Eran tiempos de postguerra. España luchaba por abrirse paso en el concierto general de la naciones. Mi padre era, por aquel entonces, un consumado jinete a caballo. Eran tiempos de lucha para subsistir en el concierto general de las naciones… y mi padre saltaba, saltaba, saltaba… Y allí estaban, saltando en épocas olímpicas, los Cervera, Goyoaga, Martínez de Irujo y Queipo de Llano. ¿Quiénes eran? me preguntas. Eran verdaderos caballeros del salto de equitación. Eran tiempos hoy pretéritos que quedaron grabados, a sangre y fuego, en mis memorias. Sangre, sudor y lágrimas. Verdaderos problemas de la vida de aquellos jinetes que compartían saltos con mi padre.
Mi padre me explicó lo siguiente: “Cuando seas mayor no me olvides, José, no me olvides, compañero”. Y nunca lo olvidé. Ni a él ni a sus caballeros compañeros del salto olímpico. Mi padre me enseñó una última cosa: “Antes de saltar mide la distancia y cuando la veas imposible… !salta!”. Y salté…