Acabo de darme cuenta de cómo han variado mis horarios con el transcurso de los años.
Cuando era pequeña, como debe ocurrirles a todos los críos, hacía todo lo posible para que se alargara el tiempo antes de irme a dormir. Me encantaban las fiestas navideñas porque estaba sobreentendido que te quedarías levantada hasta más tarde, incluso hasta las doce de la noche. “La hora de las brujas”, añadíamos medio muertos de miedo cuanto contábamos orgullosamente nuestra hazaña. Y oíamos a los mayores que se habían quedado jugando a las cartas “hasta el amanecer”. Eso era aún algo mucho más misterioso…
¡Cómo he envidiado yo poder conocer un amanecer! Pero no había manera por aquel entonces. A la cama tempranito porque había que madrugar, pero no lo suficiente ni aún en invierno, porque se entraba a las nueve en el colegio y éste estaba al lado de mi casa.
Así que tuve que esperar bastante para la primera vez en que pude contemplar cómo una bola anaranjada surgía del suelo, entre los árboles, y se iba elevando a la par que haciéndose más y más clara y brillante, hasta no poder ya mirarla sin sentir dolor en los ojos. Ese día fue en Aranjuez, con mi padre y su amigo de juventud, Pedro. Compartían afinidades en prácticamente todos los deportes y en su forma de ver la vida; en lo único que no compartían esa afinidad era en la política. Sin embargo, jamás intercambiaron ni un comentario que pudiese abrir una brecha entre ellos, y se comportaron como dos auténticos amigos y deportistas.
Ese día en Aranjuez, repito, llegamos aún de noche a la orilla del río. Parece ser fundamental para los buenos pescadores madrugar más que los peces. Era quizá invierno (no lo recuerdo bien, era muy niña) o al menos otoño. Lo que sí recuerdo es que debía hacer frío, aunque uno prescinde de esos detalles en sus recuerdos de infancia, porque de niño no se es consciente ni del frío ni del calor como no sean extremos. Y digo que debía hacer frío por lo abrigada que yo iba y porque se encendió una fogata que sirvió, a la hora de comer, para asar algo a la brasa.
No sé cuántos peces pescaron (yo mientras enredando por allí), pero lo que sé y recuerdo a veces con emoción es que tanto mi padre como su amigo me trataron como a una princesa.
Al hacerme mayor, se ha multiplicado tanto el trasnochar como el madrugar en exceso. Ya no produce emoción ni lo uno ni lo otro. Recuerdo haber trasnochado muchas veces llena de alegría. Recuerdo haber visto amanecer mientras llegaba al trabajo. Hubo dos amaneceres especialmente trágicos, el último de ellos hace casi exactamente diez años. Espero no conocer ninguno más.
No sé por qué conforme pasan los años, quitamos horas a sueño. A veces de una forma tan involuntaria como cuando las roba, ladrón, el insomnio.
En esos momentos sueño que sueño:¡ dormir, dormir,dormir a placer!
Afortunadamente, no siempre pasa, pero ese dormir a pierna suelta de la infancia, se añora y se sueña.
Por cierto, ¿cuarta dimensión porque se duerme en un cuarto o porque duermes la cuarta parte de tu tiempo? Me encantaría desentrañar el misterio de la cuarta dimensión.
No, simplemente eran reflexiones sobre la cuarta dimensión, que según dicen es el tiempo. Que, por cierto, al parecer es un invento humano y no existe a nivel cósmico.
El título intentaba ser un poco jocoso.
Gracias por leerme asiduamente. Un saludo
Que los amaneceres trágicos no se repitan, que no existan anocheceres trágicos, pero que podamos disfrutar y sentir cómo la luz se enciende y se apaga cada día…, un abrazo
Gracias, Noeliaf, un abrazo.