PALABRAS EN FRASCOS PEQUEÑOS

I
Contiene 17 relatos de ficción, inéditos y originales.

ALGO TENGO QUE HACER

Arremetió contra él en un último intento. Pero las fuerzas ya lo habían abandonado y aquel tipo era un bloque de hormigón.
Zarandeó a Alex como a un sonajero y lo lanzó a un metro de distancia.
Yo, agazapado en un rincón, escondido tras las sombras, asistía impotente a la escena.

“Algo tengo que hacer”. Pensé

Como un animal alertado por el instinto, Alex se sabía camino del matadero.
– ¡SOCORRO! ¡QUÉ ALGUIEN ME AYUDE! –Chillaba con escasa fortuna tras la brutal paliza, depositado en el suelo como un trozo de carne despellejada y sangrante.
Yo estaba paralizado.
Tras un año de vernos casi diario, entre los dos había surgido una franca amistad. Pero el miedo me atenazaba.

“Algo tengo que hacer”

Aquel matón introdujo la mano en la sobaquera de la gabardina y extrajo un arma.
– Si sabes rezar algo, será mejor que empieces. –Le aconsejó complacido, avanzando hacia lo que quedaba de Alex.
– ¡No! Por favor… ¡No! –Suplicó éste, al tiempo que gateaba en un baldío intento de huida.

“Algo tengo que hacer”. No podía dejarlo morir. No de esa manera. Pero, ¿qué podía yo contra ese experto asesino?

Alex se derrumbó sobre el duro cemento del almacén, lloraba como un niño asustado. En el rudo villano se dibujó una mueca de satisfacción. Continuó su helado avance, bordeando el rastro de sangre dejado por Alex primero, y los restos de su maltrecho cuerpo después, hasta situarse frente a él.

“Algo tengo que hacer”. Me repetía cobardemente, cuando vi aquel instrumento a mi merced, y una idea explotó en mi cabeza.

– Socorro. ¡No! Dios. Por favor… Por favor. –Incapaz de levantar la mirada, Alex suplicó por su vida a los zapatos de aquel individuo.
Pero sus gemidos y sollozos nunca podrían ablandar el trozo de roca que se erguía ante él.
Armó la pistola y le apuntó a la nuca sin conmiseración

“Algo tengo que hacer”

Mi mano se proyectó como un disparo. Yo tenía ahora el mando. Sin más dilación, a causa de la premura del momento, apunté a la cabeza de aquel canalla y apagué el televisor.
– Ufff… Justo a tiempo –Suspiré aliviado.

HERMANAS GEMELAS

Eran la envidia del lugar. Sofisticadamente bellas, majestuosas como las caras de las monedas, altas y esbeltas como espigas de dieciocho quilates, en su mirada se reflejaba el cielo y su joven sonrisa brillaba más que la del sol. Parecían dos princesas de cristal y todo el mundo suspiraba al verlas.
Aquella despejada mañana de finales de verano se dirigían, como cada jornada, a recolectar la miel que las aguardaba en las colmenas de su propiedad. Bordeaban el río sosteniendo sendas bolsas con los aperos necesarios para la recolecta de miel. Les tocaba el turno a los panales de las nuevas abejas, las traídas de oriente, que aunque producían la miel más dulce y perfumada se mostraban en extremo violentas al sentirse molestadas. Ya lo habían comprobado la primera vez: se lanzaban como proyectiles contra sus trajes de protección, con una fijación nunca antes vista en todos los años que llevaban en el oficio de la miel.

Pero poco podían prever las dos hermanas que aquellas abejas, organizadas con disciplina militar, no estaban dispuestas a que se les expoliase el fruto de su trabajo tan fácilmente. Cumpliendo las órdenes de la reina del enjambre y fanatizadas por los zánganos de la colmena, dos de ellas vigilaban los alrededores emboscadas en el camino a la espera de las dos hermanas a las que todas consideraban ladronas.

Fue avistarlas, y una de las abejas se lanzó contra la primera hermana, la que habría el paso a escasa distancia de la otra.
La abeja se desplomó muerta tras clavarle en su frente su aguijón rebosante de veneno mortal. La hermana noto el impacto y el pinchazo de un alfiler, pero ni siquiera tuvo tiempo de llevarse la mano a la herida en un acto reflejo. Al instante, sus músculos se tensaron y paralizaron, y noto el inmediato fluir de un río de fuego por sus venas.

Como buenas gemelas, la otra hermana sintió un cálido, pero en extremo desagradable, hormigueo recorriéndola de los pies a la cabeza. Alcanzó la altura de su hermana, y sin tiempo de recuperarse de la sorpresa y darse cuenta de que algo le había sucedido a su gemela, notó la explosión de la otra abeja en la parte superior de su escote.
Si su inconsciente, como un relámpago, ya la había alertado del dolor de su propia carne encarnada en su mitad gemela, ahora tuvo la desgracia de sufrirlo en la mitad que le tocaba dar vida.
Completada con extrema rapidez la parálisis completa, de pie, enajenada de la capacidad de movimiento, presa de un terrible dolor y consumida por el fuego en forma de veneno, el tormento de saber que su hermana soportaba un calvario similar superaba cualquiera de sus propios sufrimientos.

Inmunizadas contra cualquier aguijonazo, tras años de sufrirlos, y conocedoras del género que manejaban, las dos sabían que aquellas picaduras eran mortales de necesidad. Roídas en sus carnes, y desolladas en sus almas, de sus ojos brotaron cascadas de lágrimas que al despeñarse reproducían el sonido hueco de la muerte al estrellarse contra el terreno que rodeaba sus pies.
Se sabían en los últimos momentos de sus vidas pero, rígidas como dos estacas clavadas en la tierra, ni podían girar sus rostros deformados por el dolor para mirarse por última vez y despedirse.
Tan sólo les quedaba rezar para que se acortase aquel padecimiento.

Tras licuarse sus vísceras y estallar sus venas, deshidratadas por tanta lágrima vertida, la segunda gemela –quizá por sufrir la picadura más mortal- se derrumbó fulminada a media mañana. El cuerpo sin vida de su hermana lo hizo poco después. Ese fue su terrible final.

La mañana, espantada por la tragedia, huyó despavorida; y la tarde, obligada por las leyes del universo, ocupó su lugar llorando sus cuerpos sin vida. Lloró la noche sus cadáveres al velarlas, y la mañana se despertó sollozando.
Lloró amargamente toda su familia, y sus amigos y vecinos, y todo aquel que las conoció o había oído hablar de ellas. Lloraría la historia regueros de tinta mezclada con sangre e infamia, en nichos de papel a los que jamás cubríría la losa del punto final.

Mientras, en el enjambre, las abejas asesinas celebraban su triunfo zumbando las alas y dibujando piruetas en el cielo a sabiendas de que nunca más les sería robado el fruto de su trabajo. ¡Qué equivocadas estaban! Ignorantes de las consecuencias que tendrían sus actos para la posterioridad.
Como el nefando preludio de lo que se avecinaría para siempre, todo aquel paraje se cubrió de una niebla densa, sucia y envilecida, de olor acre, que aumentaba su pestilencia al pasar los días

Y con aquel veneno flotando, ya nada volvería a ser igual en aquella colonia de abejas. Ni en ninguna otra. Ya nada volvería a ser igual en aquel lugar y sus alrededores, ni en ninguno otro bajo el cielo o sobre la tierra. Ya nada volvería a ser igual en el mundo entero.

Era el 11 de septiembre de 2001. El lugar: Nueva York.

ADIÓS, VIEJO AMIGO

C.J. conducía a toda velocidad el deportivo aquel lunes de madrugada. La luna llena engarzaba la noche, como un botón de plata, impidiendo que se fugase el bochorno del verano. Con el aire acondicionado apagado, el espeso calor se derretía como plomo fundido dentro del habitáculo cerrado

-¡Maldito cerdo! –Deliró de nuevo C.J. golpeando con furia el volante.

