Las mascotas vivientes no están ausentes de inteligencia; incluso yo afirmo que muchas de nuestras mascotas superan, con mucho, a la inteligencia de bastantes hombres. Lo digo por propia experiencia. En pocos hombres he visto yo la inteligencia innata de “Chester”, el setter irlandés que me acompañó más de una década en años cruciales de mi vida. De “Chester” tengo tan grandes y gratos recuerdos, más agradables incluso que los vividos en compañía de algunos que se llamaban amigos por llamarse de alguna forma en medio de sus hipocresías, que podría escribir todo un libro (tal vez una novela por ejemplo) cuyo protagonista principal fuera, por supuesto, este “Chester” al que le dediqué un relato que llegó a ser conocido, en Francia, con el título de “Chester color canela”; surgido de las nobles experiencias expresivas y vitales que tuve la enorme fortuna de vivir al lado de mi setter.
Tanta era la inteligencia de “Chester” que era infaltable en nuestras excursiones de fin de semana a la aldea de Molinos de Papel (en Cuenca) donde dejó recuerdos imborrables en sus habitantes. Un día de aquellos, volviendo por la carretara que une a Valencia con Madrid, pero en tierras conquenses, “Chester” se nos extrravió en pleno campo abierto al saltar del maletero en plena marcha. Estuvo perdido durante una semana aproximadamente, pero no por ello se puso nervioso ni le cundió el pánico a la hora de poder sobrevivir. Por el día cazaba lo que podía para no morir de hambre y luego se refugiaba en una especie de alcantarilla que encontró junto a la carretera. Él seguía confiando en nosotros tres: mi padre, mi madre y yo mismo.
El asunto es que lo que hicimos, para poder saber algo de su paradero, fue poner un anuncio en la emisora radiofónica de Cuenca y, una semana después, recibimos una llamada desde un bar de la carretera para decirnos que habían visto a un perro cuyas características eran iguales a las de “Chester”. Efectivamente, era “Chester”. Así que, rápidamente, montamos en “Manolito” (el Seat 1500 familiar) y mi padre, mi madre y yo acudimos al citado bar donde nos contaron que le habían visto refugiado en las alcantarillas de las cunetas de la carretera pero que no se dejaba tocar ni coger por nadie aunque le llamasen por su nombre. Se defendía por propio instinto de autodefensa y por propia inteligencia para sobrevivir.
Salimos en su búsqueda. Detuvimos a “Manolito” y comenzamos a llamarle. Yo lancé un grito pronunciando su nombre y escuché, ante lo atónito de mi padre y los sollozos de mi madre, su lejana respuesta a través de un ladrido. Supe rápìdamente que era él y que mi setter era capaz de distinguir el sonido y el tono de mi voz entre millones de voces. Era tan super inteligente que afirmé, a mi padre y a mi madre, que en pocos minutos le veríamos llegar. No tardó ni un minuto en aparecer. Venía, contento y feliz, por la cerretera. Le abracé con entusiasmo y él se quedó dormido en los asientos traseros de “Manolito” durmiendo apaciblemente en mi regazo mientras le acaricié todo el viaje de regreso a casa. Era un superviviente que había sabido sobrevivir a una experiencia de soledad que era nueva en su vida. A pesar de su soledad no quiso irse con nadie y me supo esperar porque siempre confió en mí salvándose asi de la jauría humana.
Muchas veces las jaurías humanas son mucho peores que las jaurías de los lobos; pero mi perro setter irlandés, “Chester”, era tan valiente, tan astuto, tan interesante, tan listo e incluso tan inteligente, que superó a todo eso porque era súper. Quizás muchos hombres deberían aprender lo que es la amistad, la fidelidad y el valor del verdadero cariño del compañerismo si se fijasen bien y observaran como actúan y responden las mascotas. Jamás te traicionan y jamás te acosan como hacen los cobardes. Lo sé por experiencia propia. Por eso a “Chester”, mi setter irlandés madrileño de color canela y mirada noble, jamás le he de olvidar. Porque se merece no solo un relato sino un total de mil y un cuentos de fantasía para devolverle y agradecerle los más de 10 años que estuvo a mi lado con su eterna fidelidad. ¡Cuantos “amigos” deberían haber aprendido de él para en lugar de “amigos” de conveniencia hubiesen sido amigos de verdad! Pero teniendo a “Chester” a mi lado nunca me importó la traición de los falsos hipócritas.