– Señor Orcajo, estos papeles no tienen ningún valor.
El señor Orcajo se atusó sus bigotes hitlerianos con ambas manos, como siguiendo el compás de una ópera de Wagner.
– ¡Como me llamo Emeterio Orcajo De Juan que, con papeles o sin papeles, el molino me pertenece por herencia directa y legal!
– Si hablamos de legalidad, señor Orcajo, insisto en decirle que estos papeles no tienen ningún valor para poder otorgarle a usted el molino como herencia familiar.
Al señor don Emeterio Orcajo De Juan comenzaron a temblarle sus bigotes hitlerianos, pero insistía, una vez tras otra, en que esa misma tarde le diesen el certificado notarial de que el molino sólo le pertenecía a él y a nadie más que a él. Sacó un pequeño frasco de coñac y bebió un largo trago, secándose después la boca con su antebrazo derecho.
– ¡¡No puede ser cierto!! ¡¡No puede ser cierto!! ¡¡No puede ser cierto!!
– Bebiendo no va a conseguir nunca llevar usted la razón.
– ¡¡Repito que no puede ser cierto que estos papeles no sirvan para nada!!
– Puede usted seguir pensando que no es cierto pero, la verdad sea dicha, lo único cierto que hay en todo este oscuro asunto es que el molino le pertenece a su señora hermana doña Anabel Orcajo de Juan según lo pidió, como su última voluntad, su difunto padre, el señor don Emeterio Orcajo Ariza.
Emeterio Orcajo De Juan se alisó el cabello que llevaba siempre atiborrado de brillantina y teñido de oscuro para disimular sus canas.
– ¡¡Hablaré con quien tenga que hablar!!
– ¡Vaya usted con mucho cuidado, don Emeterio, pues bajo sus pies tiene un verdadero polvorín a punto de estallar!!
– ¡¡Hablaré con mi abogado, el excelentísimo señor don Blas Piñar Picafuerte!!
– Ese leguleyo metido a politicastro frustado no me da ninguna clase de miedo. Ni él ni sus esbirros de la cruz gamada. En realidad siento lástima por él.
– Don Manuel, tanto usted como yo, hemos recorrido la vida al mismo tiempo aunque cada uno de nosotros dos se llene sus bolsillos según le va en la feria.
– ¿Usted cree que este asunto es de verdadera verbena y estamos montados en los caballitos? ¡No me sea infantil, por favor!
Emeterio Orcajo De Juan volvió a dar otro largo trago de su frasco de coñac antes de continuar hablando.
– ¿Sabe algo de todo este asunto mi hermano Josué?
– Perdóneme usted el atrevimiento, pero a su hermano Josué Orcajo De Juan no le interesa, para nada en absoluto, ni el molino ni la molinera; y disculpe por este chiste tan fácil, pero no he visto jamás en mi ya larga vida a un hombre tan fiel a su novia. Así que deje ya usted de tocarse tanto los bigotes y de atusarse tanto el cabello porque su hermano Josué es un hombre con toda la barba mientras usted, a pesar de ser mucho más mayor que él, y perdóneme otra vez el atrevimiento si cree que me estoy pasando de la raya, es solamente un barbilampiño a su lado. ¡Así que dejemos ya a un lado a su hermano Josué que no ha tenido nunca, ni lo sigue teniendo, interés alguno en esta herencia!Teniendo todo un castillo señorial… ¿cómo va a tener interés alguno en un ruinoso, viejo y polvoriento molino perdido en tierras de nadie?
Emeterio Orcajo De Juan recogió los papeles que estaban sobre la mesa, hizo todo un recorrido visual de ellos y se los guardó en el bolsillo interior derecho de su chaqueta de color azul haciendo un gesto de malhumor.
La historia habia comenzado tres décadas antes, exactamente hacía treinta años de ello, cuando al morir el señor don Emeterio Orcajo Ariza, que fue quien dio la orden de desheredar a sus hijos Emeterio, Bienvenido y Maximiliano y que su hija Anabel recibiese aquel molino. Aquello sólo había servido, ante la total indiferencia de Josué, nada más que para suscitar controversias, enfrentamientos, continuas peleas entre hermanos y otros miembros familiares y hasta amenazas de cárcel, enfrentando a Emeterio, Bienvenido y Maximiliano contra su hermana Anabel y su propia madre la señora doña Recuerdo De Juan Saz y ante la insidia y el abandono de sus obligaciones contraidas por parte de don Benicio de Juan Saz, albacea nombrado sin ninguna clase de acierto porque carecia de cualquier tipo de preparación cultural e intelectual para resolver aquel caso.
