Las cifras aumentan y son exactas consecuencias del problema. Los médicos consultan entre sí. “Yo no lo comprendo” -comenta el médico falso. “Asumemos de una vez por todas esta realidad porque si siguen pasando los días pensando en medidas cautelares a tomar, sin decidirnos nunca a llevarlas a la práctica, el número de muertos llegará a ser incalculable” -le espeta directamente el médico ético. Se hablan el uno al otro mirándose a la cara mientras en los cementerios empiezan ya a acumularse los cadáveres sin apenas tumbas donde enterrarlos. “No podemos hacer nada” -sigue diciendo el médico falso mientras piensa en la noche, en las escalinatas, en las salas perfumadas y en las ratas desnudas. “Nadie puede asegurar que no podemos hacer nada”. Pero falta un verdadero estudio del problema.
Y mientras hablan y hablan y hablan los dos médicos, los políticos y las autoridades municipales, la peste sigue haciendo caer en sus brazos y sus pechos desnudos a multitudes de ciudadanos. Llegan sudorosos y salen fríos como cadáveres. En las esquinas las ratas los acogen con una sonrisa entre dientes y ríen lúdicamente contando chistes sobre el tema. Es la vida de la alegría sin final. “Esto está que hierve” -dice el comisario jefe al político de turno. El político se hace como que no entiende y el comisario jefe hace como que se preocupa. Es la hipocresía general. El enervamiento de los clientes sigue preocupando a las autoridades de la ciudad. Hasta comienzan de verdad a preocuparse un poco por la situación pero, rápidamente, a una orden del presidente cambian de asunto a tratar. Así es la hipocresía humana. Los pasillos parecen “autopistas floridas” por donde los hombres circulan a velocidad de vértigo. Las ratas se pasean de un lado para otro contorneando sus cuerpos. Están empezando a acumular una buena cantidad de ganancias. “Es necesario ya imponer un plan de emergencia” -informa el médico ético a las autoridades municipales. Pero nadie le escucha tan atareados como están en estudiar casos de probabilidades de vida y probabilidades de muerte. Las ratas empiezan a adueñarse de todas las calles de la ciudad mientras entran en los comercios a comprarse golosinas. Hay todavía mucho queso fresco. Es el momento en que ha llegado la primavera, la caliente primavera, que ilumina las casas de los conciudadanos. Algunos escrupulosos comienzan a usar materiales preventivos para salvarse de la peste de las ratas pero sigue creciendo el número de hombres que suben las escalinatas. Parece raro verles subir tan alegres y a las ratas tan alegres en las calles. Paradójico. Todos sonríen en la ciudad pero nadie puede vivir ya en paz. “No agitemos demasiado el asunto” -opina el comisario jefe a sus subordinados- “Esto parará cuando se pase la moda”. Como respeto a la alta autoridad los subordinados callan sabiendo que no es cierto. “Ya no podemos hacer nada por los moribundos” -explica en televisión el médico falso- “Consideremos los comienzos y que no es la primera vez en la historia que la peste ataca ciudades enteras”. Nadie replica esta cuestión. Nadie la pone en duda. Alguien, de entre los periodistas, por lo bajo, dice a quien está a su lado: “Esto me suena a farsa y a hipocresía” mientras el médico falso continúa con su monólogo: “Figúrense el enorme trabajo que sería tener que aplicar medidas restrictivas tajantes. Nos faltan recursos”. En el laboratorio del hospital general han colocado un letrero que dice: “No molesten. Estamos trabajando” pero nadie trabaja más que estudiando estadísticas y casos curiosos fuera de lo normal como experiencias extraordinarias para publicar y conseguir grandes premios, quizás hasta el Nobel. Pero el tiempo de la peste no detiene su reloj. Empiezan ya a escasear los productos en las farmacias. “!Dejemos que el tiempo detenga la epìdemia! -grita ante una multitud enfervecida el Señor Alcalde en la Plaza Mayor mientras una banda musical ameniza a la concurrencia. Aparecen nuevos títulares en la prensa: “Es necio no querer limpiar las calles de ratas” Y en las encuestas que publican hay análisis tan extraordinarios como que el noventa por ciento de la población están de acuerdo con lo proclamado por el Señor Alcalde. No es cuestión de ofender al Partido. “Naturalmente que pensando solo en el comienzo de la epidemia no puede haber solución posible” publica otro periódico. Los hombres, apresurándose, acuden a las farmacias pero ya están totalmente agotadas las medicinas preventivas y no quedan más que sucedáneos sin valor alguno. No importa. El caso es hacer como que sí surten efecto. Y los hombres comienzan a comprar sucedáneos sin valor alguno. Nadie reflexiona lo suficiente salvo el médico ético que está cada vez más aislado. Filosofía de la muerte.
