He vuelto a visitar la selva del Amazonas. Entre las diversas tribus que ahí habitan, en territorio correspondiente al Ecuador, fronterizos con Perú, una de las más representativas es la de los záparo, pueblo amerindio amazónico con lengua propia. Entre los záparo sobresale el grupo de los semigae, en busca de los cuales hemos dirigido la expedición. Para localizarlos en su hábitat y poder llegar hasta ellos es necesario adentrarse en lo profundo de la selva subidos en una avioneta Cessna, único transporte posible para llegar a la geografía zápara, adentrándonos en la provincia ecuatoriana de Pastaza y también en territorio peruano, casi rozando las copas de los árboles, en un continuo palpitar cardíaco producido por la sensación de estar a pocos centímetros de chocar con alguno de ellos, hasta poder aterrizar en la pequeña comunidad de Llanchamacocha, nombre con el que se designa a una especie de gavilán de la zona.
El latido de la selva se siente desde el aire. Es un latido caliente, que enerva y hacer hervir la sangre del cuerpo de quienes vamos volando por la techumbre. Entonces es cuando el guía Ayacuy nos relata que en pasadas décadas, la nacionalidad zápara caminó al filo de su extinción definitiva y lo mismo ocurría con su lengua. Esto motivó a la Unesco a declararles como “Obra Maestra de Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad”. Y este reconocimiento histórico amparó el florecimiento de los záparo.
Por fin llegamos, después de múltiples sobresaltos, con el ruido del motor de la avioneta machacándonos el cerebro, a Llanchamacocha y aterrizamos en la explanada. Desde aquí tenemos que caminar por la intrincada selva, bien rociados de repelente contra mosquitos por todo el cuerpo, ya que es conocido lo violento de las picaduras de estos insectos selváticos que te pueden producir graves enfermedades e incluso la muerte. También vamos provistos de buen calzado para evitar las mordeduras venenosas de las miles de serpientes y culebras que viven entre los vegetales.
Tras varios kilómetros de andadura nos encontramos con el río Conambo, afluente del Amazonas, y ahora tenemos que seguir el camino en canoa; el nativo Imatina (nombre que significa tigrillo en záparo) mueve el remo con sus brazos de color aceituna y la frágil embarcación (una canoa especie de piragua) se abre paso lentamente entre la maleza que abunda en el río. Hay que tener cuidado, mucho cuidado, para no volcar… porque un hundimiento en el Conambo resulta ser totalmente fatídico. El río está repleto de peligrosos animales acuáticos y es muy fácil, si no se es un experto nadador, ahogarse en sus corrientes.
En un claro de la selva el río llega ahora muy crecido y torrencioso (como es propio de estos bravísismos afluentes del Amazonas). De vez en cuando aparecen impenetrables empalizadas y entonces, Atahualpa, un niño de once años de vida amazónica, ayuda al canoero a saltar la muralla vegetal gracias a un tronco de árbol. Quedarse varado en el río sería una tentación apetitosa para los cocodrilos y otros enormes lagartos que duermen bajo las aguas verdosas.
Dejamos la canoa en una orilla y saltamos a tierra. Subiendo y bajando suaves pendientes nos adentramos en la espesura tropical. Ciertamente, este tupido bosque es un majestuoso encierro de hojas. Apenas unos orificios se abren como goteras en el techo de la fronda. Contados rayos de sol pasan por estos huecos del inmenso techado, rayos que pintan en el suelo numerosas y doradas lentejuelas que saltan según se van meciendo las ramas.
Especialmente en las partes soleadas del piso lodoso se posan cientos de mariposas de lustrosos colores. Son mariposas de muy grande tamaño y al pasar nosotros los caminantes se levantan estos esmaltados insectos formando mantos multicolores, ondulantes y bellísimos. Del cielo caen arañas y hojas secas. De pronto comienza a llover estrepitosamente y tenemos que refugiarnos entre las espesas arboledas, con un enmarañado laberinto de copas arbustivas, que se entrecruzan unas con otras, allá arriba, a bastante metros de altura sobre el piso porque son árboles gigantescos. El calor es sofocante y se pega a la ropa. Cuando se apaga la tormenta reanudamos el camino y por fin llegamos al poblado de los zaparo semigae.