Sudaba profusamente, tenía el rostro abotargado, la mirada grapada por el alcohol, y las ideas le hervían en su cabeza como en una olla exprés. La escasa circulación a esas altas horas lo salvaba, porque el deportivo cabeceaba de carril en carril apropiándose de la autopista, al igual que un boxeador sonado vagando por un ring.

– ¡Un hijo de puta! Un auténtico cabrón. Pero todo se va a acabar hoy. ¿Entiendes? Hoy. –Aseguró a su acompañante.

Con la mano derecha alzó la botella de licor hasta su boca para dar cuenta del último trago que permanecía ignorado en su fondo. Ya inutilizada, la lanzó con rabia al asiento posterior.

– ¿Por qué nos hizo esto? –acompañó el grito con un ademán que le hizo soltar el volante a cerca de 200 kilómetros hora- Yo confiaba en él. Le quería de verdad, era mi mejor amigo… ¡Si nos conocemos desde siempre…! Ojalá que esto fuese una pesadilla… -Suplicó ,balbuceando, a su compañero de viaje.
La luna llena embrujaba la noche con su hechizo de blanco satén, dueño de las almas de todos los locos.

– Nos ha arruinado.-Prosiguió vacilante- Ha arruinado la empresa. Me ha arruinado a mí. Ha arruinado a mi familia… ¡Nada! Eso es lo que vale la empresa: Nada. No cubre ni las deudas. ¿Cómo se lo digo a mi mujer? ¿Cómo?. Ni vendiendo la casa de aquí, la de la playa…, los coches…, las joyas… –Frunció, angustiado, el entrecejo. Con un dedo evito que una lágrima se diluyera en el sudor que resbalaba en cascada desde su frente.

– Un hombre no llora. –Afirmó entrecortado, recobrando brevemente la compostura- Le diré que tendremos que empezar de cero. Trabajar en lo que podamos… los niños irán a colegios públicos… Que se olvide de fiestas, viajes…, vestidos caros… ¡De todo! ¿Cómo se lo digo? –Mendigó una respuesta, pero en vano.

Su acompañante permanecía en silencio, mientras las palabras de C.J. rebotaban en el habitáculo para volver de nuevo a su cabeza. Una y otra vez. Entre tanto el vehículo zigzagueaba alineado con sus pensamientos, de lado a lado de la carretera.
Y esa luna llena, inclemente, que le asaba todavía más los sesos.

– Tenía un par de queridas, lo sé; y que se pasaba con la bebida. A veces esnifaba, sí, lo sé, y que derrochaba demasiado dinero. –con un dedo señaló a su callado acompañante-. Un par de veces tuve que avisarlo de que se estaba pasando, de que el negocio no funcionaba así. Pero siempre le creí cuando me aseguraba que todo estaba bajo control. –Compungido, C.J. se frotó los ojos con la palma de la mano, espantando otro proyecto de lágrima, y con la manga del traje aplastó las perlas de sudor de su frente

– Yo fui quien insistió en meterlo en la empresa. Yo fui quien insistió en darle cada vez cargos de mayor responsabilidad. ¿Cómo pudo arriesgar todo…? –continuó su atormentada letanía-. Llegaron primero las deudas de juego, más y más…, y sus intereses. Después aquella especulación en bolsa para tapar los agujeros…, ¡con el dinero de la compañía! Y las acciones se desplomaron. Y después, ¡OH DIOS!, las malditas contratas. -Cuando su confuso torrente de palabras cesó, no quedó más que el silencio.

Se refería a la constructora que su mujer heredó del padre, y de la que C.J. era presidente. Al menos hasta hoy.
“ No te metas en contratas con la administración. Tardan mucho en pagar y ésta es una empresa pequeña. Te quedarás sin liquidez y tendrás que endeudarte. Los intereses te acabarán comiendo “. Le repetía el viejo continuamente.
“ No te meterás con la Administración, ¿verdad?” Le hizo prometer antes de su muerte.
Primero se descubrieron los rotos en la contabilidad, fruto de las deudas del juego y del fallido parche en forma de arriesgada y ruinosa especulación en bolsa. Después vinieron las alocadas contratas, varias de ellas de generosas cuantías, con la administración. La empresa estaba endeudada desde las cloacas hasta la azotea. Cuando la administración retrasó los pagos no pudieron resistir. Estaban en quiebra. Mañana se haría público. Todos los bienes de C.J. y de su familia estaban a nombre de la constructora. Lo pederían todo.

– Yo fui el culpable. –Sentenció con el nulo juicio que le quedaba.

Frustrado, escudriñó el horizonte en busca de las primeras luces de la ciudad. La luna le golpeaba con blanca crueldad, ahogando el brillo de cualquier lucidez que pudiera surgir de su cabeza.

– ¿Ves este coche? –Anunció al fin- Bonito. ¿Verdad?. Del paquete. 100.000 euros le costó al cabrón. Bueno, a la empresa. ¡Y ya estaba en las últimas! –Giró su cabeza colapsada y embrutecida, y escrutando a su acompañante con los ojos chorreando en sangre, le preguntó a viva voz- ¿Me quieres decir para que necesitabas un coche de 100.000 euros? ¿No tenías bastantes coches ya? ¿Es que este te la chupa mientras conduces?

Su compañero replicó de nuevo con el silencio.

Como una chispa, una idea incendió su cerebro empapado en alcohol. C.J. bajo las ventanillas, pisó el freno con brusquedad al tiempo que escoró el vehículo a la derecha.

-¿Ves lo que hago con tu coche? –Preguntó mientras lamía el guardarrail, y un chirrido metálico rebozado en destellos se proyectaba contra el parabrisas, penetrando por las ventanillas y agujereando los oídos y la fina tapicería de piel.
C.J. cerró las ventanillas y retornó a la carretera, con el lateral del vehículo destrozado, su cerebro enquistado en malignas ideas, la mirada vacía proyectada hacia el horizonte, buscando desesperadamente las luces de la ciudad.

-¿Has visto lo que le he hecho a tu coche? ¿Lo has visto, amigo? –Insistió.
Pero su amigo no podía contestarle, ni suplicarle, ni conducirle de nuevo al carril de la razón, porque yacía a su lado carente de vida.
Sólo la luna lo acompañaba en aquel chiflado trayecto a toda velocidad.

Durante un buen rato C.J. permaneció en silencio, rumiando la idea dueña de su siniestro cerebro y aventurando los ojos en la lejanía, hasta que por fin unos diminutos racimos de luces se precipitaron en su retina. Se acercaba a la ciudad.
Un reflejo de luna procedente del asiento de al lado centró la atención de C.J. Derramó un vistazo sobre su compañero, que se bamboleaba en la butaca, y sonrió. Posó su mano sobre él y lo notó frío y duro. Sin esfuerzo lo levantó sopesándolo: Era un revolver Llama plateado del calibre 22, el mismo que utilizaba en el club de tiro. Soltó una carcajada: Era otro de los sitios donde tendría que darse de baja.
“Sé que te escondes en ese picadero alquilado que usas para llevar a los ligues”, pensó C.J.

Con satisfacción vio como los puntos luminosos engordaban en el horizonte y se multiplicaban como una plaga de insectos lucíferos.

Date por muerto. –Amenazó en un terrible gesto, mientras devolvía el revolver al asiento.

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Tenía sus llaves y franqueó el piso sin dificultad. A trompicones se encaminó a la estancia donde sabía que lo encontraría. Encendió la luz del dormitorio, y entonces lo vio. Estaba allí, de pié, ladeado por el alcohol y por el peso de la culpa. Se aproximaron hasta situarse a unos dos metros de distancia el uno del otro.
C.J. lo escudriñó en silencio. Aparentaba unos cuarenta años, pero su pelo negro, abundante y revuelto, le daba un aire de eterno adolescente. Contemplarlo en aquellas circunstancias le producía una enorme desazón.

– ¿Sabes a lo que he venido?, ¿No es así, amigo? He pensado mucho en todo esto y creo que es lo mejor. Sí, eso creo.

La luna llena pintaba un círculo blanco en el negro ventanal situado a espaldas de C.J.

