Eran aquellos domingos días de fiesta total. Nosotros, soñadores de los vuelos largos, caminábamos a todo correr hacia el campo. Y allí, entre las orugas que producían urticaria en las piernas y en los brazos, nos pasábamos horas enteras detrás del balón. Bueno. No todos jugaban bien… pero merecía la pena pasar las horas con ellos para poder soportar los dolores del desamor. !Y con cuánta rapidez se curaban las heridas del alma con tanto trazar líneas imaginarias sobre la dura tierra del campo y abrir espacios a la fantasía dirigiendo las marchas futbolísticas hacia la portería contraria!. Allí estaban nuestras pequeñas metas entre dos árboles y un larguero que sólo era imaginación.
¿Cómo saber si el gol entraba o no entraba cuando se elevaba por encima de la cabeza del protero rival?. Cuestión de imaginarse simplemente que estábamos jugando en el Santiago Bernabéu o el Vicente Calderón. Que todos teníamos nuestra formas y maneras de soñar…
Lo mejor de todo era que aquellos partidos parecían eternos… nunca veíamos la hora… ¿qué más daba el reloj cuando lo que era esencialmente importante era triangular jugadas con los compañeros, hacer un dribling a tiempo o chutar con todas las energías que nos aportaba el Colacao?…
El tiempo pasaba sin darnos cuenta. Había domingos despejados en los que jugar era simplemente maravilloso… pero también había domingos de lluvia y hasta de intensas nieblas… y entonces era cuestión de correr más rápidos en las búsquedas de los sueños goleadores… porque ni la lluvia nos podía frenar nuestra imaginación, ni las nieblas podían eliminar nuestras fantasías…
El caso es que la vida se gozaba de otra manera. Al fin y al cabo allá, en las afueras de la Gran Urbe de Madrid, todo era más alcanzable aunque a simple vista no lo pareciese. Era alcanzable hasta el hecho de quedar invictos durante dos años enteros. Nada de perder. Nada de empatar. Nuestro sueño era tan infinito que sólo podíamos ganar. Estaba escrito en el aire que nos enfriaba las manos pero nos calentaba ese motor llamado corazón.
Y al final, para celebrarlo, nos quedaba el recurso de acudir a Mingo. La famosa sidrería Mingo. Para tomarnos unos buenos pedazos de pollo frito con ensalada y mientras veíamos la ocasión de ligar con alguna chavala se nos quedaba el recuerdo de ellas en la Ilusión. ¿Cómo superar tales desengaños?. Fácil. Todo consistía en cruzar la acera una vez que el pollo se había acompañado con un buen vaso de sidra. Cruzar la acera y comprar una enorme sandía que compartíamos como dos hermanos de verdad.
Para mi amigo Andrés.