Como una cosa cualquiera la peste ataca al corazón humano. Es una cosa cualquiera, una vulgar cosa de ese mundo que llaman “del placer”. Una cosa fea, como un jardín sin pájaros o como de árboles sin flor. La peste es una profanación de la vida, un desequilibrio total del espíritu humano. Un pasear por las avenidas tristes de una ciudad falta de Destino. Obligada por las apariencias de un mundo de vida sin valores, la peste ataca. Se cuela en los cafetines en forma de soledad y hunde a los hombres en el mundo del absurdo juego de amar sin conciencia. La peste es la no conciencia, el no amor. El no saber. La frívola existencia se hace insostenible y decae en aburrimiento. Primero como sistema, la peste social impregna a la ciudad con su macilento perfume barato como de estiércol envuelto en el papel plástico de la necedad. La peste es una introducción a lo efímero sin sustancia. Filosofía de la muerte.
Por la mañana la peste se levanta con la convicción de que el día va a ser un día de fiesta. Pero las fiestas no suelen empezar casi nunca por las mañanas. Es al llegar las sombras de las tardes, cuando el sol se esconde en el horizonte, cuando la peste inunda la ciudad. Es entonces cuando se acuesta esperando. Los doctores no saben muy bien por qué y buscan una luz que les ilumine en medio de las tinieblas. Los doctores no saben por qué la peste se cuela en las casas al comenzar las noches esperando en medio de sus risas. Espera poder reír y sonreír entre besos mentirosos. Filosofía de la muerte. Intriga buscando clientes. Los doctores no saben, o no quieren saber, por qué; pero entre esos detritos de la ciudad aparece la peste en forma de negras semillas. ¿Será acaso que los doctores respiran a través de sus intereses económicos?. Hablan los doctores de la vida alegre. ¿Han visto lo que ven dentro de la vida alegre ?. La respuesta es que no se atreven a ocupar el lugar adecuado porque, en ese caso, sus chequeras se menguan y se vienen abajo. Efectivamente, la peste siempre busca sus clientes abajo. Y envía telegramas: “Todo bien. Stop. Estoy muy cerca. Stop. Es necesario. Stop. Cuando llegues seré tuya. Stop”. Y sueñan los hombres con el adecuado momento del placer oculto aunque sea mentira. Después, el silbido del viento pronuncias sus nombres mientras sus pechos descubiertos, ya en el descansillo de la escalera, les hace creer ser hombres de verdad. Los doctores de la vida siguen sin querer saber por qué. Vuelven su mirada hacia la idea de que no hay solución posible para sanear las calles. Evidente. Quiero decir que es evidente que la puerta cerrada se abre por las noches y, por ellas, penetran sin preguntar nada. Por eso a la suciedad la esconden bajo las alfombras. La peste fuma parsimoniosa en medio de los compradores que empiezan a subir la escalinata. Es un continuo subir y bajar, mientras la luna, en el cielo, abre sus cuernos y se hace creciente. Y la peste vuelve a enviar otro telegrama con otra nueva mentira: “Me gustas mucho. Stop. Eres guapo. Stop. Soy muy cariñosa. Stop. Te espero ansiosa. Stop”. Los hombres caen abatidos como inofensivos pichones. Las mentiras sirven para saber ocultar el absurdo. ¿Habrán oído los hombres que las ratas no viven solas?. Las ratas saben silbar muy bien. Parecen gatas sobre los tejados. Pero no. Son ratas y corren por el suelo. Tienen figuras de gatas blancas pero son ratas grises. Desde el sótano hasta el tejado las puertas se abren. No es un momento inmortal como muchos desean decir. Tras esas puertas sólo existen historias desdichadas. Ratas