La palabra peste empieza a pronuciarse ya de boca en boca por primera vez con cierta libertad. Por eso es necesario hacer callar a los medios de comunicación y, sobre todo, a los periodistas independientes. Así que la máxima autoridad política obliga a que los medios de comunicación de masas programen sólo parrillas de humor, de películas divertidas, de programas vacíos, de debates insignificantes sobre cualquier tema menos el de la peste y ordena que nadie dé trabajo a los rebeldes periodistas independientes que, por tal motivo, tienen que quedarse mudos a pesar de la rabia. Y mientras tanto la peste, con sonrisa triunfal, manda otro nuevo telegrama: “Yo llevaba la razón. Stop. Soy tu consuelo. Stop. No te engañes. Stop. Soy tu única salida”. Pero el médico ético vuelve, por enésima vez, a arrojar el telegrama al cubo de la basura a pesar de la utopía de hacer nacer la conciencia a toda esa masa enorme de hombres que creen que la vida alegre es la única alegría que existe… aunque luego lloren ante los cadáveres de familiares y amigos. Cada vez el olor de la peste es más nauseabundo. Filosofía de la muerte. La prensa publica ahora otro tipo de tirulares: “No perdaís la calma”. “Control”. “Sí se puede”. Y otros tan lacónicos como los citados. Nadie se atreve ya a llamar a la peste por su nombre y algunos comienzan a morir pronunciando el nombre de alguna rata. Es necesario reflexionar. Todos saben que es necesario reflexionar. Per ¿dónde?, ¿cómo?, ¿cuando?. Y se lanzan a subir por las escalinatas mientras la peste, coqueta, se mira al espejo viéndose triunfadora y el reloj sigue sin detener el tiempo. El cielo permanece azul pero ya nadie mira al cielo. Incluso comienzan algunos sacerdotes a subir también las escalinatas y entrar en las salas perfumadas donde las ratas ríen contentas. Verdaderamente el absurdo llega al extremo de querer santificar a algunas de ellas. Filosofía de la muerte.
Siguen las reflexiones en voz baja para no ser escuchadas por las autoridades porque pueden producir penas de multa, cárcel y hasta destierro. El número de difuntos sigue aumentando mientras los servicios de urgencia se han colapsado. Es el comienzo del caos. Nunca la peste había conseguido tanto triunfo. “Once muertos en cuarenta y ocho horas” es la hoja estadística que le entregan al comisario general. Hace un cálculo de probabilidades. Se obtiene, si sigue la estadística una lógica anual, un total de 2.008 muertos al cabo de un año. Demasiados muertos por amar la falsa vida alegre… y lo que es peor… hay muchos más miles que ya tienen la enfermedad contraída aunque aún permanecen vivos. “Es posible que tenga ya que intervenir para extirpar de raíz esta epidemia” piensa el comisario jefe. Pero él goza viendo a las ratas pasearse desnudas por las calles de la ciudad y además ama a la peste tanto que es capaz de morir por ella aunque para ello tengan que morir cientos de miles de hombres más. El médico ético está ya acabando de exponer sus últimas reflexiones: “”Es necesario y urgente ya llamar a las cosas por su nombre” -más los médicos que le escuchan lo consideran un utópico irrealista. Ellos están luchando por estuidar los casos más atípicos y curiosos para luchar por la obtención del Premio Nobel de Medicina. Uno se atreve a preguntarle: “¿Y cuál es para usted el verdadero nombre de esta cuestión?”. “Hipocresía”-responde el médico ético. Todos los compañeros oyentes sueltan, al unísono, una enorme carcajada. Las ratas acuden ya a las plazas abiertas de la ciudad. Comienza a caer desde el cielo una verdadera tromba de agua. ¿llover tan fuerte en la primavera? se preguntan todos… pero nadie piensa para nada que la peste y aquella tormenta inesperada tenga alguna causa en común. El suelo comienza a llenarse de lodo pues la lluvia arrastra los montones de arena acumulada para las nuevas edificaciones. Todos corren a refugiarse en las escalinatas, las suben, y para quitarse el miedo se apelotonan en las pasillos ante las puertas aterciopeladas de las salas perfumadas de la peste. Es necesario aprovechar el tiempo si es que estamos en el final del mundo. Absurdo. Es un absurdo total; pero esa noticia empieza a circular por entre los hombres promovida, claro está, por las ratas en las plazas más concurridas de posibles clientes. Al llegar la noche la tormenta arrecia aún más fuerte. Filosofía de la muerte. Pero los filósofos de la posmodernidad se han vuelto excesivamente epicúreos. En el Ayuntamiento siguen guardando silencio mientras nadie del laboratorio del hospital general, tras el cartel de “N molesten. Estamos trabajando” se preocupa de la peste sino de los casos más curiosos y extravagantes para obtener galardones internacionales o incluso el mismísimo Premio Nobel de Medicina. Las farmacias han agotado ya todos los sucedáneos que no sirven para nada y comienzan a cerrar sus negocios. Las ratas siguen campeando a lo largo y ancho de toda la ciudad. Cada vez más desnudas. Cada vez más osadas ante los hombres. Cada vez más ansiosas por morder. Y la peste ríe a carcajadas. Filosofía de la muerte.