Los cuatro matarifes bajaron del mercedes para acorralarme contra las aristas de la pared del edificio y yo les dije, todavía sonámbulo de ti, que no se molestasen en penetrar en mis misterios, que me acababa de atropellar el camión de la basura pero que no buscasen sangre porque la embotellé, mezclada con fucsina, en un frasco ambarino con la etiqueta de Malloní para no confundirla con el éter del sueño. Y dije Malloní varias veces seguidas, concatenando significados y significantes en una ilación de ideas yuxtapuestas para formar, con todas ellas, un discurso carente de sepulcros blanqueados, quemando las naves del recuerdo para venderles la primogenitura de mis experiencias junto a ti a cambio de un mayor espacio de soledad. Dije Malloní muchas veces más; intentando abrir una brecha por donde escapar de aquella mala noche… hasta que Luis XIII me comprendió. Te entiendo. Puedes seguir vivinedo todas las noches que quieras y quedarte ahí, sonámbulo contra la pared, muriendo poco a poco de congelación, hibernando tu futuro sin tardanza y en este mismo lugar. “Hit et nunc” apostilló Richelieu.
Me fui, sin saber por qué, al pequeño recinto del parque de la chatarra, a sentarme de manera indefinida junto al arbusto de las hojas inflorescentes, con sus racimos, espigas, umbelas, capítulos y cimas inflexas hacia lo alto, dejándome influir por el informalismo de aquella realidad fuera de todo orden lógico de espacio y composición y quedándome, de nuevo, con tus recuerdos, elementos simbólicos que la noche convirtió en dramáticos matices expropios gracias a la libertad de poder imaginarte escultura marcadamente conceptual… pero volví a ser prisionero de las arpilleras desgarradoras de la rememoración de tu cabello flotando entre el poemario de todas aquellas rimas que habíamos intuido la tarde anterior en el simposium sobre Miguel Hernández.
Recordé entonces tu etrusca sonrisa analizándome desde la otra orilla de la barra del bar mientras yo te narraba, con detalles de existencialista a lo Bergsson, y apasionado por aquel inofensivo juego de memorias de subsuelo en que se habían convertido nuestras miradas, la reciente entrevista que gabía sostenido con Dostoievsky y sus endemoniados personajes.
Eras mujer hidrópica en tu insaciable minuciosidad pulida y fría para saber de dónde había yo sacado aquel equilibrio de adolescente discípulo de Rembrandt embarcado en tan extraña aventura que encubría mi aspecto neerlandés con la síntesis de la literatura rusa, descubriendo rápidamente que mi verdad estaba envuelta en el laberinto de las aceitunas del cortijo andaluz. Y entonces dejé de recordarte para buscar de nuevo tu existencia, o tu nueva existencia, en el mapa de los bandoleros de Sierra Morena.