En las calles el ritmo trepidante de vehículos, luces, sonidos y todo un sin fin de movimientos que se presentan ante la vista. En esa misma calle, un anciano camina junto a su nieto en un paseo a través de reducidas aceras, guiados por los incesantes destellos de los semáforos. Personas sentadas aquí y allá adornan el gris escenario urbano, otras pasean y unos pocos permanecen en pie, observando, reflexionando. La gente se saluda, intercambian algunas palabras en conversaciones vacías y se hunden, poco a poco se hunden, se hunden dentro de si mismos, pues miran alrededor y no encuentran nada. Su mundo ya no esta ahí y se hunden, pues no tienen nada mas que a ellos y se hunden. Las palabras cesan y no así el trajeteo en las calles. La gente observa la ciudad, con gran parsimonia analizan cada detalle, no tiene más que hacer. Fuera, la calle mantiene un ajetreo continuo, día y noche, incansable.
Gaby salta a través de las franjas blancas de la acera, intentando no pisar las rojas. Su abuelo lo tiene cogido de la mano y camina despacio, tan despacio como el resto, sin prisas por llegar a ninguna parte. Su nieto, por el contrario, sonríe mientras sigue dando saltos de franja en franja. Poco a poco los ojos cercanos se van posando en el pequeño, que salta y salta con una alegre expresión en el rostro. Esos ojos, de personas estáticas, que ahora no hacen más que mirar al chico, carecen de brillo alguno, parecen todos cansados y aburridos. Hundidos se esconden del mundo y buscan cobijo tras unos parpados semiabiertos. Ver al niño saltando les hace gracia, piensan en como la acera es desafiada y vencida por aquel chaval. Ella impone franjas rojas y blancas, él la ignora y pisa donde quiere, pisando solo las blancas.
Andrés es una de las personas que observan los saltos de Gaby. Está sentado en unos escalones y desde allí piensa en esos saltos. Un acto inconsciente por parte del niño que a la vez le otorga una victoria, ha doblegado el mundo que pisa y lo ha usado a su antojo, ha convertido esa acera, simple guía para los pasos del caminante, camino impuesto, en un juguete, una fuente de diversión, un reto vencido. Eso es lo que hace sonreír a Gaby, ha vencido su propio reto, ha conseguido esquivar las franjas rojas. Andrés mira la acera que hay a sus pies y sonríe. No es el único, esos pensamientos han florecido ya en algunos de los que observan al pequeño, poblando la calle de tímidas sonrisas.
El abuelo siente cómo una sensación calida emerge desde su interior, se eleva desde un pozo en el que se había hundido muchos años atrás. Ahora puede notar como ese calor revitaliza su cuerpo. Es la alegría de ver a su nieto saltando en la acera, alegre, venciendo a la ciudad, la que ha traído desde la lejanía sensaciones ya olvidadas. Junto a ellas aparecen algunos recuerdos y la melancolía se apodera del viejo. En su mente se dibujan ahora escenas de su juventud, cuando aún vivía en el pueblo, su alegría por la vida, sus ganas de atrapar cada momento. También aparece en el aire el día que su familia se mudó a la ciudad. Más trabajo, mejor vida, gente nueva, esas eran las razones que su padre había puesto ante sus ojos. De todas formas la opción nunca estuvo en sus manos, una negativa no habría servido de nada, así llegó a vivir en la casa donde ahora pasaba solo los días y las noches. Sus hijos se habían ido al pueblo. Ya hacía mucho de eso, mejor vida, más tranquilidad, razones que aún resonaban en su mente. Él se había quedado en la ciudad, ciudad que con los años y gracias a los increíbles avances del hombre, era ya capaz de funcionar a la perfección sin la intervención del mismo. Y entonces comienza a pensar. Desde que nos distinguimos de los animales nos hemos empeñado en transformar el mundo, en negar el mundo natural y crear el nuestro propio. Un mundo lleno de comodidades, dicen, un mundo donde el hombre no tenga que hacer esfuerzos, dicen, al fin y al cabo un mundo mejor, dicen. Y así se fue construyendo un mundo para los humanos, cada vez más lejano del mundo natural al que un día perteneció. Tras miles de años de evolución el hombre creó un mundo tan automatizado, tan cómodo para el hombre, que el hombre dejo de tener cosas que hacer en ese mundo. Cuando la ciudad fue capaz de mantenerse por si misma, gracias a los medios de los que el hombre la había dotado, este quedó excluido del mundo que para sí mismo había creado. En un mundo ajeno a sí mismo, un mundo artificial donde lo humano ya no tenía cabida, demasiado lejos del mundo natural donde había nacido, el hombre quedó perdido. Y así vagan por las calles de ese mundo, sobreviviendo sin más, perdidos. Por eso tanta alegría al ver al chico, este había hecho suyo ese mundo, por unos segundos aquella mole gris había vuelto a ser del hombre.
Esta sensación no se apoderaba solo del abuelo, también contagiaba a los que miraban a Gaby. Su hija por primera vez había dejado que su nieto pasara unos días con él y sin duda aquello le estaba devolviendo la vida y no solo a él. Inundado por la felicidad y ese calor que había habitado su interior, olvidó por un instante la pequeña mano que segundos atrás apretaba con fuerza. El niño seguía saltando, esquivando las franjas rojas. Solo pisar las blancas, era lo único que pasaba por la mente del pequeño. Cada vez más rápido, la euforia se apoderaba del chico.
El destello de una luz roja frente a sí hace regresar al viejo de sus ensoñaciones. Como si despertase repentinamente, sus sentidos se aceleran, el muñeco rojo frente a él parece cegarlo por completo durante un momento en el que toma conciencia de la situación. Siente su mano vacía, escucha la risa del pequeño y sus saltos que no se han detenido, siguen por las franjas blancas. Los ojos del abuelo se posan en Gaby y estira su brazo, pero el impacto es inevitable. El aire se congela a su alrededor, el tiempo se para. La embestida ha sido brutal, los vehículos automáticos que circulan por si solos no se detienen a ver que ha pasado, nada en la ciudad se detiene. El abuelo cae de rodillas, la sangre frente a sí pinta de rojo las lagrimas que ahora inundan sus ojos. En el suelo, aún con el brazo extendido al aire, su rostro se quiebra en una mueca inexpresable donde se ahogan sentimientos sin cabida en un papel. Andrés se había levantado por impulso del escalón y permanece ahora agarrado a una farola, todos los que estaban cerca permanecen petrificados mientras vuelven a hundirse en si mismos sin dar crédito a lo que ven sus ojos. El viejo llora mientras el dolor convierte los gritos de rabia en leves gemidos y se hunde poco a poco en la acera. La victoria vuelve a ser para ese mundo irreal del cual el hombre se ha hecho prisionero a sí mismo.
Excelente el relato y apabullante el final. En fin que me ha encantado tu relato. Enhorabuena.
Un saludo.
Relato trágico muy bien elaborado. La conclusión final es valiosa porque es la última determinante de un mundo natural fallecido en lasd apariencias del mundo artificoso de las grandes urbes. Dá mucho para meditar tu relato y es una especie de crónica de ciudad atrapada en si misma donde las vidas de los abuelos quedan ya en el ocaso y en el crepúsculo de sus sueños. Ese volver de los hijos al campo y ese quedarse atrapado el abuelo en su “no espacio vivencial” (todo ellos a través de los saltos del niño por las rayas rojas y blancas que vienen a simbolizar los dos mundos antagónicos) es un escenario magnífico para tu relato. Mucho para meditar. Mucho para concluir. Excelente.