– De todas formas… dame una razón para que no te mate. Una sola. -Suplicó, de nuevo en vano, C.J. No era el mejor día para obtener respuestas.

La figura alta, tal vez en otro tiempo elegante, permanecía allí, de pie, tambaleante pero inmutable en su expresión; quizá fueran residuos de aplomo de otra época mejor. Sin embargo todo en su pose apestaba a desaliento y alcohol: la corbata torcida, la camisa desabotonada, su rostro inflamado, embotado y escarlata, truncado por la desesperación.
Pero de pie. Allí estaba. Con la luna llena resplandeciendo a sus espaldas, enfundado en un caro y arrugado traje italiano de seda azul. Pero aquella silueta desastrada no era más que el remedo de un ser humano.

“A lo que has llegado…” Pensó C.J. sin dejar de examinarlo.

Le echó un último vistazo. No lo volvería a ver con vida. Lentamente lo recorrió hasta detenerse en su mano izquierda: un revolver plateado pendía de ella.
C.J. ni se inmutó, ni se previno, ni agudizó sus turbios sentidos o retrocedió. Nada de eso hizo, porque aquel revolver era el suyo. Él era el único monigote en aquella habitación.

Mientras observaba la luna y su propia figura reflejadas en el espejo de pared, con la mano derecha C.J. se llevó el arma a la sien, y sin dejar de contemplarse, se dijo en voz alta:
– Adiós, viejo amigo. –Y apretó el gatillo.

UNA INMENSA FORTUNA

Lo conocí cuando éramos unos niños, poco antes de que la pobreza le hiciese abandonar la escuela.
Inteligente, dotado de una extraordinaria capacidad de trabajo y una curiosidad insaciable, poco le valieron a aquel niño dichos talentos contra la necedad de la desgracia. Ya sin padre, la muerte de su madre a causa de una penosa enfermedad sólo le dejo el aire que respiraba como herencia. Bueno, también la miseria y la desdicha.

Años después me topé de nuevo con él al pasar por delante de una obra: Avejentado y curtido, transportaba un saco de cemento a la espalda y escondía la mirada en la acera. No reparó en mí, y en un primer momento pensé en saludarlo, pero yo era ya un prometedor abogado y pensé que al darme a conocer hundiría más el dedo en la dolorosa llaga que seguramente sería su vida. Acabábamos de entrar en la treintena y a mi antiguo compañero sin duda le quedaría mucho peso que transportar en sus espaldas.

Ahora llevaba ya diez años trabajando para él, en su imperio, y me consideraba también su único amigo. Nadie supo nunca como aquel niño pobre, aquel peón de albañil ignorante, pudo amasar semejante poder y fortuna en tan poco tiempo.
Pese a lo cual, solitario y sin familia, vivía en la absoluta estrechez.. Ermitaño del trabajo, vestía como un vagabundo, se alimentaba frugalmente, y hasta dormitaba en un camastro anejo al despacho. Ese era su hogar.
Quizá tanta avaricia fuese el resultado de la miseria que arrastro desde niño, de las frustraciones que se depositan en el alma hasta petrificarla por completo; del dolor y la necesidad, de la vida transformada en un castigo que cala en lo más profundo de los huesos y espanta la felicidad del cerebro.

Un día me citó en su despacho y me recibió con una gravedad inusual, incluso para un hombre tan circunspecto e incapaz de desprenderse de una sonrisa. Tras informarme del trabajo de sus contables me señaló la cifra que aparecía al final del grueso informe que manejaba.

– Es el resultante de mi fortuna personal: depósitos, propiedades, acciones, bonos etc…, y el valor estimado de mis empresas.

La cifra era desorbitada y tardé varios minutos en darle formato en mi mente y ubicar los puntos de separación entre números para poder traducirla y darle significado.

– ¿Qué te parece? –Me preguntó. Pero mi boca se abría a la par con mis ojos y me quedé atónito y en silencio mirándola.

– Creo que es una cifra adecuada. –Me informó pausadamente, asintiendo con la cabeza, y comenzó a relatarme una extraña historia.

Se trataba del secreto de su inmensa fortuna, de la fortuna que se le había negado por herencia y destino y parece ser que tanto había anhelado desde que dejó prematuramente de ser niño.
Al principio pensé que bromeaba, pero sería la primera vez en todos esos años tan serios, y su rostro acartonado y solemne y su mirada amarga y profunda me indicaron que no se trataba de ninguna broma, amén de que tan poco propenso era a ellas que sería la primera vez en todos aquellos años que se permitiría tal ligereza. Muchas veces había oído esa historia. Era una leyenda que se corría en el mundillo económico y financiero, y que sin duda fue inventada debido a su fabuloso olfato hacia los negocios. Pero solo era eso, una leyenda quizá fruto de la envidia a la que jamás le di el menor crédito y tampoco lo haría esta vez. Quizá a mi amigo le faltase un tornillo… ¡no!. Conocía demasiado bien el lúcido funcionamiento de su cabeza, pero decidí seguirle la corriente.

– … y así fue como, harto de tanta necesidad, vendí mi alma al diablo a cambio de la riqueza. –Finalizó su relato, al que siguió un largo silencio.

-Está bien –asentí irónicamente por fin-. Te creo. Esto quiere decir que en el otro mundo sólo te espera el infierno –él lo confirmó con la cabeza-. Eso es lo que quiero decir. Una vez vendida el alma, al menos disfruta de lo que te quede de vida aquí. Puedes hacer de los años que te quedan, que sin duda serán muchos, un auténtico paraíso. Todavía eres joven y sin embargo mira a tu alrededor: En este despacho transcurre toda tu vida. Hasta comes y duermes en él. No necesitas trabajar como un esclavo y vivir como un miserable. Eres inmensamente rico, podrías disfrutar de palacios, viajes, coches, joyas, hermosas mujeres… y sin embargo vives como un amargado. No recuerdo nunca ni un solo capricho de cincuenta centavos que te hayas permitido…

– Por eso te he llamado –me interrumpió-. Quiero que vendas todas mis empresas y realices todas mis participaciones, propiedades y valores. Lo quiero todo en metálico. –Añadió sonriente.

Fue entonces cuando lo entendí todo. Era la primera vez que lo había visto sonreír y hasta me carcajeé interiormente de la broma que me había gastado sobre su alma. Sí… Había llegado el final: El momento de disfrutar de su inmensa fortuna.

– Has llegado al final de tu camino, amigo mío –le dije mientras me dedicaba a pasear por la habitación reflexionando en alto-. El justo momento para retirarte y ser feliz. De disfrutar de esa felicidad que solamente puede dar el dinero fruto de un patrimonio tan extraordinario y que desconocemos los demás en tal grado.

– Sí. Ha llegado el momento de olvidarme de todas estas preocupaciones y de aprovechar el dinero para ser feliz. –Me confirmó con alegría.

– Además de multimillonario todavía eres joven –continué con mi paseo y cavilaciones en voz alta-, el mundo se te abre por completo… Sí…, mujeres, palacios…, todo tipo de caprichos… ahhhh…. –Continué imaginando todo aquello con sana envidia, imaginando como sería el futuro mundo de un Dios del dinero- Pero dime… ¿Por qué necesitas tanto dinero en metálico? ¿Vas a comprarte un país entero para retirarte?

– No –negó con la cabeza-. Necesito el dinero para recomprar mi alma al diablo.

QUÉ TENGA UN BUEN DÍA

El señor Cortina paseó cansinamente por el amplio y lujoso despacho que le había usurpado la familia, la juventud, y quizá el alma. En su mesa se acumulaban los expedientes de los grandes morosos, personajillos y políticos que él, como presidente de una gran banca, condonaba a su antojo o utilizaba como moneda de cambio para turbios intereses y oscuras prebendas. Se preguntó cuántos expedientes de deudores más humildes habían tramitado sus múltiples subordinados; cuántas familias fueron arrojadas a la calle por culpa del afán de dinero durante todos sus años de presidencia usurera.
En la ventana se dibujaba la línea de los edificios del centro financiero, sosteniendo el cielo de primavera como pilares de una gran carpa, tapadera azul del circo mundial de payasos y fieras.
El señor Cortina se armó de valor. Se quitó la chaqueta y la corbata y, disparado, emprendió la huída.