Hacía ya exactamente treinta años que el ruinoso, viejo y polvoriento molino sólo alimentaba el rencor y hasta el odio de todos contra todos, de manera especial entre Emeterio y su hermana mayor Anabel, mientras Josué vivía sin preocupación alguna. No le interesaba un molino totalmente aislado del mundo entero y abandonado por todos los lugareños de la comarca ya que solamente era un montón de descuidados pedruscos sin valor alguno salvo para suscitar envidias infinitas, discusiones eternas y altercados familiares entre todos los beligerantes de la familia Orcajo y de la familia De Juan. Josué, tan ajeno a todos aquellos enredos de familia, sólo se encontraba viviendo sus sueños al otro lado del Atlántico, en su querida y amada América.
Emeterio volvió a atusarse el cabello y una cínica mueca, parecida a una sonrisa pero sin llegar a serlo, surgió en su ya ajado rostro.
– ¿Qué es lo que le hace tanta gracia, don Emeterio?
– Esto… don Manuel… ya sé muy bien que usted no es de Fraga sino madrileño castizo desde la cabeza a los pies… pero… ¿podríamos hablar usted y yo a solas en la cafetería de enfrente?…
– Podría ser… pero le advierto que, como me llamo Manuel Díaz Gomezcorta, no estoy dispuesto a llegar a ningún acuerdo ilegal o deshonesto ni con usted ni con nadie. Tengo fama de ser honrado y no voy a tirar esa fama por la borda por culpa de un ruinoso, viejo y polvoriento molino donde sólo viven las lagartijas, las culebras y alguna que otra urraca.
Ambos de pusieron en pie y don Emeterio Orcajo De Juan aprovechó la ocasión para pasar su brazo derecho por encima del hombro derecho de Manuel Díaz Gomezcorta.
– Usted y yo podemo entendernos…
Como si hubiese sentido una descarga eléctrica por todo su cuerpo, don Manuel se desembarazó violenta y rápidamente de aquel brazo.
– ¿Entendernos usted y yo? ¿A qué se refiere con eso de entendernos usted y yo? ¡Le advierto que no sólo estoy casado sino que, además, jamás he sido sospechoso! Usted sabe muy bien a lo que me refiero.
Emeterio Orcajo De Juan, también violento ante el rechazo de Manuel Díaz Gomezcorta, se puso más rojo que las amapolas que crecían alrededor del ruinoso, viejo y polvoriento molino.
– Oiga… don Manuel… que yo…
– Es que no me deja usted otra alternativa nada más que pensar mal, don Emeterio.
– ¡Ah, se refiere usted a eso! ¡Eso ya quedó en el olvido!
– Digamos que sí… pero no me fío…
Emeterio Orcajo De Juan prefirió no hablar de este asunto.
– ¿Acepta o no acepta tomar conmigo una copa en “El Molino” para hablar de los papeles?
En esos momentos, don Manuel sólo tenía grandes deseos de dormir.
– Siempre que sea guardando las distancias, don Emeterio…
– ¡Le repito que eso ya quedó en el olvido!
– Está bien. Parece usted correcto, pero hay una cosa más.
– ¡Cuente, cuente don Manuel!
– Que no acepto cuentos de ninguna clase.
– Perfecto. Yo no sé contar ninguna clase de cuentos porque nunca se me dio bien la iamginación literaria pero podemos hablar. Lo otro prefiero no recordarlo.
– Si guardamos las distancias podemos hablar…
El bar-cafetería “El Molino” era un local muy agradable y acogedor. Lo que sobresalía era que, nada más entrar, se respiraba un profundo olor a comida casera y el ruido de las fichas del dominó, con el que estaban jugando cuatro parroquianos, sonaba con gran estruendo cuando golpeaban sobre el tablero de la mesa; mientras que otros, como seres hipnotizados por alguna extraña circunstancia, observaban sin decir nada el programa televisivo “Entro nosotros queda el asunto”, que era una especie de mezcla de vodevil musical, noticiero más o menos falso sobre gentes famosas, una recolecta de fondos dinerarios para cubrir las necesidades sociales de alguien verdaderamente necesitado o necesitada y la actuación de la pareja de humoristas “Rubio y Moreno” que eran los cómicos más famosos del momento en todos los países de habla hispana. Don Emeterio y don Manuel se sentaron ante una mesa libre.
– ¿Le va un gintonic, don Manuel?
