Malvada Locura 5
(Quinto relato de la serie Malvada Locura)
Ya no recuerdo, ni cuando, ni como sucedió: sólo recuerdo que él vino una noche, envuelto en un olor a flores marchitas, tomó mi voz y se fue dejándome mudo para siempre. Desde entonces no he vuelto a pronunciar una sola palabra.
Quisiera volver a escuchar mi voz, quisiera gritar bien alto mi nombre… pero sobre todo, quisiera pedirle que no se vaya, cuando entra cada mañana en mi habitación para hablarme como si yo pudiera contestarle.
“Nunca hablará”, le suele decir J a L, que a veces se acerca a J y la besa con ternura en los labios. Mientras, yo me encojo en mi rincón, pensando angustiado, que jamás volveré a decir una sola palabra, que jamás me iré de esta habitación, ¡L, ayúdame, dile que me devuelva lo que es mío!, pero L no puede escucharme. Una lágrima, luego dos, luego tres brotan de mis ojos lentamente como si algo las agarrara. L, desde arriba, ve su brillo, se acerca, me mira un instante a los ojos, luego pasa sus dedos por mis mejillas y borra esa ruta desolada que cruza mi rostro.
Con el tiempo he aprendido a comprender el silencio como una fuerza similar al flujo y reflujo de las mareas. He aprendido que el silencio no es exactamente lo que parece. He aprendido muchas cosas, pero lo he aprendido todo demasiado tarde. A veces pienso, que, tal vez, él me haya hecho esto para enseñarme, pero qué exactamente. He pensado tanto en ello, tumbado en el suelo…
Me gusta el suelo, me gusta estar en contacto con él. Repto, asciendo, me expando, luego, me encojo, doblo las rodillas y las aprieto contra el pecho hasta que puedo tocarlas con la frente. Ya no soy un espacio limitado, soy un principio continúo, un fin inabarcable. Con mi cuerpo he cerrado un círculo y con él he acabado con todo un ciclo de eras de sangre y sombras. Cierro los ojos y me proyecto por el infinito. El tiempo se detiene. Mi cuerpo asimila mi muerte. Pasado, presente y futuro son sólo un momento que se desvanece rápidamente en mi conciencia. Por última vez contemplo cada momento de mi vida, pero yo no estoy presente en ninguno de ellos. Mis recuerdos se suceden uno tras otro sin mí. Dejo atrás mi existencia instante a instante y el tiempo que los ha formado. Mi tiempo, el genuino, empieza en ese preciso momento en que todo se disipa.
Estoy listo para ser orientado como las agujas de un reloj, sólo debo extender mis brazos, sujetar mi cuerpo que cae en giro delirante, situarme en un punto concreto, buscar la dirección idónea y señalar mi nombre. Sólo tengo una oportunidad, pero no lo consigo, siempre me equivoco, me fallan las fuerzas. De inmediato vuelvo arrastrado a mi conciencia, vuelvo a estar presente en mis recuerdos. Mi alma se empequeñece con cada latido de mi corazón, que retumba en un vacío de paredes blancas y un suelo frío donde ensayo un nuevo eje. Violento mi cuerpo y mi mente, de nuevo, en dirección a esa hora beatífica. Lo revivo todo una vez más, pero soy incapaz de lograrlo. Inevitablemente me rindo al impulso lascivo de mi sangre que corre con fuerza.
Cuando abro los ojos, a veces, delante de mí, está L, mirándome fijamente a los ojos. No pestañea, siquiera. Parece hipnotizada. De repente su expresión cambia, parece inquieta, tal vez asustada, no sé, es una expresión extraña, temerosa, como si allí, en mis ojos hubiera encontrado algo que la hace estremecerse. Sea lo que sea, me hace sentir avergonzado de mí mismo. Me siento como algo monstruoso que ha sido descubierto reptando en su cueva. Quisiera ocultarlo, enterrarlo en lo más hondo de mi alma…