– Señor Presidente: Que me tiene que firmar estos documentos. –Lo intentó frenar su secretario en el piso 56.

– Vete a la mierda, Morales –Le respondió Cortina, acelerado-. Métetelos donde te quepan.

En el piso 45 lo avistó Doña Socorro, la jefa de limpieza, con su eterno pichi limpio azulado. Siempre tan amable y fachendosa aquella mujer…

– Que tenga un buen día, señor Cortina.

– Lo mismo te digo, Socorro. Saluda a tu nieto de mi parte. –Le contestó Cortina.

En el piso 34 sorprendió a varios empleados en la cafetería. Se sonrojaron al verse cazados holgazaneando

– Seguid, seguid. No os preocupéis por mí. –los tranquilizó Cortina- Es lo mejor que os llevaréis de esta empresa.

En el piso 21 lo descubrió el pelotas de Ramírez.

– ¿Todo va bien, señor presidente? –Se interesó Ramírez.

– Hasta ahora perfecto. Hala, adiós, y que te den.

En el piso 12 reparó en la nueva empleada. Ni siquiera se acordaba de su nombre.

– Búscate un empleo decente.-Le aconsejó Cortina-. No te metas a usurera.

No supo si la había escuchado o no, porque Cortina ya marchaba como una flecha.

¡Qué agradable sensación! ¡Qué libre se sentía!, veloz y despeinado al viento.
¡Qué pena no poder repetirlo! –Se lamentó Cortina.

A la vera de la fachada de su rascacielos, precipitado al vacío, caía Cortina en picado.
La mañana era perfecta para suicidarse.

SEÑOR COMISARIO

Satisfecho, el comisario Lomas se frotó la incipiente barriga tras dar cuenta de la excepcional merienda. Cada semana, durante los últimos tres años, acudía a aquel bodegón a las afueras de la ciudad a disfrutar del crujiente pan que allí se horneaba a diario, del vino suave y afrutado procedente de los viñedos que circundaban la propiedad, y de los exquisitos embutidos caseros que Pipo elaborada como una bendición. Pero no era la gula lo que lo traía allí cada semana desde hacía tres años.

– Vamos, Pipo.-rezongó el comisario- Sólo por pura curiosidad… Yo haría lo mismo. Anda, Dímelo.

– ¿Le traigo un poco más de vino? –Le contestó Pipo distraído. Siempre distante, perdido en el pasado.
Con la mirada barrió el local desierto, y recordó otra época en la que los de niños correteaban entre las mesas, y un ejército de camareros a sus órdenes saciaban el hambre y la sed de la abundante clientela. Por aquellas Pipo ya era viudo, pues su mujer había muerto al parir a su hija, pero no tenía motivos por los que afligirse, pues en su preciosa hija vivía también la madre, siempre sonriente, siempre animada. Eran otros tiempos. Ahora había caído una maldición sobre el local, y solo el comisario y algún que otro despistado ignorante de lo acontecido allí hace tres años lo frecuentaban.

-Vamos, Pipo, ¿qué hiciste con el cadáver?. Si al llegar a la cocina aquella mañana –prosiguió el comisario-, encuentro a mi hija degollada, violada, llena del esperma del asesino…

Pipo frunció el gesto ante aquellas desafortunadas palabras que había desterrado al infierno, y se dispuso a reprender al comisario.

– Perdón, Pipo. Discúlpame –añadió Lomas, plenamente consciente de su desatino, pues había pronunciado aquella grosería a posta, buscando la provocación-. Si encuentro a aquel canalla sobre ella, yo mismo le hubiera retorcido el pescuezo así, y enterrado en algún lugar donde se lo comieran los gusanos.

El comisario desentrelazó las manos del imaginario cuello del criminal para mandarlas en busca de un cigarrillo. Sabía que Pipo había encontrado a aquel desgraciado la mañana de los autos, lo había matado y escondico en algún lugar. La policía científica encontró trazas de sangre por toda la cocina, pero en lugares tan extraños que resultaba difícil que fuese de la hija, y tan diluida que se hizo imposible un análisis. Pipo se disculpó por la limpieza, aduciendo que su hija sólo podía fallecer en una habitación tan limpia como su alma. También justificó la tardanza en dar aviso a la policía: Durante dos días estuvo desorientado, sin saber que hacer. Pero Lomas no se dejaba engañar facilmente.
Su experiencia le aseguraba que a base de insistir, todo criminal acababa confesando, aunque fuera sólo para lavar su conciencia, aunque fuera por puro aburrimiento. Y él no tenía inconveniente en regarle con buenas dosis de él, semana tras semana, mientras se deleitaba con esos exquisitos manjares.

– Dime donde pusiste el cadáver, quedará entre los dos –mintió Lomas-. Será algo extraoficial, lo prometo. Después de tantos años te considero un amigo y estoy dispuesto a hacer la vista gorda.

Lo que en verdad preocupaba a Lomas era el daño que el asesinato sin resolver de la hija de Pipo infringía a su expediente. Sin cadáver, el asesino andaba oficialmente suelto. Por un momento pensó en la gloría que supondría no sólo solventarlo, sino atrapar a otro asesino: El propio Pipo

– Vuelva la semana que viene, señor Comisario. Tal vez me decida a confesar.

De los ojos de Lomas surgió un destello de esperanza. Quizá por primera vez Pipo estuviera a punto de derrumbarse.

-Muy bien, Pipo. Volveré la semana que viene. Espero que no cambies de opinión hasta entonces. Cóbrame, que me voy.

– Oh, señor Comisario. Ya sabe que su dinero no vale aquí.

Era martes cuando el Comisario Lomas se apeó del coche y, con paso firme, se dirigió hasta el merendero. Hacía calor aquella tarde de otoño y varios rebaños de nubes pastaban en el cielo. Encontró el establecimiento vacío, como siempre, y a Pipo faenando tras la barra.

-Ya estoy aquí. –Informó Lomas.

-Siéntese señor comisario. Ahora mismo lo sirvo.

– Recuerda tu promesa: Dónde econdiste el cadáver de ese mal nacido –Le refrescó Lomas las palabras de la semana anterior.

-Hoy lo confesaré, señor comisario. Pero primero disfute de la merienda

Lomas se frotó las manos, y esta vez no por las viandas de las que iba a gozar. Con el asesinato de la hija zanjado y Pipo en la cárcel, ya nada le impediría el ascenso.

Al poco tiempo apareció Pipo con una panera repleta de una hogaza troceada y una jarra de vino fresco, y las posó sobre la mesa del Comisario.

Lomas penduleó la cabeza entre el mantel y la mirada de Pipo, hasta que este se dio cuenta.

– ¡Los embutidos! Perdoné señor Comisario.-Se disculpó Pipo retirándose apresuradamente.

Segundos después reapareció con una bandeja que abandonó sobre la mesa.

-¿Qué significa esto?- Indignado, Lomas contempló la fuente vacía.- ¿Dónde están los embutidos?.

-¿No quería saber lo que hice con el cadáver? –respondió Pipo-. Pues eso, señor Comisario. Usted se lo comió todo durante estos tres años.

UN MAL DIA

Hoy he tenido un mal día. En realidad ha sido un día tan normal como otros tantos. Lo que sucede es que hoy fue mi treinta y cinco cumpleaños y me hubiese gustado celebrarlo de alguna manera. Pero mi agenda social viene a ser una costumbre protocolaria que mantengo como una reliquia de hace un lustro: Todos sus huéspedes están emparejados, muertos, alcoholizados, en otra ciudad, pasan de mí o tienen cosas mejores que hacer; y como la única familia que tuve fue Miranda, al abandonarme perdí el hilo social y nunca más he vuelto a encontrar el ovillo. De todas formas nada ni nadie pudo impedirme una solitaria celebración cenando fuera, como una sutil tregua contra la vaciedad que me ataca desde que me abandonó Miranda. Aunque la soledad y la tristeza son ya mi fiel compañía y se han instalado en todos los resquicios de mi existencia sin que hayan ausentado un solo día.