– Me va un gintonic, don Emeterio, pero no quiero probar ni una sola gota de alcohol porque no tengo nada que olvidar ni a nadie a quien olvidar como, al parecer, sí sucede con usted.
– No le invito para hablar de amores frustrados, don Manuel.
– Por eso le aclaro que ha topado usted con un hombre duro y maduro.
– Se lo he dicho sin interés alguno por mi parte…
– Y por mi parte se lo digo con un solo interés.
– ¡Cuente, cuente don Manuel!
– Quiero escuchar la verdad, nada más que la verdad y toda la verdad puesto que hay intereses ocultos que pueden llegar a matar; así que si quiere que me entusiasmen sus proposiciones, le advierto que no admito las deshonestas. Pediré solamente un café con leche en vaso de cristal trasparente para ver mejor su color natural, y dos bolsitas de azúcar para endulzar doblemente mi trabajo. ¿Le gusta a usted su trabajo, don Emeterio?
– ¡Odio mi trabajo!
– ¿También odia usted su trabajo además de odiar a su hermana mayor?
– Dejemos ahora a mi hermana aparte. Odio mi trabajo porque el dinero que obtengo no me puede llegar ni hasta fin de mes. Si yo le contase la cantidad de préstamos que me han concedido los Bancos no pararía de contar en toda la tarde. Lo más grave del asunto es que me están chupando la sangre con eso de pagar tantos intereses.
– Pues yo, ya lo ve usted, soy muy feliz con mi trabajo y con lo que gano con mi trabajo.
– De su trabajo le voy a hablar, don Manuel, pero yo voy a pedir un cubalibre bien repleto de ron.
– ¿Es por eso por lo que tiene usted la voz tan ronca, don Emeterio?
– No haga chistes fáciles ahora, don Manuel. Son muy malos.
– Está bien. Si quiere usted acabar como una cuba es libre para hacerlo.
– Buen chiste, don Manuel. Parece que comenzamos a llevarnos bien. Hablemos ahora en serio.
Las palabras de don Emeterio, monótonas y sin emoción alguna, eran tal clase de suplicio que quien tenía que soportarlo vivía siempre una experiencia desagradable y le entraba una especie de modorra que sólo le producía sueño. Era lo que le estaba ocurriendo a don Manuel Díaz Gomezcorta.
– Le advierto, don Emeterio, que me estoy aburriendo más que una oveja en un prado lleno de chumberas. Escuche, don Emeterio, y perdone otra vez mi atrevimiento, pero… ¿podría usted poner más énfasis y entonación emocional a sus palabras? Me está entrando un sueño plomífero y si en esto va a consistir nuestra charla desde ahora mismo le digo que, como por parte de madre soy Gomezcorta, le corto el rollo cuando me de la real gana. Ni soy masoquista ni me he educado en un colegio de curas como para aguantar tal suplicio. No me hable como un sacerdote confesando a un santo inocente, por favor.
– Vamos entoces al asunto, don Manuel. Lo que sucede es que necesito bajar la voz para que nadie más se entere. Puede ser peligroso.
– Usted ve peligro hasta debajo de su cama…
– ¡Oiga, don Manuel! No le consiento…
– Entonces deje de tocarme las narices porque me está usted produciendo un sueño mortal de necesidad como dicen los periodistas cuando hablan de tenis. Hablemos ya en serio como usted tando desea.
– ¿Qué le parecen cinco mil euros?
– ¿Cinco mil euros de verdad?
Don Emeterio puso énfasis y emoción…
– ¡¡Cinco mil euros de verdad y de un solo golpe!!
– ¡El golpe va a ser el que le voy a dar yo a usted si intenta volver a comprar mi silencio! ¿Está usted loco, don Emeterio?
– Por favor… no se altere ni levante tanto la voz… porque nos están mirando…
– ¡A mí no me interesa que nos miren o nos dejen de mirar, pero veo que a usted eso le preocupa demasiado!
– Es que a olla tapada, potaje que no se ve…
– Pues sepa usted, don Emeterio, que a olla tapada vida entrampada. ¿O no es así?
Don Manuel Díaz Gomezcorta se puso en pie.
– ¡Siéntese usted de nuevo, don Manuel y hablemos de tú a tú!
– ¿Como dos viejos amigos?
– Viejos no, don Manuel, solamente un poco pasados de moda.
Don Manuel Díaz Gomezcorta hizo un enorme esfuerzo supremo para no irse de allí pero, picado en su curiosidad profesional, se volvió a sentar.
