infierno bancario. Muchos de ellos, simples oficinistas nada más, se creían banqueros cuando sólo eran bancarios… así que yo, siempre rebelde con causa, les tuve que parar los pies y decirles (me acuerdo todavía) “vosotros sois sólo unos chupatintas a cargo de unos chupasangres”. Y los años 60 venían con sus propias canciones, con sus propios disfraces, con sus propias caretas, con sus pseudofilosofías aparentes y sus drogas… y toda la sociedad, en general, se convirtió, ahora sí, en un puro teatro de simulación y mentira del cual pasé completamente mientras me hacía invisible para ellos.

Yo, en medio de aquel mundo, gozaba de las noches madrileñas soñando con mi princesa mientras comencé a desarrollar, ya con más profundidad, los dones que el Señor Sabio me había regalado al nacer. Surgieron así cigarras y saltamontes en mi mente, y me encerré en mi propia atalaya para observar con detenimiento qué era todo aquel mundo de falsedades e hipocresías que giraba sin parar. También logré volver a transformarme, una vez más, en niño, para huir de la necedad de aquellos hombres que sólo eran cáscaras vacías y recordé aquellos tebeos nuestros donde podíamos imaginar mil y una aventuras de todo tipo y cuestión sin peligro de contaminarnos con enfermedad alguna.

“!Salud, compañeros!” les dije a los más cercanos… “!Que muy pronto ya llegará mi liberación definitiva de este infierno donde sólo la mentira y alguna pequeña verdad son forma de muerte en vez de forma de vida!”. y haciendo tándem con mi pensamiento me liberaba todas las tardes y todas las noches para ir a los teatros de verdad y olvidar aquel falso “teatro” donde se propugnaban consignas sociales que luego no sólo no se cumplían sino que ellos hacían todo lo contrario de lo que a voz en grito propugnaban en medio del patio principal, por las calles, por las plazas y por descampados llenos de multitudes.

Mientras tanto la vida ya era una verdadera tómbola, como cantaba hacía años Marisol, y los “angelitos” del Banco no eran “angelitos” sino más bien “pequeños judas” que jamás comprendían que un sólo chaval les dijese cuál era la verdadera libertad. No lo podían soportar. Sus conciencias no podían soportar que no sólo las heridas se me cerraban al instante cuando me apuñalaban por la espalda, sino que seguía sonriendo y hablando con ellos de sueños y más sueños. Sueños que ellos no podían comprender porque carecían de imaginación suficiente.

¿Y qué ocurría con el mundo de las mujeres en aquel verdadero infierno?. Que eran los verdaderos ángeles salvadores (excepto alguna rara excepción) que me servían para saber que el Señor Sabio seguía, constantemente, observándome desde arriba.

A cada “!Vuelva usted mañana”! yo respondía “No se preocupen ustedes que tengo la fe absoluta de que un día, más tarde o más temprano ya no volveré jamás!”.

2 comentarios sobre “La vida del correccional (por Olavi Skoda y José Orero)”

  1. Sé muy bien, compañera y además amiga, que formaste parte de una generación que tuvo una vida muy dura. Algún día hablaremos personalmente los cuatro juntos alrededor de un café (tú y tu esposo y mi esposa y yo). Ahora mismo estoy viviendo en Leganés. Ya estoy muy cerca de volver de nuevo a Madrid. Cuando lo haga podremos reunirnos como verdaderos amigos y recordar si quieres aquel infierno que tanto tú como muchos de tu generación tuvieron que sufrir. Un abrazote amistoso.

  2. Yo sé lo que es estar presa y te aseguro que sales de alli odiando al mundo y sin saber cual es tu camino por ello es muy facil perderse, bien por ti por no perderte y encontrar tu camino, pero piensa que los demas tambien hemos sufrido
    infinidad de injusticias y son como pequeñas puñaladas que se abren en tu ser, un saludo afectuoso

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