Tras ir y venir por la misma calle de la ciudad, el aburrimiento me apeó en un restaurante cualquiera. Me senté y extendí el periódico comprado a la mañana. Un camarero me atendió desganado y me mostró la carta. Le pedí un cóctel de no sé qué, revuelto de no sé qué, mero al no sé qué y un buen vino. Añadí a mi comanda que me lo trajera todo junto. El camarero me advirtió que era muy temprano para cenar, que todavía tenían que encender la cocina y el horno, con lo que me tocaría esperar un rato. Miré el reloj y eran como las siete y media de la tarde. Acostumbrado de mí… ¡con treinta y cinco años de esperar nada!… me acomodé plácidamente.
Evidentemente estaba solo en el comedor, unos minutos de soledad diluidos en toda una existencia, y mi trabajo como representante de lámparas tampoco es que ilumine en exceso las relaciones sociales, porque cuando trabajo me encuentro muy solo entre los clientes, y cuando no trabajo estoy solo en mi casa. Encendí un cigarrillo, extendí de nuevo el periódico, y en un descuido me quemé con la brasa del pitillo. Fue una agradable sensación, pues al menos era una sensación que me indicaba que todavía estaba vivo, toda una experiencia en mi triste y rutinario deambular por la vida, que algunos dicen que es un regalo de Dios.
Como una hora más tarde el camarero me trajo el cóctel, el revuelto y una cazuela rebosante de mero. En realidad no tenía hambre, porque nunca tengo hambre, y ni siquiera me interesaban las noticias del periódico. Siempre lo llevo porque me da conversación. Me cuenta cosas, todas desagradables pero cosas al final, con su característico silencio roto al pasar cada página. El periódico también tiene razones para estar deprimido, carga con todos los muertos, guerras, conflictos, terremotos, huracanes, chismorreos, estafas y demás calamidades.
Probé de mala gana un poco de todo. Pedí la cuenta y un café solo, y decidí regresar a mi casa. Por el camino paré a tomar otro café, evidentemente solo, y en el bar debajo de la pocilga que habito tomé una caña. El camarero me conoce de sobra, sabe lo que consumo y que nunca acudo acompañado, así que como un fiel reflejo me la sirvió sin mediar palabra. En la tele del bar retransmitían un partido de tenis. Yo ni a eso llego, lo mío es el frontón. Mi vida social es la de una solitaria en las tripas de un ermitaño.

Mi acomodado cubículo viene a ser como un vertedero fruto del desdén, el caos y la ley natural de entropía, fiel reflejo de mi deprimente y ninguneada existencia. Inclusive es digno de un nuevo arte adivinatorio, de una nueva mancia: La desordenomancia. Con todo tirado, una cama eternamente desecha e inmudada, ropa sucia, una arruga en cada prenda y un vacío gravitatorio en cada rincón de la morada.
Tras una hora, y media botella de JB, todo ha cambiado milagrosamente en mi madriguera. Me encuentro feliz y exultante, radiante de felicidad. Sé que nada malo o deprimente se volverá a repetir de nuevo en mi vida. Mi soledad y angustia tocan a su fin, por fin, y se inaugura una etapa llena de viveza y dulces cambios.
Tengo puesta mi corbata favorita, regalo de Miranda, anudada a mi cuello con un nudo distinto al convencional. A su vez está atada a una soga de un metro y medio, que a su vez está amarrada a la barandilla del balcón, la cual estoy a punto de saltar. La verdad es que nunca me ha gustado excesivamente llamar la atención de los demás, ni ser noticia del periódico local, ni perdurar eternamente en la memoria de los vecinos y conocidos -que no amigos-, pero tampoco tengo mucha experiencia en suicidarme, eso creo, y no paso de ser un autodidacta que intenta improvisar, y en el interior de mi cochinera no he encontrado ningún sitio adecuado donde enlazar la cuerda. Durante breves instantes consideré la posibilidad de subirme a una silla y enroscar la soga a la lámpara del comedor, quizá la corbata –siempre queda uno más elegante al presentarse como finado- pero dudo mucho que la lámpara soporte mi peso y no quedara más que medio suicidado.

Además, aunque resistiera todo mi peso, posiblemente transcurriera mucho tiempo hasta que alguien encontrara mi cadáver deshuesado y descompuesto, y se diesen cuenta que en realidad ya llevo mucho tiempo muerto.

180 Grados

Y continuó analizando el problema, avanzando lentamente a pequeños y rítmicos pasos, con el torso inclinado, la cabeza gacha y las manos a la espalda.
Siempre había solucionado así sus problemas y tomado sus más transcendentes decisiones. Así distraía el alma, el instinto y la consciencia y liberaba su más lógica racionalidad de toda atadura: Pequeños paseos de ida y vuelta en línea recta.
Giró.

180 Grados

Siempre de noche, paseando por los jardines de su mansión, por un parque, por la terraza de su alcoba…, en innumerables sitios, ojeando la luna a pequeños ramalazos de súplica de inspiración.
Era una tibia noche de finales de primavera, pero el sudor lo embadurnaba empapando todas sus prendas como si errara por el centro del infierno.
Giró la cabeza a la izquierda para observar a la luna llena varada en el firmamento. “Tú sí que has visto mundo”, pensó.
Pero esta vez era distinto… Sólo quedaban dos caminos: Uno a cada lado.
Giró

180 grados

Todavía era joven, y sin embargo rico y poderoso. Con pequeños paseos había sorteado las múltiples zancadillas que se había encontrado a lo largo de su vida, desecho nudos imposibles, pergeñado planes audaces, proyectos sin sentimientos, tomado las decisiones más transcendentes y heladas venganzas contra todos los que se habían atrevido a desafiarlo. Con frialdad. Utilizando sólo la lógica y el raciocinio que soldaban todas las piezas para terminar encajando el rompecabezas.
Pero esta vez era distinto… Había sufrido una intuición.
Dos caminos…

180 grados

Miró el reloj. Seis horas ya. Durante los últimos 10 días el ciclo de cortos paseos de ida y vuelta se había repetido sin conseguir que la luz más tenue iluminase la terrible oscuridad y dolor en que se hallaba sumido.
Nunca había querido a nadie, ni siquiera mostrado el menor sentimiento o humanidad. Sólo se había rodeado de soledad y ambición material… hasta que apareció ella, descubriéndole sensaciones y sentimientos que ignoraba que poseía.
Pero se había marchado de su lado, y sintió el vacío por primera vez.

Se paró.

Miró en vano a la luna mendigando un haz que lo sacase de aquel dilema: Sopesaba dos caminos.
Observó el de la derecha y, por su enorme dificultad, lo consideró ya imposible. El de la izquierda sería mucho más fácil.

90 grados a la izquierda.
La luna se diluía sobre las negras aguas del río. Situado sobre la balaustrada del puente dio un nuevo paso. Esta vez hacia el vacío.

Su cadáver aparecería flotando tres días más tarde.

LA CHICA 10

Ya la había visto en sueños y ahora se reencarnaba. Era alta y sinuosa como las diosas talladas; y su rostro, lleno, parecía surgido de un programa de televisión. Rubia acidalia en abundante y largo recorrido, sus ojos eran dos grandes olivas, y sus labios encarnados y jugosos como la pulpa de las fresas. Se me erizó el vello y mi corazón subía y bajaba como por un tobogán, sin el menor control.
No estábamos en el cielo, rodeados de ángeles, sino en un simple bar, pero ni por un instante dudé que sería mía. Por fin había encontrado el verdadero amor, el que tanto había imaginado en los recovecos más profundos de mis pensamientos y deseos. Estábamos hechos el uno para el otro.
Pero no fue tan fácil.