– No te estoy intentando comprar tu silencio, mi querido Manolo.
– Podemos tutearnos pero lo de querido sobra, Eme. No te tomes tantas confianzas conmigo porque no me hipnotizan tus miradas.
– No quiero hipnotizarte, Manolo.
– Pues entonces iza ya la bandera de la amistad pero sin pasarte de rosca. Podemos tutearnos pero sin levantar sospechas entre estos parroquianos, Eme. No vaya a ser que piensen mal de nosotros y tenga que enviarle a la Eme pero de verdad.
– ¿No te da igual lo que piensen o no piensen los demás?
– Siempre que sea dentro de lo normal y me parece que estás un poco salido, Eme.
– ¿Salido?
– Si. O en palabras más populares, estás sacando los pies de las alforjas y eso que son alforjas vacías por cierto.
– ¿Cómo sabes eso de que son alforjas vacías, Manolo?
– Experiencia, Eme, experiencia. Así que dejemos de tutearnos como dos tortolitos porque ya no estamos para ciertas cosas. Y eso sí que me interesa que no lo piensen los demás.
– Bien, don Manuel. ¿Iza o no iza la bandera de la amiastad?
– ¿Es que estamos en guerra? Yo ni le conozco a usted, don Emeterio. Usted, con eso de iza o no iza, quizás me está confundiendo con otro Manuel.
– Dejemos eso para otro momento…
– Si es que hay otro momento…
– Hablando completamente en serio, don Manuel, le estoy ofreciendo una participación honesta en un super negocio.
– ¿Tiene algo que ver con el ruinoso, viejo y polvoriento molino y los papeles del ruinoso, viejo y polvoriento molino? Si vamos a ser sinceros espero que no se pase usted de la raya como le vengo advirtiendo desde que nos hemos conocido.
– Eso le estoy intentando dar a entender. Si todo sale bien, según lo tengo planificado, yo le aseguro que usted ganará cinco mil euros limpios cada mes y sin hacer nada.
– ¿A cambio de que legalice esos papeles que no sirven?
Mientras don Emeterio Orcajo De Juan seguía alisándose el pelo lleno de brillantina y teñido para quitarse tres décadas de encima y atusándose sus bigotes hitlerianos, cada vez mucho más nervioso, don Manuel Díaz Gomezcorta se mostraba más sereno que nunca lo había estado en su ya larga vida.
– A cambio de que legalice usted esos papeles del molino saldrá enormemente beneficiado. El negocio que le propongo es una bicoca. Tengo previsto un plan perfecto.
– ¿Un plan perfecto?
– Digamos que es merchandising o, para entendernos mucho mejor, digamos que es un estudio de mercado o marketing.
– Explíquese, don Emeterio.
– Necesito ese ruinoso, viejo y polvoriento molino para empezar por hacer bien las cosas. Y sin papeles legalizados no lo puedo conseguir.
– Siga contándome su plan.
Emeterio Orcajo De Juan se qiedó de repente callado ante la llegada de la linda camarera.
– ¿Qué desean los señores?
– En cuanto a mí, que por supuesto soy un señor, sólo un café con leche en vaso de cristal transparente y dos bolsitas de azúcar y en cuanto a mi compañero, que se supone que también es un señor por lo menos hasta que no se demeustre lo contrario, me parece que un cuba libre bien cargado de ron.
– ¿Es cierto eso, caballero?
– Pues sí. Es cierto lo que ha dicho este señor.
– ¿Prefiere Ron Negrita Bardinet?
– ¡De negritas ni hablar, señorita!
– ¿Es que es usted racista?
– Es que no quiero nada de negritas. Que sea Castillo, por favor.
– Lo siento, caballero. Del Castillo ya no me queda nada. Lo ha consumido otro señor que sí que es un verdadero señor por la propina que me ha dado.
– Entonces cualquier otro menos Negrita Bardinet.
La linda camarera les volvió a dejar a solas; lo cual aprovechó don Emeterio para, acercándose lo más posible hasta don Manuel, contarle el plan que él creía perfecto.
– El caso es que tengo preparados a mis hermanos Bienvenido y Maximiliano para que, haciéndose pasar por dos humildes y analfabetos pastorcillos, disfrazados de paletos, cuenten al mundo entero que, estando una apacible tarde de primavera tomando un descanso dentro del ruinoso, viejo y polvoriento molino, o lo que queda de él, se les apareció la Virgen de la Fuensanta y les prometió la curación de todos sus males. Y que se lo contasen al mundo entero para que vengan en peregrinación todos los que están necesitando de algún milagro para que se los otorgue dicha virgencita.