que convierten en cadáveres a los hombres. Es la peste. La peste extendida por toda la ciudad mientras los cadáveres humanos agonizan entre sus brazos desnudos. Son hábiles y rápidas las ratas en sus aposentos. La peste ensucia la atmósfera y tienen brazos muy largos que entran en los hogares y es por eso por lo que tiene tantos clientes. La peste, a la luz del día, es un bello trampolín hacia el suicidio y los clientes siguen subiendo las escalinatas. La peste susurra mensajes que adormecen a los hombres, las ratas acercan sus cuerpos y muerden sin pedir para nada el carnet de identidad. No les importa la edad de los hombres. En la prensa aparecen datos como el cliente 6.231 ha subido esta noche las escalinatas, por ejemplo, sólo como un dato estadístico nada más. Filosofía de la muerte. A la luz de las apariencias es la crisis la culpable. La crisis de soledad. El número 8.000, por ejemplo, es un hombre muy joven y tan anónimo como los demás. . Al día siguiente empiezan a aparecer muertos por la peste negra hasta un total de 6 hombres antes sanos y fuertes. El doctor ético busca explicación a todo ello mientras la peste vuelve a enviar un telegrama: “Ríe. Stop. Has llegado ya. Stop. Nunca vuelvas para atrás. Stop. Es tu hora. Stop”. El doctor ético tira el telegrama al cesto de la basura. El doctor falso le habla de que tiene demasiados escrúpulos. De que para vivir hay que saber arriesgarse. El doctor falso tiene una cartera llena de billetes. El doctor ético intenta seguir buscando una explicación verdadera. El doctor falso aprovecha la noche para subir por la escalinata. Filosofía de la muerte. Se escuchan los gritos de las ratas y no lo puede resistir. Se atropellan los hombres por los pasillos que conducen a las lujosas recámaras aterciopeladas que huelen a jazmín de rosas y almizcle,. La peste sigue intentando convencer al doctor ético. Y el comisario jefe, mientras tanto, se sienta despreocupadamente en el cómodo sillón de su lujosa villa. Y se dejar caer bien hacia atrás para que toda su musculatura esté en forma cuando decida él también subir las escalinatas. En los descansillos los hombres siguen sudando en medio de la atmósfera irrespirable. El humo de los cigarrillos cubre el ambiente de una espesa cortina de bruma. Bruma. Eso es lo que descubre el doctor ético. Bruma en toda la ciudad mientras las ratas empiezan a caminar desnudas por las calles en busca de víctimas apetitosas. El comisario descansa tranquilamente. Ya tendrá tiempo para luego cambiar de opinión, se dice para sus adentros. Pero ya comienza a elevarse el número de moribundos que ingresan en el hospital general. Hombres que comienzan a ser cadáveres de sí mismos, con un sinfín de manchas en el cuello. Les han mordido las ratas. Manchas negras. Quejas de dolor. Los médicos de urgencia comienzan a verse desbordados. Es sólo el principio. Algunos se quedan dormidos para siempre sobre las mesas camillas. La vida se les va. Y los médicos de urgencia nada pueden hacer para evitarlo. Los envuelven en sábanas y permanecen en silencio. Alegremente, el portero de la casa de la peste, siempre abre las puertas por unas cuantas monedas nada más. Por las noches el ajetreo de las casas de las ratas es sonoro. Alguien pide una pronta desratización. Pero las autoridades municipales se lo siguen pensando. Muchos de ellos también desean subir por las escalinatas y algunos ya lo han hecho. Nuevos mensajes de la peste. Nuevos telegramas. Nuevamente la prensa lanza un titular: el número 8.000 ha muerto. Filosofía de la muerte.