Yo era un galán de medio pelo, acostumbrado a romper corazones más por labia y blasonería que por porte y estampa, pero en su presencia me vi privado del don de la palabra y en el primer intento de acercamiento mis labios permanecieron sellados, rebeldes a mis órdenes. A partir de entonces dudé que me obedecieran y tartamudearan como los de un idiota, o de que no fueran capaces más que de ensartar soberanas tonterías.
Me informé de sus horarios de visitas al bar y supe que trabajaba en una de las oficinas circundantes, razón por la cual casi siempre acudía sola. Comencé a hacerme el encontradizo, en espera de recuperar espontáneamente el aplomo, pero cada vez que la veía me transformaba en una liviana hoja a la merced de sus vientos: Ella era un torbellino.
Comenzaba a obsesionarme.

Tardé cinco meses en atreverme a dirigirle la palabra. Comenzaba julio y ya estaba tan acostumbrado a verla casi a diario que una prolongada ausencia a causa de sus vacaciones la imaginaba insufrible. Yo por mi parte estaba dispuesto a pasar el verano en esa cafetería.

El local estaba lleno pero sin agobios. Me situé a su lado y, reuniendo todas mis fuerzas, le espeté:

– ¿Qué cafetería crees que es mejor para pasar las vacaciones?

Se iluminó con una sonrisa fresca y blanca como un folio sin escribir. A la vez quedó una mesa libre y la invité a sentarse después de presentarme. Ella accedió. Miré el reloj. Quería guardar en mí el recuerdo de aquella fecha y hora memorables, convencido de que sería el comienzo de mi nueva vida.

Estaba feliz y radiante sentado a su lado, y ni siquiera tuve que preocuparme en improvisar una conversación porque ella se disparó enseguida. Comenzó a hablarme presuntuosamento de su trabajo para pasar en un suspiro a describirme sus modelitos y precios, para informarme a continuación de sus caprichosos gustos automovilísticos. Después se burló del físico abultado de una chica no especialmente agraciada que estaba en una mesa cercana y pasó a criticar a los camareros y la cafetería, a sus compañeros de trabajos y a una prima que tenía en no sé dónde. Hablaba como una ametralladora y me di cuenta de que en aquella mesa mesa no había más espacio que para su ombligo. Le tocó el turno a sus snobs vacaciones que las pasaría en Italia, y recordó las pasadas en Francia, en Vietnam, en Brasil…
Solté sobre la mesa un billete de cinco pavos, me levanté como un látigo y la dejé tirada en Tailandia. Necesitaba aire fresco. Abandoné el bar atropelladamente. Ya fuera, miré el reloj: 10 minutos. 10. Después de cinco meses era todo lo que la había podido soportar.
Noté un golpe en mi flanco izquierdo y me volví.

– Ten cuidado –La reprendí con brusquedad. Al momento me arrepentí. Ella no tenía culpa de nada.

– Lo siento –se disculpó con un hilo de suave voz-. Venía distraída.

Era pequeña y menuda, con un cuerpo tan frágil y sencillo como el tallo de una amapola. Su rostro era afilado y huidizo, sin la menor sofisticación, y sus labios finos y humildes dibujaron una mueca limpia en un lateral. Se mesó su corto pelo, liso y oscuro y levantó sus ojos marrones hacia mí.
Yo los vi transparentes.
Ese sí fue el comienzo de una gran historia de amor.

EXTRAÑOS EN LA NOCHE

Avanzaban por la misma calle pero en sentido contrario, y sus vidas se cruzarían sin remedio.

Ella: Se sentía como una muerta. Acababa de romper otra relación y sus ojos azules parecían que se iban a quebrar.

Él: Notaba un vacío en su interior. Aburrido y perpetuamente solo, a punto estaba de recapitular y rendirse ante la evidencia de que jamás daría con esa persona especial a la que haría sentir como una reina.
La imaginaba delgada y morena, dulce y vergonzosa. Con ojos azules, porque quería ver el cielo cuando la mirarse. Sólo era un romántico bobalicón que terminaría uniéndose sin amor, únicamente para mitigar su soledad.

Ella: Giró violentamente la cabeza para espantar los largos cabellos morenos que le acariciaban el rostro. Se echó mano a la cintura y se notó más delgada. Tendría que hacer un esfuerzo por comer más.
Desde niña había soñado con alguien romántico, suave y delicado, que le hiciese sentirse una princesa. Con alguién casual y distraído que le arrancase sonrisas. Pero iba a claudicar de su ilusión. Terminaría como una triste moribunda resignada a compartir destino con cualquiera.
Era tan tímida… y se sentía tan frágil…

Era una madrugada de invierno en la que hasta los perros habían huido, y ambos se apuraron más.

Él: Siempre la respetaría. Tenía el despacho en casa y sacaba tiempo para las tareas domésticas, porque le encantaban y le hacían relajarse. Sobre todo cocinar.

Ella: Estaba harta de que la tratasen como a una esclava. De llegar a casa tras el trabajo y faenar sin un momento de descanso. Especialmente odiaba la cocina, por eso estaba tan delgada, aunque eso no le importunaba. Prefería a las personas esbeltas.

Él: También estaba por debajo de su peso. Encendió un cigarrillo. Todos reían en su presencia mientras él destilaba aflicción por dentro. Borró una lágrima que resbalaba por su mejilla y ,cariacontecido, comenzó a negar con la cabeza. Jamás la hallaría.

En aquella noche sin luna pronto tropezarían.

Ella: Aspiró una bocanada de humo. Al menos el tabaco la hacía sentirse con vida. Negó con la cabeza. Sólo había conocido a imbéciles egoístas que la usaban como a un trozo de carne. Nunca aparecería. Se mostro apenada. ¡Nunca!

De la oscuridad se desprendieron gotas de rocío, como una fresca alfombra que se tendía ante su inminente encuentro.

Él: Escrutaba lo más recóndito de su ser en busca de las razones por las que se le negaba la felicidad. Percibía desamparo a chorros.

Ella: Se preguntaba por qué no podía acertar con el verdadero amor. Por qué se le negaba. Advirtio que su corazón sufría un interminable destierro.

Cada vez iban más deprisa y pronto se reunirían. Nadie más había en muchos kilómetros a la redonda. Nadie más que pudiese interferir en la unión que la suerte les preparaba.

Él: Tan distraído… Fue una centésima de segundo. Cuando levantó la mirada la vio y quedó deslumbrado. Sin poder remediarlo se fue hacia ella.

Ella: Lo vio venir y se sintió más viva que nunca.

Una placa de hielo sobre la calzada le hizo imposible rectificar la trayectoria. Los dos vehículos colisionaron brutalmente a toda velocidad. Ambos conductores murieron en el acto.

Sólo eran extraños en la noche. Nada más.

PEQUEÑOS DETALLES

“Estúpido. ¡Imbécil!”. Ni siquiera reconocía el local donde habían disfrutado de tan bellos momentos. Siempre intuyó que volver no sería una buena idea.

“ La veo y ¿qué?. Ya es demasiado tarde… ¿A qué he venido?.” Preguntó a su propio reflejo, que yacía atormentado sobre la barra del ahora desconocido bar.

Telefonearía para adelantar el viaje.

Sin duda ese cronista divino que nos asignan a cada uno para escribir el libro de nuestras vidas ya había zanjado aquella parte de la de Marco con un final y pasado la página. Debía rendirse ante la evidencia de que su presente transcurría varios capítulos por delante, y en sus albures de simple mortal no figuraba la capacidad de reescribir el pasado.

Recién llegado la madrugada anterior, tras una rápida ducha en el hotel, se lanzó a recorrer las calles al amanecer. Caminó sobre sus recuerdos, sobre aceras satinadas de acidez, a través de imágenes ancladas en la nostalgia y con el rumbo perdido.

Eran pequeños detalles a los que Marco daba mucha importancia: Cada ciudad, cada una de sus calles, despide un olor singular, propio, y pese al esfuerzo que hizo para reconocerlos, aquellos olores eran nuevos para él, ya no le pertenecían. Era un simple forastero, un fantasma del pasado incapaz de saberse muerto.

