Existen algunas plazas madrileñas que, no sé por qué razón, tienen un aire especial en el pleamar de sus anocheceres. No sé por qué razón se tiñen de color violeta cuando las golondrinas ya se han ido a anidar a otras ciudades. Existen plazas, plazas, plazas… que en sus interminables segundos de esencias madrileñas saben algo más que a romance.
Son plazas que, vistas con los ojos del atardecer, no suelen llamar mucho la atención pero !ay de ellas! cuando se las mira con el corazón bohemio de los trasnochadores; es entonces cuando se convierten en un verdadero carrusell de torbellinescos colorines violetas que alumbran la ciudad de Madrid más allá del encantador poema de las nostalgias. Son plazas que huelen a un aroma muy especial; tan especial, que sus fragancias llegan a mover las agujas de los relojes de los torreones aledaños a destiempo; son plazas que, allá por las madrugadas, hacen repicar campanadas en el corazón de los transeúntes que, imantizados por un segundo, observan a las nocturnas palomas como remontan el vuelo y se alejan… se alejan… se alejan…