La muerte del portero también real. La peste no perdona y ahorca con sus brazos desnudos. Morir en medio de la noche es así de fácil. Conciudadanos que tienen miedo a morir porque juegan a amar las mordeduras de las ratas. A partir de ese momento el miedo se transforma en pavor. “Antes de entrar en otros detalles debemos elevar la conciencia de esta situación latente” declara falsamente el comisario jefe ante los periodistas radiofónicos. La peste vive de las rentas de sus clientes que están acostumbrados a arruinar sus vidas. Y los médicos siguen no queriendo comprender lo que es esta pandemia. La peste baila en las noches de la ciudad. Y las crónicas de sucesos continúan apareciendo en la prensa: “Una gran multitud de la población está ya afectada por la peste”. Las autoridades políticas y municipales declaran públicamente estadísticas que todavía están sin completar. Están elaborando grandes estudios sobre el caso. Filosofía de la muerte. Los historiadores toman esos apuntes estadísticos para completar sus libros y adornarlos de números rojos como la sangre. Lamentos. Se escuchan cada vez más los lamentos pero, de manera extravagante, los mismos que pronuncian lamentos siguen subiendo por las escalinatas. Sin dudar es una absurda forma de morir en sí mismos. La ciudad, equivocadamente, parece benévola, pero la peste de las ratas es todo lo contrario y modifican la vida mientras conversan en los cafetines los hombres más avezados. “!Yo conozco la muerte mejor que tú!” dice uno a otro; el cual responde: “!Pero yo conozco mejor a las ratas”. Nadie hace otra cosa más que hablar. ¿Y en dónde se radica todo ese conocimiento del que alardean los más avezados de la ciudad?. Los infectados por la peste, clientes asiduos de las escalinatas, piden todavía más oportunidades. Esto acaba hasta con los más fuertes que beben para poder olvidar el nombre de alguna rata. Después de los mordiscos de las ratas vienen las fiebres y, sin embargo, siguen los hombres atropellándose los unos a los otros por los pasillos y dándose codazos por ser los primeros en entrar en las salas adormideras. Algo así como una llamada de cornetín militar les empuja a ir subiendo. Es un orfeón completo . Unos cuernos adoran las estancias privadas de la peste; que es como símbolo de orfebrería artesanal. El orfeón se completa arriesgando la vida tanto que se llega hasta la muerte antes de que el gallo cante al amanecer. Y es que cuando el gallo canta ya hay algunos que han muerto sin remedio. Aromatizadas, las alcobas de la peste, con sus puertas aterciopeladas y sus espesos cortinajes para no dejar pasar la luz, gustan a los hombres para sentirse ocultos a las miradas de los demás, aunque se saludan amablemente en las escalinatas y los pasillos. Como aparentes gatas blancas, las grises ratas pulula desnudas por las calles buscando cliente a quienes morder. Los que suben por las escalinatas ahora lo hacen como si fuese una marcha militar cuando en realidad lo que está sonando es una marcha fúnebre. Las ratas olvidan sus nombres y, bien peinadas y arregladas, buscan comida. Las más viejecitas sonríen con sus dientes podridos. “Es difícil definir que esto sea el fin” -le explica el falso médico al médico ético. “Pues yo creo que si no ponemos ya un remedio tajante a esta enfermedad predigo que éste si es el principio del fin” -responde el médico ético. “¿Quiénes somos nosotros para poder juzgar” -falsea de nuevo el médico de la cartera llena de billetes. “No para juzgar pero sí para poder dar a conocer la toma de conciencia” -expone el médico ético. Y luego se produce un silencio. He aquí una un sabio consejo. Pero a los ciudadanos, al médico falso y al comisario jefe no les interesan que se publiquen los sabios consejos porque siguen ávidos de subir por las escalinatas. Eso les da poder. “Sois unos desconcertados de la vida, excitados por la alegría del falso placer de ser mordidos por las ratas” -pero ya nadie quiere escuchar los consejos del médico ético. Le llaman moralista y siguen planificando el momento oportuno para acabar con la epidemia. En los tranvías de la ciudad todos hablan de la peste y de las ratas. Algunos se apena a tiempo y se dirigen, temerosos a sus casas, pero cuando llega la noche salen a escondidas. Luego llega la desgracia. Filosofía de la muerte. En el espejo de la sala de la peste ella misma se mira y vuelve a enviar su telegrama: “No puedes resistir. Stop. Yo soy tu futuro. Stop. Sólo tienes que decir que sí. Stop. Es, para ti, totalmente gratis. Stop”. El médico ético vuelve a tirar, de nuevo, el telegrama al cesto de la basura. Siguen los conciudadanos de la falsa vida alegre atropellándose por las escalinatas y los pasillos. En las calles las ratas cada vez chillan más alto. A partir de este momento la muerte empieza a ser irreversible. Algunos de tan sólo 35 años de edad, talla fuerte, musculatura hercúlea y anchas espaldas, terminan camino del cementerio. Las escalinatas rebosan de hombres que suben, No pueden esperar mucho tiempo más. Y las flechas de la peste les atraviesa el corazón. Filosofía de la muerte.