Arrinconado en aquella barra, durante breves segundos envidió tantos momentos repletos de problemas y preocupaciones que le permitían alejarla de su cabeza. Esa fue la razón por la que decidió apartarla de su vida: Se estaba convirtiendo en un infierno y no quería que ella sufriera. Pero desde que su situación económica se había resuelto y disfrutaba de una posición holgada, ella había vuelto a instalarse por completo en sus pensamientos, con una enfermiza fijación. Esa era la locura que le había traído allí.

“Hoy mismo me marcharé”. Estaba decidido.

Y aquella maldita sombra sobrenatural que le habían asignado lo mortificaba otra vez, sin más motivo que para contemplarlo sumido en el desaliento y a punto de zozobrar sobre la taza de café abandonada sobre el mostrador. “Sádico” –Pensó Marco.
Se refería al destino que tan malas pasadas le había jugado y que ahora traveseaba con su olfato restregándole la dulce fragancia que emanaba de ella y que Marco tanto añoraba.

“En el primer vuelo”. Se reafirmó en sus planes inmediatos.

Con un movimiento espontáneo miró de soslayo hacia la imaginaria procedencia de ese perfume y un escalofrío le golpeó la boca del estómago, empantanado su expresión de sangre.

“Es ella”. Se asombró, intentando templar su corazón que a punto estaba de reventarle el pecho.

Confundido, se encaró de nuevo al frente donde un espejo de botellero lo traicionaba. A la izquierda un periódico reposaba abandonado sobre la barra. A su derecha estaba ella y no sabía que hacer. Con viscosidad, intentando no levantar sospechas, se hizo con aquel armazón de papel que le haría sentirse más seguro. De nuevo oyó su azucarada voz cuando Diana pidió un café con leche, como siempre. Era la mejor melodía que había escuchado en mucho tiempo.
El camarero despachó a Diana con la soltura que se muestra a la clientela habitual, y Marco se dio cuenta de ese pequeño detalle a pesar de que todos sus sentidos estaban suspendidos.
Diana no reparó en él, en ese extraño parapetado tras los titulares de la jornada.

A empellones y camufladas de disimulo, las pupilas de Marco fotografiaron aquella piel rosada y suave que recordaba cada vez que comía un melocotón. Los cabellos de Diana se derramaban sobre sus hombros como serpentinas de azabache y a trompicones se deslizó hasta sus ojos, tan grandes y azules como el océano que los había separado, hasta la orilla de sus finos labios, tras los que se encerraba una sonrisa blanca y fresca como la espuma de las olas al romper. Resultaba inaudito, pero Diana estaba tal cual la recordaba.
Volvió al periódico, cegado tras la frugal excursión.

“Hoy mismo. En el primer vuelo”. Dudó. “Tengo que hablarle”. Se convenció. “No. No tengo ningún derecho”. Volvió a dudar.
Privado de toda capacidad de razonar, al menos sabía que cual fuera el resultado de aquella lucha él resultaría perdedor.

Era menos de medio metro lo que separaba sus taburetes, pero se había convertido en una distancia infinita, en un abismo infranqueable surcado por una tormenta. Su vida ya no era la de ella.

Marco se sintió como un ratón indeciso en medio de un gran salón. Temeroso de que ante el menor movimiento la atención de gata de Diana se centrase en él, permaneció inmóvil y amargado como una estatua de hiel. Pero por el rabillo del ojo la recorría sin darle la menor tregua, con más desconsuelo que satisfacción. En una de sus pasadas reparó en un pequeño detalle pero muy importante: Aquellas manos que le habían cubierto de caricias, esos dedos largos y tersos estaban inmaculados. Ningún anillo los encadenaba.

“…No. Es demasiado tarde”. Vaciló de nuevo.

Diana apuró su café y se desvaneció por la puerta, dejando un hueco que se fue expandiendo por el local hasta aprisionar a Marco por completo.

“¡Cobarde!”. Se maldijo en silencio.

Mortecino y aterido por un extraño frío, su ánimo se petrificó aplastándole todas las ideas y por sus venas corrió la melancolía. Era demasiado dolor el que se cebaba sobre él y todo su semblante se derrumbó, conmocionado, sobre las palmas de sus manos.

“¡Qué terrible estupidez! ¡Nunca debí de haber vuelto!”. Clamó apesadumbrado para sus adentros. Por la fisura de los dedos revisó aquel taburete, ahora tan vacío como la vida que le esperaba y que ya nadie ocuparía.

“¡Qué demonios! Por algún motivo aún acudía a diario a aquel bar. A nuestro bar”. Se asió con fuerzas a esa intuición repentinamente sobrevenida.

Privado de toda razón, Marco se precipitó fuera del local, pensando que quizá el redactor celeste de su biografía estuviese equivocado y a ese capítulo de su vida le faltasen todavía muchas palabras para concluirlo, y él iba a pronunciarlas ahora. “Si. Sólo se trata de un punto y seguido”. Concluyó. “Tú no eres quien para emborronar mi vida”. Le advirtió ofuscado a ese halo etéreo que tan mal había guiado sus designios y oteó el horizonte hasta dar con ella.

Era una gris mañana de octubre, con un pesado cielo a punto de llorar. A grandes zancadas le dio alcance, pocos metros antes de que atravesara el río desbordado de coches en que se había convertido la avenida.
Un chispazo eléctrico le perturbó cuando tocó el hombro de Diana para reclamar su atención.

– Hola. –La saludo estremecido. Al instante se arrepintió. Después se quedó en blanco, temblando como un idiota.

Diana le regaló un vistazo de azul asombro, mientras en sus labios se dibujaba la mueca automática que involuntariamente reproducía ante el desconcierto y que él tan bien conocía.

Contemplarla con tal franqueza lo colmaba de gozo. Con ansiedad recorrió sus preciosas facciones, deteniéndose en su nariz salpicona y levemente perfilada, el marcada hoyuelo de su barbilla, su boca grande y ligeramente asimétrica… en fin, aquellos pequeños detalles e imperfecciones donde radica la singularidad y belleza de las personas.

Marco temía que la mirada confusa de Diana se permutase en odio, pero sólo se mezcló con indiferencia. Era un pequeño detalle que no mostraba sino el extraño en que se había convertido.

– Tuve que marcharme – Fustigó aquella frase con el movimiento de ambas manos-. Lo sabes perfectamente, Diana. Mi padre murió. Yo era el hermano mayor. Estaba obligado a hacerme cargo de los negocios. No podía abandonarlos a su suerte.. –Insistió trepidante. Pero sólo redundaba en lo que ella ya sabía, a la inútil espera de otras palabras que se negaban a acudir en su ayuda, y volvió a quedarse allí, de pie, sin saber que añadir, con la azotea vacía de ideas.

Diana ladeó la cabeza y en sus ojos se formó un interrogante.

– Yo quería estar a tu lado… Me vi obligado a poner tanta distancia por medio… Siempre pensé que sería una situación temporal. –Braceó con fuerza como si con ello pudiese espantar el recelo de Diana.

Como arrastrada por un remolino de viento, la duda se esparció por el semblante de Diana. Marco pensó en agarrarla con fuerza y estrecharla entre sus brazos para así mantenerlos quietos. Pero se amedrentó ante semejante ocurrencia.

– …Y las cosas no fueron como esperaba. –continuó disculpándose-. Tuve muchos problemas al principio, y el tiempo fue pasando. Después, cuando dejaste de escribirme no quise insistir. Mi vida era un infierno y no la quería para ti. No la quería para ti. Te merecías algo mejor. No te hubiese hablado, pero hoy, al verte, miré tus manos… y no vi ningún anillo… – Ahora sus palabras saltaban las unas sobre las otras, solapándose en un barullo, sin que pudiera hacer nada por impedirlo.

La mirada de Diana se congeló en algún lugar intermedio entre los dos, en un espacio que Marco ya me sentía incapaz de llenar.

– Pensé que…, tal vez… –Se interrumpió incapaz de terminar la frase.

“Fue un error”. “Hoy mismo me marcharé”. Asintió en silencio.