– ¡Ostras! ¿Es eso posible, don Emeterio?
– Si mis hermanos Bienvenido y Maximiliano, ya que con Josué no puedo contar, realizan perfectamente sus papeles de inocentes pastorcillos todo va a ir sobre ruedas. El resto ya es pan comido.
– ¿Qué quiere decir usted con eso de que el resto es pan comido?
– Pues que una vez que la noticia que expanda por el mundo entero, edifico rápidamente una iglesia que la puedo llamar Iglesia del Molino y van a comenzar a llegar tantos miles de peregrinos en busca de sus milagros que, en pocos meses, nos hacemos multimillonarios.
– ¿Y a mí me regalan cinco mil euros cada mes solamente por haber legalizado esos papeles que no sirven para nada?
– Exacto. Es usted muy rápido de entendimiento.
– ¿Entiendo que quieren ustedes hacer algo así como lo sucedido con la Iglesia de El Palmar de Troya?
– Sigue admirándome la gran capacidad de entendimiento que tiene usted, don Manuel. Pero ahora guarde silencio porque ya regresa la linda camarera con nuestros pedidos. Después me dice qué le parece mi ingenioso plan.
La linda camarera sirvió el café con leche y el cuba lbre bien cargado de ron.
– ¿Desean algo más, señores?
– Por mi parte no, señorita, pero en cuanto a mi compañero de mesa parece que sí desea mucho más.
– No se preocupe, señorita, es que mi compañero de mesa es muy chistoso. No deseo nada más.
– Si lo desea no tiene más que avisarme.
– Ahora mismo estamos en una charla muy privada. ¿No le importaría dejarnos solos y no venir más por acá? ¿Cuánto le debo?
– Un euro por el café con leche y tres euros por el cuba libre hacen un total de cuatro euros justos.
Emeterio Orcajo De Juan usó el mismo truco de siempre…
– ¡Ay va! ¡Se me ha olvidado la billetera en casa!
– No se preocupe, don Emeterio, yo pago esta ronda.
– Le juro, don Manuel, que me he olvidado la billetera en mi casa. No crea que yo…
– Ni creo ni dejo de creer pero si usted lo dice…
Una vez que don Manuel pagó con un billete de cinco euros y le regaló el euro sobrante a la linda camarera que se alejó totalmente feliz y contenta, don Emeterio no pudo aguantarse más…
– ¿Qué me dice sobre mi plan? ¿Es genial o no es genial?
– Es tan genial que me parece hasta demente.
– Pero lo ha captado su mente…
– Lo ha captado mi mente si es que usted no miente…
– Yo nunca miento en cuestiones de negocios. ¡En pocos meses millonarios todos!
– Difícilmente puedo yo ser millonario en pocos meses si sólo me tocan cinco mil euros mensuales cada mes. En cambio usted y sus dos hermanitos…
– Le puedo ofrecer un uno por ciento de las ganancias netas, una vez descontados todos los gastos de inversión y mantenimiento. ¿Qué me dice?
Don Manuel comenzó a disolver tranquilamente las dos bolsitas de azúcar vertiendo su contenido en el vaso y disolviéndolas con la cucharilla despacio… muy despacio…
– ¡Me está usted poniendo nervioso, don Manuel!
– Calme sus nervios hasta otra nueva ocasión.
– ¿Entonces le explico todo el resto de los detalles?
– Deje ya en paz su cabello y sus bigotes, don Emeterio. No impresionan ni a la Maja Desnuda de Goya si pudiese estar aquí presente.
Emeterio dejó en paz su cabello y sus bigotes hitlerianos pero se puso todavía más nervioso.
– ¿Sí, don Manuel? ¿Sí le cuento todos los detalles?
– No se preocupe por eso, don Emeterio, porque dentro de muy pocos minutos se los contará usted, con toda clase de detalles, al señor Calzón Maslana, que como usted bien sabe es el juez más famoso de nuestro país. Tendrá que contarle todos los detalles porque en estos momentos me pongo en comunicación telefónica con él. ¡Para algo deben servir los móviles además de enviar mensajitos de amor entre los enamorados! Al juez Calzón Maslana le va a encantar su genial plan. ¿De verdad no está usted loco del todo, don Emeterio?
Emeterio Orcajo De Juan quedó hundido en su silla mientras Manuel Díaz Gomezcorta marcaba el número de su amigo el juez Calzón Maslana.