La madrugada estaba tan fría que no podría jamás, por más que lo intentara, poder hacértela sentir con palabras ni con signos ni tan siquiera con pensamientos de esos que a veces logran definir lo imprevisto, lo infausto, el aleteo de los sinsabores que se afanan en remover el claustro de las últimas sensaciones desesperadas; pero sé que allí estaba el viejo caserón de los cuatro pisos, que el portal se encontraba abierto y que comencé a subir los peldaños de la angosta escalera sintiendo en cada escalón un inmediato recuerdo y en cada tramo una secuencia completa.
Mientras subía, el cantaor seguía introduciendo su voz de trasnochador flamenco en mi cerebro y mis ojos aún te veían junto al mostrador, bebiendo los dos ese par de copas de blanco jerez; la espesura de la atmósfera invernal nos envolvía en aquel misterio sin palabras y en el silencio del bar yo no podía intentar besarte porque seguías siendo tan desconocida para mí como esa antología de cuentos funambulescos y fantásticos que me maravillaban sobremanera al querer reinventarlos y convertirlos en un costumbrismo bien templado, haciéndotelos conocer al calor de esa imagen de hogar en que yo intentaba situarte como figura central del blanco cortijo, rodeada de jornaleros que acababan de cortar la caña de azúcar madura y que, envueltos en sus capotes, reducían su expresión verbal a los términos más simples posibles.
Al final llegué a la puerta de la buhardilla. Al otro lado de la baranda, en el alféizar de la ventana, jugando equilibrismo para no caer al vacío del patio interior, los geranios rojos mostraban su tallo carnoso sombrereado de pequeñas flores ornamentales… y yo bajé, espantado, todos los tramos de la escalera, trompicando escalóntras escalón, mientras la secuencia completa del último recuerdo se desmembraba en múltiples pedazos disociados entre sí: tus labios rozando la copa y dejando su huella de carmín en el cristal; las quejas profundas del cante andaluz transmutadas en un carpe diem que exhortaba a gozarte en el momento de aquella vida tan breve que escapaba su aforismo en forma de sainete de casa de vecindad; tu desconocido silencio junto al mostrador donde los hombres proponen y Dios dispone; otro tiempo imaginado donde tu voz me era tan conocida que si quería la paz debería prepararme para la guerra; la siempre penúltima realidad de verme allí, afuera, en medio de la fría madrugada invernal, apoyado contra la pared de la casa de enfrente y mirando hacia arriba, absorto, obnubilada mi conciencia mientras observaba la luz de tu habitación bandeando de un lado para otro al vaivén del bamboleo de la bombilla que colgaba del techo… porque allí estaban Athos, Porthos y Aramis combatiendo unos contra otros, florete en mano, luchando por conquistar uno de ellos la ensoñación de D’Artagnan. Y yo estaba allí, cigarrillo tras cigarrillo, para destruir los efectos de la congelación que me aferraba el ánimo a los gélidos espasmos de la decepcionante frustración mientras pasaban las horas del tiempo en la blancura del reloj de la luna.