Por entre el ruido del tráfico le pidió inútilmente perdón de nuevo. Ya doblegado, quiso dar por zanjada aquella incómoda conversación.

-Al menos cuéntame algo de ti… No sé… Cualquier cosa… ¿Lograste aquel sueño? ¿Montar tu propia agencia de publicidad?

Toda la faz de Diana explotó, y como tiradas por resortes sus párpados y su boca se abrieron de par en par, en un extraño gesto que Marco observaba por primera vez. De su garganta surgió una aguda carcajada que fue aumentando con vigor.

Fue entonces cuando Marco se dio cuenta de que, con tanta precipitación y embriagado por los recuerdos, había olvidado otro pequeño detalle.

“¡Dios mío!”. De súbito se avergonzó como lo haría un niño pillado en una ridícula falta.

“Maldito estúpido”. Embobado por la presencia de Diana se había olvidado… Si. Por un momento se había olvidado.

Rojo como un tomate maduro, Marco dio media vuelta con la mayor rapidez que le fue posible y se alejó de allí a toda prisa.

No fue suficiente. Como un espectro, la voz de Diana se abalanzó sobre sus espaldas.

– Señor. Yo también me llamo Diana, pero me ha confundido con mi madre. ¿Quiere que le diga donde tiene la agencia?

Marco Negó con la cabeza alejándose con toda urgencia.

… ¿Cómo pudo olvidarlo?: Ya habían pasado veinticinco años desde su marcha.

“En el primer vuelo”. “En el primero”. Se repitió a punto de derrumbarse.

TE ESPERAN EN CASA

– Lo siento mucho, doctor.

Azorada, la enfermera pasó un pañuelo de papel sobre el frontal de la bata blanca del prestigioso doctor, a la sazón su nuevo jefe, en el justo lugar donde se ubicaba la mancha del café que tan torpemente había derramado. Era su primer día de trabajo y no comenzaba con buen pié

– No se preocupe –La tranquilizó el doctor Alonso. Asiéndole la mano le obligó desistir de la tarea-. Tengo más batas. Este se lava y en paz.

La enfermera ya había oído hablar de las cualidades de quel cirujano plástico. Y no sólo por ser considerado un eminencia en su profesión, sino por la maravillosa persona que le habían descrito que era, motivo por el cual todos, pacientes y empleados, lo adoraban.

En el rostro del doctor se trazó una sonrisa llana. Ajeno a la trajedia que más tarde le acontecería, por un segundo se iluminó en ella un reflejo de metal. Era el presagio de lo que le aguardaba en su casa.

– Y ahora no se preocupe más y disfrute su café.

“…Y además eres rico y guapo. ¡Qué suerte tiene tu mujer!”. Suspiró la enfermera mientras se alejaba sonteniendo el vaso con el café. Pocos pasos después giró espontáneamente su cabeza para volver a contemplarlo. Aquella era la última vez que lo vería.

La nueva enfermera siempre lo recordaría así, de pie, alto e imponente, apoyado contra el expendedor de bebidas. Ligeramente despeinado y con su atractivo rostro flanqueado por una sonrisa en forma de destellante mohín de porcelana.

______________________

Nada satisfacía más al doctor Alonso que el momento de llegar a casa: Amaba profundamente a Paty, su esposa. Eran poco más de las ocho de la tarde cuando llegó a su lujoso chalet ubicado en una tranquila zona residencial. Allí lo aguardaban Paty y la desgracia. Cruzó el umbral de la puerta y sus agudos dotes de observador notaron enseguida algo extraño en el guardarropa.

Sorprendido, contemplo aquella gabardina colgada mientras se fortaba la barbilla con los dedos de su mano izquierda y fruncía el entrecejo. Todavía ignoraba que aquella bestia ya lo observaba esperando su oportunidad.

– ¿Qué…? – Se preguntó en alto- Paty. ¡Paty!.-Llamó a su mujer adentrándose por el pasillo con paso firme.

Pero aquel malnacido ya arremetía contra él por la espalda, a traición, y el doctor Alonso perdió al momento el conocimiento. Después fue a por Paty.

Las terribles escenas que a continuación se sucedieron entre esas paredes me considero incapaz de reproducirlas. Mi estómago no me lo permitiría.

Pero dos horas más tarde, Paty yacía media moribunda sobre la cama del dormitorio, con la larga y rubia cabellera, mechonada de sangre, esparcida a su alrededor, y la ropa destrozada a jirones. La surcaban multitud de golpes que ya se iban tintando de un oscuro morado y estaba convencida de tener la mandibula rota. Ultrajada su belleza por tanta brutalidad, había sido violada con saña enfermiza al menos en dos ocasiones, que ella recordara, antes de desmayarse. Atemorazada, miró hacia el rectángulo de niebla en que se había convertido la entrada baño, y donde aquella bestia cantaba despreocupada bajo el agua caliente de la ducha, quizá para limpiarse las manchas sangrientas. Paty no dudaba de que ese animal volvería a embestirla tan pronto como terminase la faena que ahora lo acupaba.

Inventando fuerzas en donde ya no había nada, con dificultad se deslizó hacia el ropero, en cuyo cajón del fondo sabía que su marido guardaba un revolver. Paty nunca había disparado un arma, pero ni por un instante dudó que no pudiera hacerlo.
Dolorida, se sentó en el borde de la cama que estaba enfrentado con la puerta del baño, mientras se familiarizaba con aquel trozo de acero brillante, y puso lo mente en blanco. No quería que nada distrayese su atención. Ya solo quedaba que aquella carroña asomase.
No tuvo que esperar mucho tiempo.

Aquella alimaña apareció desnuda y satisfecha por entre la densa nube de vapor que se esparcía desde el vano, y fue cuando su feliz expresión mutó. Paty ya lo apuntaba directo al corazón.

– Maldito canalla –Le gritó Paty con aspereza- No me volverás a poner la mano encima. ¡Por Dios, lo juro! Y esta vez sólo por colgarte la gabardina en el sitio que no era. ¡Muérete, Cabrón!

El doctor Alonso adelantó las manos mientras pronunciaba unas palabras, pero fueron engullidas por el ruido del disparo. Cayó como fulminado por un rayo.

Malherida, agotada, pero satisfecha, Paty se derrumbó sobre la cama. Era consciente de que iría a la cárcel, pero la podía considerar como un justo premio después de tantos años de sufrir maltratos de su marido.

UN AS EN LA MANGA

No tenía nada que perder. La empresa se había evaporado y ella ya no estaba con él: Lo había abandonado. Todo a causa del juego.

Se miraron con frialdad antes de proseguir la partida. La habitación era pequeña y desnuda, decorada por el humo de los cigarrillos; olía a miedo, a sudor, a adrenalina, a tabaco… y varios tufos indescriptibles se habían apoderado de aquella ratonera. Hedía como los cadáveres putrefactos, a ollín y casquería, y el cargado ambiente se podía trinchar.

Le había quedado el piso, pero el dinero de la venta estaba ahora sobre la mesa formando urbanizaciones de bloques de billetes.
Si ganaba, con dos millones podría comenzar una nueva vida, lejos de allí. Si perdía… ¡Qué más daba!

Un estallido de júbilo lo sacó de su ensimismamiento.

– ¡He ganado! -. Exclamó su rival, y como un cangrejo se abalanzó sobre los fajos de billetes posados sobre la mesa.

Pero lo detuvo, agarrándole con fuerza por la muñeca.

Sólo quedaban ellos dos dentro de la partida. Otros seis sórdidos caballeros estaban sentados a sus espaldas al fondo de la habitación. Tres de cada lado.

– ¿Qué significa esto? –Le rugió su contrincante, al tiempo que esparcía la mirada por la estancia en actitud precavida.

– Es mi turno.- Le replicó con aplomo, sin soltarle la muñeca.

Su contrincante soltó una risotada.

– ¡Si no puedes ganar! -. Le respondió su rival con mordacidad.

– Pero es mi turno -. Insistió. Sus palabras eran glaciares.

Todavía abalanzad

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