Más allá de La Peste (Relato) Tercera Parte

El asunto es más irrisorio aún cuando se descubre que hay sacerdotes religiosos que también se abrazan al cuerpo desnudo de la peste y las ratas ríen triunfantes. En el arzobispado de la ciudad nadie quiere decir la verdad y ocultan que sea cierto que haya sacerdotes que suben las escalinatas y buscan las excusas públicas más adecuadas a sus textos religiosos. Lo que es aún más paradójico es que esos mismos sacerdotes sermoneen a los ciudadanos mientras se ríen por dentro.

“!Hay que encontrar las palabras más adecuadas! -sigue insistiendo el médico ético- !Sí. Las más adecuadas para ser totalmente claros en este asunto!- Pero sabe que nadie le va a hacer caso pues la fiesta ha alcanzado magnitudes incontrolables en toda la ciudad.

Las prácticas sin prevención alguna son cada vez más abundantes y más agradables para los ciudadanos que consideran que abrazar a la peste cuerpo a cuerpo desnudos les hace ser más felices. Saben que es mortal. Saben que es también mentira. Pero desean autoengañarse y los psicólogos no desean entrar a fondo en el tema. Muchos acuden a sus consultas para desahogar sus frutraciones mas los psicólogos también suben las escalinatas argumentando que la mejor manera de extirpar la peste es a través de la experiencia propia. Las farmacias siguen cerrando sus negocios por falta de existencias. Filosofía de la muerte. Se puede decir que la vida ya sólo es un recuerdo imperfecto en la memoria de los hombres, una memoria aturdida y perdida en el desconcierto general. Nadie se avergüenza ya de de sus idilios con las ratas. El desorden ya se ha convertido en un verdadero caos. Los sacerdotes religiosos cada vez acuden más a las escalinatas. Ya es notorio y público. El recuerdo de la verdadera vida se va perdiendo en las noches oscuras de la caliente primavera. !!Ay de mí… me estoy muriendo!” gritan ya muchos; y el médico ético sabe que va a tener que abandonar esta ciudad porque nadie quiere hacerle caso mientras la peste, todavía pertinaz, le envía un, para él, último telegrama: “Caerás. Stop. Vendrás. Stop. Sufrirás. Stop. Eloquecerás. Stop”. El médico ético, tranquilamente y sin ira alguna, tira de nuevo el telegrama al cubo de la basura. Ha decidido abandonar definitivamente la ciudad. Alli se queda, gordo por la vida alegre que lleva, el médico falso. Al verle marchar el comisario jefe se frota las manos de placer. Y su conciencia no le responde ya. Es como un muerto viviente. Los sacerdotes religiosos siguen el mismo juego: guardar celosamente que algunos de ellos suben las escalinatas aunque todos los conciudadanos ya lo saben. La peste ríe gozosamente. En la puerta del laboratorio del hospital general sigue colgado el letrero de “No molesten. Estamos trabajando”. Pero dentro del laboratorio ya nadie trabaja en nada más que en acumular más y más estadísticas. Han decidido dar por válido que es el final del mundo y comienzan también a subir las escalinatas alentados por el médico falso. Es algo estúpido quedarse allí, piensan, mientras otros gozan sin cesar. Parece un absurdo y una irrealidad… pero ya se vive una vida kafkiana porque, según su verdad, es inevitable. Y los muertos siguen aumentando por todas las partes de la ciudad. Totalmente absurdo pero real. Filosofía de la muerte.

Al día siguiente de la marcha del médico ético las habladurías comienzan entre los vecinos; “!Es un cobardde!. !No tiene pantalones!. !No sabe vivir!!. Pero él ya está lejos… muu lejos… de allí. Por otra parte el comisario general ha declarado, por televisión y radio, que todo va a ser controlado. Pero sale de la prefectura, en su lujoso coche color negro y color muerte, y se va, en medio de la noche a volver a subir las escalinatas color negor y color muerte. Filosofía de la muerte. Alguien telefonea desde el depósito de cadáveres: “Aviso de que hoy hemos recibido cuarenta cadáveres”. El comisario vuelve a hacer cálculo. Ha variado mucho la lógica estadística. Ahora supone que en un año habrá 7.300 muertos. Pero le puede más pensar en la falsa vida alegre. Los microbios siguen haciendo mella en la anatomía interna de los hombres y las ratas siguen mordiendo y contagiando de peste a miles de ellos cada día. Las verdaderas estadísticas son mucho más pavorosas que las que alguien le ha comunicado, por teléfono, al comisario general. El señor arzobispo lanza un sermón en una plaza abarrotada de público: “La cuestión no es tan grave, sólo tenemos que saber esperar a que la peste muera por sí misma. No debéis temer, hijos míos, pues sólo morirá, según mis cálculos sagrados, la mitad de la población varonil porque son los pecadores”. El sermón es tan falso como falso es el señor arzobispo de la ciudad que ya sabe lo que es subir las escalinatas donde se encuentra, muchas veces, con el comisario general y otras autoridades políticas y civiles, Se sonríen ligeramente, se saludan con mucha cortesía y se lanzan atropelladamente por los pasillos para ser los primeros en entrar donde reina la peste. Ya hay tanta cantidad de cadáveres que no hay posibilidad de enterrarlos en los cementerios y es necesario abrir fosas comunes en los descampados. La verdad, a pesar de las palabras de los dignatarios de la ciudad, es que la peste sigue devorando cada vez más a los hombres de la falsa vida alegre. Todos lo ven y todos callan. Nadie echa en falta al médico ético salvo la propia peste; que escribe en su Diario Personal: “Era verdaderamente un hombre. Me cae hasta simpático. Jamás pude con él. Lo reconozco. Me ha vencido. Me ha derrotado. Nunca cayó en mis trampas. Le echo mucho de menos. Siempre me acordaré de él. Fue el único que dijo la verdad en esta ciudad”. Después cierra su Diario y escucha la radio donde se dedican a poner músicas atractivas que distraigan la atención al problema. El arzobipo hace una llamada al mismísmo Vaticano desde donde, el portavoz oficial, le recomienda calma. En el Vaticano todos se lavan las manos. “Es un problema de esa ciudad. Nosotros no tenemos nada que decir. Incluso sería bueno que beatifiquemos a alguno de los sacerdotes muertos con intención de que, con el paso de los años, las nuevas generaciones lo hayan olvidado y podamos declararle santo”. La cuestión es no decir la verdad. La enfermedad sigue extendiéndose a ritmo galopante y al Vaticano le es indiferente cuántas de aquellas gentes extrañas a ellos puedan morir. En medio de la consternación general los montones de cadáveres ya se quedan en las propias calles. Nadie se molesta ya en cavar fosas comunes. El hedor naudeabundo de la peste inunda por completo a la ciudad que ha sido acordonada. Nadie puede entrar ni salir. No existe, con ello, ninguna posibilidad de ayuda por parte del exterior. Los cadáveres se pudren cuando ya es pleno verano y el calor es asfixiante. Filosofía de la muerte.

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